CAPÍTULO I
1842
Millet se puso el delantal de paño verde y se sentó frente a la mesa de la despensa, donde ya había colocado varios objetos de plata.
Era el momento de la noche que disfrutaba más cuando ya había mandado a la cama a los lacayos y podía quedarse solo.
Millet sabía limpiar la plata con gran pericia. Para frotarla, usaba el dedo pulgar, como le habían enseñado cuando todavía era lacayo.
Había ido mejorando la técnica a través de su vida, hasta que cualquier objeto de plata que pasaba por sus hábiles manos brillaba con tal intensidad que reflejaba como un espejo cuanto sucedía en el comedor.
Esta noche, estaba encantado: había sacado de la enorme caja fuerte, que casi era del tamaño de una habitación pequeña, un copón de plata con una base de cristal de roca. Aquel bello objeto lo había dejado sin aliento cuando lo vio por primera vez.
El copón, a pesar de haber sido envuelto en un paño verde, estaba muy necesitado de limpieza. Millet le pasó una mano por encima, con la misma solicitud que si se tratara de una mujer amada.
A decir verdad, la gran pasión de su vida era la plata. Casi se le había roto el corazón al tener que abandonar la colección del Conde de Sheringham, que había limpiado y admirado por casi treinta años.
Pero no quería pensar en eso ahora, sino en dedicarse a admirar los tesoros que descubría continuamente en su nuevo empleo.
Sabía muy bien que pronto empezarían a obsesionarlo y qué pensaría en ellos día y noche.
El copón de plata, finamente tallado en la orilla superior y alrededor de la base, tenía delicadas figuras de diosas desnudas alrededor del tallo. Remataba el conjunto la Diosa de la Misericordia, por lo que constituía el más fino ejemplo de orfebrería que Millet había visto nunca.
Los dedos le cosquilleaban de impaciencia por ponerse a trabajar. Mezcló el limpiador blanco en un pequeño plato, revolviéndolo hasta que adquirió la consistencia de la leche.
Después, levantó en alto el trapo limpio de lino que había preparado para su tarea.
En aquel momento, al oír que llamaban a la puerta de la despensa, levantó la vista impaciente.
Millet era un hombre de aspecto distinguido a quien los miembros más jóvenes de la servidumbre gastaban bromas, pues, según ellos, tenía el aspecto de un obispo.
Pero no había mucho amor cristiano en la voz con que preguntó ahora:
—¿Quién es?
Como si la pregunta fuera una invitación para entrar, la puerta se abrió y el lacayo de guardia, un hombre tan viejo como el propio Millet, asomó la cabeza.
—Tiene usted una visita, señor Millet. Alguien quiere verlo.
—¿Una visita?— preguntó Millet, con visible irritación.
Lo que más le disgustaba en la vida era que lo interrumpieran cuando estaba concentrándose en limpiar la plata.
Antes que pudiera preguntar quién podía querer visitarlo a aquella hora de la noche, una diminuta figura empujó al lacayo y entró en la despensa.
Millet levantó la vista asombrado al ver a una mujer que se cubría el rostro con un velo. No imaginaba quién era, ni por qué había ido a verlo.
Cuando el guardián cerró la puerta, la visitante se quitó el velo de la cara. Millet lanzó una exclamación y se puso de pie.
—¡Milady!
—¿Te sorprende verme, Mitty?— preguntó una voz muy joven—, sé que es tarde, pero estaba segura de que no te habrías acostado.
—No, milady. Pero usted no debería estar fuera de casa a esta hora de la noche.
Millet trajo una silla de un rincón de la habitación, la sacudió con una esquina de su delantal de paño verde y la ofreció a su visitante.
—Siéntese, milady— le dijo.
La jovencita, que era casi una niña, lo obedeció.
Pero antes de sentarse se desabrochó la capa oscura para montar que llevaba sobre un traje de terciopelo, se quitó el sombrero de amazona, de copa alta.
Colocó el sombrero en la mesa, junto a los objetos de plata, y se arregló el cabello con las manos.
Un rayo de sol parecía haber penetrado en la despensa. La luz procedente de la lámpara de aceite se reflejó en los mechones dorados de su cabellera y pareció juguetear en sus ojos grandes y expresivos.
Eran ojos extraños, de un tono azul pálido, con rizadas pestañas, como las de un niño, que le conferían a la joven un aire primaveral.
Al mirarla, uno no podía sustraerse a la idea de que los problemas y las dificultades de la vida nunca la habían tocado, y que jamás lo harían.
—¡No me diga que vino sola, milady!— exclamó Millet.
Cuando se hubo desprendido de la ropa de abrigo, la chica se volvió hacia él, con una sonrisa en los labios.
—Llegué montando a César. Está afuera, atado a un poste.
—¡Sola! ¡Y montó a César, milady! Si Su señoría, el Conde, lo supiera, se enfadaría mucho.
—Su Señoría va a enfadarse por muchas de las cosas que estoy haciendo, así que una más no importa.
La voz de la muchacha encerraba un tono de rebeldía que Millet no había oído nunca antes y que lo hizo mirarla lleno de temor.
Se dijo que su señoría, el Conde, debía preocuparse un poco más por una hija tan hermosa como Lady Grace.
Pero Millet había aprendido en la dura escuela del servicio doméstico que el amo siempre tiene la razón, así que esperó en silencio.
Lady Grace le daría una explicación acerca de su presencia a esa hora tan intempestiva, pues ya debía estar acostada en su cama, en el dormitorio que ocupaba en el segundo piso del Castillo de Sheringham.
—Siéntate, Mitty— dijo Lady Grace, usando el diminutivo que le había dado al mayordomo cuando era niña.
Aquel sobrenombre evocaba tantos felices momentos del pasado, que Millet se conmovió. Pero comprendió que los viejos tiempos jamás volverían.
—¿Sentarme frente a usted— preguntó sorprendido?
—¡Oh! Mitty, deja de ser tan respetuoso y estirado. Quiero tu ayuda, como la busqué cuando mamá murió y tú eras la única persona dispuesta a consolarme.
En la voz de Lady Grace se adivinaba un sollozo contenido.
Millet se sentó, como ella sugería, y la miró lleno de ansiedad. Le pareció que estaba muy pálida y que no se veía tan feliz como a él le hubiera gustado verla.
—¿Qué es lo que tanto preocupa a— preguntó con el tono comprensivo que había usado siempre, cuando ella iba a contarle sus problemas, y Lady Grace había acudido a él desde que apenas le llegaba a la rodilla.
Lady Grace respiró profundamente.
—He huido de casa, Mitty.
—¡Pero milady no puede hacer eso!— exclamó Millet—. ¡Faltan sólo unos días para su boda!
—¡No puedo casarme con el Duque! ¡No puedo! Por eso es que tienes que ayudarme, Mitty.
Observó que el viejo mayordomo se había quedado estupefacto y después de un momento continuó diciendo:
—Esperé a que la casa estuviera en silencio. Le dejé una nota a papá sobre mi almohada y bajé por la escalera posterior. César acudió cuando le silbé; lo ensillé... ¡y vine a buscarte!
—Pero, milady— empezó a decir Millet, pero ella lo interrumpió para decir:
—No intento regresar, así que no fui tan tonta como para venir sin nada. Traje algunos de mis mejores vestidos en el lomo de César y una bolsa con todo lo que pensé que podía necesitar y que colgué a la silla.
Millet la miró lleno de estupor.
—Pero, milady, no se puede usted quedar aquí.
—Tengo que hacerlo, Mitty. ¿No te das cuenta? Este es el único lugar donde jamás soñarían en buscarme.
Se rió brevemente, con una risa amarga.
—¡Jamás se le ocurriría a papá, ni por un momento, que yo hiciera algo tan reprensible como venir a Baron´s Hall!
—¡Pero, milady!— volvió a decir Millet.
—Ya sé que vas a discutir conmigo, Mitty— dijo Lady Grace—, pero antes que lo hagas, por favor, trae mis vestidos y las otras cosas que dejé en el lomo de César. Son todo lo que poseo en el mundo y no quiero que el caballo vaya a arrojarlas al suelo y a patearlas.
Millet abrió la boca para protestar, pero Lady Grace lo detuvo diciéndole en un tono suplicante que resultaba irresistible:
—Por favor, Mitty. Por favor, querido Mitty, haz lo que te digo.
Con un suspiro, Mitty salió de la despensa, cerrando la puerta tras él.
Cuando el mayordomo se marchó, Lady Grace se llevó las manos al rostro, en actitud defensiva.
«Tengo que quedarme… aquí», se dijo «¿Adónde podría ir… sin que me encontraran? Además, tengo… muy poco dinero».
Antes de salir del Castillo, había pensado desesperadamente, cómo obtener algún dinero.
Nunca había existido una razón para que ella tuviera en su poder más de uno o dos soberanos y unas cuantas monedas de plata para contribuir a la colecta de la iglesia.
Sin embargo, había traído con ella las joyas de su madre que no estaban guardadas en la caja fuerte de la despensa.
No le fue posible sacar el resto, porque el nuevo mayordomo no era como el viejo y querido Mitty y sin duda se habría negado a dejarla tomar algo de lo que estaba a su cuidado, sin pedir permiso primero al dueño de la casa.
Había tratado de ser práctica y de pensar en todo antes de escapar de casa.
La fortalecía en su decisión de huir, impulsándola a darse prisa, la convicción de que jamás, por ningún motivo, podría casarse con el Duque.
Al volver los ojos hacia atrás, vio lo ingenua y tonta que había sido al permitir que, para empezar, la convencieran para que lo aceptara.
Todo fue obra de su madrastra, quien había sido lo bastante ' astuta para salirse con la suya.
Grace, en comparación con ella, era una criatura crédula e ignorante.
Le había emocionado que la pretendiera el Duque de Radstock y que le informaran que iba a convertirse en su esposa.
Era un privilegio que, como bien sabía, habría constituido la más cara ambición de la mayor parte de las jóvenes que conocía.
El Duque no era sólo uno de los nobles más importantes del condado y el más rico, sino que era un deportista y sus caballos habían ganado casi todas las carreras clásicas.
—Los brillantes de los Radstock son fantásticos… mejores que los de la propia Reina— había dicho su madrastra.
Y, en un tono que dejaba adivinar su envidia, prosiguió:
—Serás Dama de la Cámara, por herencia. ¡Asistirás a todos los bailes oficiales, y se dice que la Reina tiene una especial predilección por el Duque! Pero, bueno, de todos es bien sabido que a Su Majestad le encantan los hombres apuestos.
Todo parecía muy atractivo.
A Grace le encantaban los caballos, pero no le impresionaban los relatos sobre las enormes mansiones del Duque, llenas de tesoros reunidos a través de los siglos, pues siempre había vivido en un Castillo muy amplio.
La desilusionó un poco que su pretendiente se hubiera acercado a su padre antes de asegurarse si ella estaba dispuesta a convertirse en su esposa.
Pero entonces se dijo a sí misma, con bastante sentido común, que al Duque jamás se le habría ocurrido que alguien pudiera ser capaz de rechazarlo, ya que él constituía el mejor partido matrimonial de todas las islas Británicas.
Su madrastra había mencionado brevemente que el Duque había sido casado antes. Pero, después de todo, su esposa estaba muerta, ¿y qué objeto tendría hurgar en el pasado o concederle importancia al hecho de que era lo bastante viejo para ser su padre?
Como Grace se dejó llevar por su imaginación, había soñado en cómo sería su vida cuando fuera Duquesa, sin pensar realmente en el Duque como hombre y como marido.
Lo había visto como a un ser casi irreal, como a uno de los héroes mitológicos del pasado, quienes habían adquirido más importancia en su vida que las personas que la rodeaban.
Como fue la más pequeña de su familia, y entre ella y sus hermanos había mucha diferencia de edad, Grace había crecido sola, teniendo como únicos compañeros los libros que leía con avidez.
Sus niñeras e institutrices la reñían con frecuencia, advirtiéndole que se le iban a acabarse los ojos.
—¡Leer! ¡Leer! ¡Leer!— le había dicho su niñera muchísimas veces—. ¡Vas a ser ciega como un topo cuando llegues a mi edad, y si no, recuerda mis palabras!