Grace nunca le hizo caso. Los libros estimulaban su imaginación y la transportaban a un mundo ideal, donde todo era hermoso y Reinaba la felicidad.
Y ahí, desde luego, no había mujeres desagradables, de voces chillonas, como la de su madrastra, que la lastimaran.
No se trataba del hecho de que la nueva Condesa de Sheringham estuviera ocupando el lugar de su madre en la casa, ni de que estuviera celosa porque ella acaparaba la atención de su padre. Era que, de manera instintiva, Grace se daba cuenta de que Daisy Sheringham no era una mujer decente.
No acertaba a explicarse esa sensación, pero lo cierto era que detestaba cualquier contacto con su madrastra.
Comprendió que debía haber desconfiado desde el primer momento cuando ella le anunció que iba a casarla con el Duque de Radstock.
«Estaba ciega… completamente ciega… como un gatito que no hubiera… abierto los ojos», pensaba ahora.
El descubrir la verdad detrás de todo aquello, esa misma tarde, la había hecho casi enfermarse de horror y de aprensión.
El Duque había llegado para quedarse unos días en el Castillo y hacer los últimos preparativos de la boda.
Grace lo había visto muy poco hasta entonces. De hecho, como se acostumbraba cuando se trataba de mujeres muy jóvenes, nunca se le había permitido estar a solas con él, excepto unos pocos minutos, la vez que su padre la había hecho acudir al Salón Rojo, donde lo encontró con el Duque.
Grace ni siquiera sabía que el hombre con quien le habían dicho que iba a casarse estuviera en el Castillo.
Por lo tanto, no sólo se había sorprendido al verlo, sino que se sintió muy turbada cuando atravesó la habitación, consciente de que él la observaba.
Ella había hecho una cortesa reverencia, sin atreverse a levantar los ojos hacia él.
—Tu madrastra debe haberte dicho ya, Grace— le había dicho su padre—, que el Duque de Radstock te ha hecho el gran honor de pedirme tu mano en matrimonio. Quiere hablar contigo y, por lo tanto, voy a dejarlos solos.
El Conde salió de la habitación y Grace, con el corazón palpitante, se quedó esperando, con los ojos bajos.
—Estoy seguro de que vamos a ser felices juntos, Grace— dijo el Duque—, y espero que te guste el anillo que te he traído.
Él le había tomado la mano izquierda en la suya al decir esto y le puso en el dedo un enorme anillo de brillantes, que parecía demasiado pesado para ella.
—Muchas… gracias. Es… es muy… hermoso— logró decir ella, aunque encontraba difícil hablar.
—Ha estado en mi familia por casi quinientos años— dijo el Duque—, completan el juego un collar y una diadema, que podrás usar después de que nos hayamos casado.
—Será… muy grato… usarlos.
El Duque no habló y como se sintió sorprendida por su silencio, Grace había levantado los ojos hacia él.
La estaba mirando de una manera extraña, casi como si la estuviera inspeccionando, buscando algo en ella, y Grace no podía explicarse de qué se trataba.
Entonces le había dicho con una sonrisa:
—Eres muy hermosa, Grace. Estoy seguro de que serás aclamada como una de las más bellas Duquesas de Radstock, y ha habido muchas de ellas.
—Muchas... gracias— había contestado ella con sencillez.
Grace había puesto un poco más de calor en su voz y se preguntó de pronto si el Duque iría a besarla.
Pero él se limitó a llevarse la mano de ella a los labios y en aquel momento el Conde de Sheringham entró en la habitación.
Más tarde, Grace había tratado de analizar a solas la impresión que le había causado el Duque.
Era bien parecido, sin lugar a dudas, pero su cutis era el de un hombre ya entrado en años. Había cabellos grises en sus sienes y su figura carecía de la esbeltez de la juventud.
«¿Me hubiera gustado que me besara?».
Era extraño, pensó, que no tuviera sentimiento alguno al respecto.
Nunca la habían besado, pero ella imaginaba que un beso debía ser una expresión de amor maravillosa.
Pero, ¿cómo? ¿Y qué tipo de sentimientos evocaría un beso?
En los libros que había leído, en especial en los que habían sido escritos en Francia, el amor era una cosa profundamente emocional, algo que impulsaba a los mayores sacrificios.
«¿Podría yo sentirme así respecto al Duque?», se preguntó.
Él se había marchado del Castillo, a la mañana siguiente y ella seguía sin saber la respuesta.
Hoy, cuando él había regresado, apenas una semana antes de la boda, ella había decidido que quería conocerlo mejor.
Durante todas las pruebas que había requerido la elaboración de su trousseau, y que llenaron casi todas las horas del día, Grace se había consagrado a sus pensamientos secretos.
Le resultaba difícil prestar atención a la enorme cantidad de regalos que llegó al Castillo y a los centenares de cartas de felicitación, y no soportaba el interminable parloteo de su madrastra.
Todo el mundo le había hablado del matrimonio, desde su niñez, como de la única meta que debía aspirar en la vida.
—Debes concentrarte en la aritmética— solía decir su institutriz con voz áspera—, de lo contrario, ¿qué sucederá cuando tu esposo descubra que no puedes llevar bien las cuentas de la casa?
—Espera a que te cases y tengas tus propios hijos, y entonces comprenderás— solía decirle su niñera cuando se rebelaba contra alguna regla impuesta por ella.
Ninguna de ellas parecía hablar de otra cosa y su madrastra continuamente criticaba su apariencia.
—Jamás conseguiré un marido para ti— le decía—, si andas por ahí con el aspecto de una gitana! ¡A los hombres no les gustan las mujeres instruidas y ningún marido quiere una por esposa! ¡Así que deja de leer y sube a buscar alguna labor de costura en que ocuparte!
Grace imaginaba que el hombre con quien se casaría sería un caballero perfecto y gentil, como Sir Galahad; aventurero como Ulises y tan atractivo como Lord Byron.
«¿Es el Duque como alguno de estos hombres?», se había preguntado a sí misma esta tarde. Y como pensó que debía tener algún punto de referencia para valorarlo, se había deslizado hacia la biblioteca para tomar del anaquel una Colección de los Poemas de Lord Byron.
Sabía que, si alguien la encontraba leyendo a esa hora del día, le diría que debía irse a hacer otra cosa.
Había un lugar en la biblioteca que ella había hecho muy suyo.
En el extremo más lejano del gran salón, diseñado por Robert Adam, había una larga ventana adornada con emplomados que representaban el escudo de armas de la familia Sheringham. La rodeaban cortinajes de terciopelo rojo que no se corrían del todo sobre la pared, lo cual proporcionaba, entre los cortinajes y la ventana, un escondite perfecto por si alguien entraba casualmente en la biblioteca.
El ancho asiento adosado a la ventana estaba también cubierto de terciopelo rojo y Grace se había acurrucado en aquel rincón, con un cojín en la espalda, y abrió el libro, encuadernado en piel, con una sensación de deleite.
Fue Don Juan lo que primero leyó.
“El amor gobierna el campo, la corte, el huerto.
Pues el amor es el cielo, y el cielo es amor…”
«¿Podría el Duque hacerme sentir así|?», se preguntó de nuevo.
Pero como la respuesta la asustaba, dio vuelta a las páginas rápidamente, para leer uno de sus trozos favoritos de La Visión del Juicio Final:
“Los ángeles cantaban y lo hacían desentonados
Por falta de otra cosa mejor que hacer,
Como no fuera jugar con la luna y el sol
O echar a correr detrás de alguna joven estrella errante”
Sonrió, ya que la imagen que evocaba el poema siempre la divertía, pero volvió bruscamente a la realidad al escuchar a dos personas que hablaban en el otro extremo de la biblioteca.
Como había estado concentrada en los poemas, no lo había oído entrar, pero ahora reconoció la voz de su madrastra, y la del hombre que le contestaba: era el Duque.
«No es probable que me descubran aquí’» pensó Grace, satisfecha consigo misma.
Continuó leyendo, pues no deseaba escuchar lo que estaban diciendo. Fue sólo cuando oyó mencionar su propio nombre, que levantó la cabeza.
—Grace es tan joven, tan inocente, que jamás lo sospecharía, a menos que se lo dijera alguien —comentó su madrastra.
Grace se sintió intrigada.
—Nadie lo hará— dijo el Duque—, la juventud y la inocencia de ella constituyen nuestra mejor protección.
—Estoy segura de que tienes razón, y será maravilloso poder verte sin ninguna dificultad. Podremos hospedarnos en tu casa y tú podrás venir aquí.
La Condesa lanzó un profundo suspiro y entonces añadió:
—¡Oh, mi amor, estos años sin ti han sido un infierno!
Grace se había puesto tensa de pronto.
¿Era posible que, de verdad, hubiera oído a su madrastra decir aquellas palabras con ese tono de voz que nunca antes le había escuchado?
—Debemos tener cuidado— dijo el Duque.
—¡Por supuesto!— exclamó la Condesa—, pero esta noche, mi amor, no correremos ningún peligro, te lo juro.
—¿Aquí? ¿Con George en la casa?
—Está resfriado y va a dormir solo, en su propio cuarto. Iré a verte y… ¡Oh, Andrew, si sólo supieras cuánto te deseo y cuánto te necesito!
—¡Mi pobre Daisy! Pero no podíamos seguir como estábamos. ¿Cómo iba yo a saber que Elsie habría de morir sólo seis meses después que te casaste?
—El destino estaba en contra nuestra— dijo la Condesa con un sollozo ahogado—. ¡Pero ahora volveré a verte! ¡Si supieras cuánto te he echado de menos! Nunca ha existido un hombre tan apuesto y tan atractivo como tú.
Se detuvo un momento y después bajó la voz para decir en forma apasionada:
—¡Nadie! ¡Nadie en el mundo puede ser un amante más maravilloso que tú!
Grace sentía que se había vuelto de piedra.
Entonces se hizo el silencio y comprendió que el Duque estaba besando a su madrastra. Un momento después, oyó que la puerta de la biblioteca se cerraba y se dio cuenta de que se había quedado sola. Se había quedado sentada, sin moverse. Su mente, adormecida no lograba captar del todo lo sucedido, como si se resistiera a comprenderlo.
Al fin, se encaró a la verdad.
El Duque era amante de su madrastra y lo había sido desde antes que se casara con su padre.
Cuando su padre volvió a casarse, a Grace no se le había ocurrido pensar en su madrastra como una mujer atractiva.
Había leído, sobre todo en los libros escritos en francés, acerca de mujeres maduras que buscaban el amor en forma dramática y casi siempre trágica, pero nunca imaginó que ello pudiera suceder en su propia casa.
Su padre era un hombre un tanto severo, y como ella era la más pequeña de la familia, desde que era niña le había parecido un hombre muy viejo.
Su madre lo había amado y habían sido felices, pero cuando el Conde se casó por segunda vez, trataba a su nueva esposa, que era mucho más joven que él, como si fuera una niña a la que hubiera que mimar y proteger.
Grace se parecía mucho a su madre, quien había tenido una salud muy precaria desde que ella nació.
Sólo cuando murió, Grace se dio cuenta de que su madre había sido una perfecta compañera para ella y se sintió perdida y solitaria sin su compañía.
Fue entonces que su padre había sido cautivado por una mujer decidida y mundana. Grace comprendía ahora el motivo de que instintivamente desconfiara de su madrastra y por qué, con tanta frecuencia, las cosas que ella decía le sonaban falsas.
Cuando al fin salió de su escondite en la biblioteca había sentido las piernas rígidas de pronto. Su alma había envejecido muchos años desde el momento en que tomó los poemas de Lord Byron del anaquel.
Volvió a poner el libro en su sitio y, al mirar el lugar donde su madrastra y el Duque habían estado de pie y se habían besado, comprendió que jamás consentiría en casarse con un hombre que no la amaba.