Hanna Harrison.
Mi rutina era el perfecto sinónimo de: monotonía y divagación.
Batallaba con el tráfico y ni siquiera era yo quien manejaba. Había demasiados autos, gente, y disturbio afuera. Posé mi semblante en el reloj de mi muñeca e hice una ligera mueca que me llevó hacia la ventana.
La paciencia era una de mis virtudes, pero hasta las virtudes y los dones tienen un límite y más, cuando hoy en especial, tengo demasiada prisa por llegar a mi destino.
Traté de mantener la compostura mientras observaba a mi chofer intentar hacer su trabajo. Me limitaba a observar a través del vidrio panorámico como si con ese gesto pudiera controlar el tráfico.
No, no funcionó, me volví acomodar en mi asiento, en mi vano intento de controlar esa ola de coches con mis ojos.
–Jhon. ¿Hay algo que podamos hacer? Se me está haciendo tarde. –rebatí.
–No controlo el tráfico. Lo siento, señora. –añadió el hombre de forma tan amable que, me quedé callada.
De forma milagrosa, ese ajetreo se precipitó y pudimos movernos en la dirección que nos urgía.
Logré llegar a mi destino, miré mi reloj. –con… algunos minutos de retraso. –sujeté mi maletín y después de dirigirle una mirada de aprobación a mi chofer, me dispuse a caminar a través del inmenso pasillo que me llevaría hasta mi punto de encuentro.
Mis tacones repicaban al compás del movimiento de mis caderas, mi largo cabello intentaba seguir el paso de esas acciones tan sutiles para una dama de mi calibre. Me jalé un poco la falda tipo “lápiz” que se prendía a mis piernas y muslos, mientras jugaba con la correa del bolso que cargaba, pero… el anillo que portaba en el dedo anular me dificultaba un poco mi labor, así que… cambié el bolso de mano.
De memoria me sé el botón que me lleva al piso que necesito subir, presiono el elevador y segundos después me encuentro en el lugar deseado, camino con extrema seguridad y a mi paso percibo el repetido:
–Buenos días, señora.
Esa frase es la que me da la bienvenida cientos de veces y es proveniente de cada uno de mis colaboradores que ahí se encontraban. Es tan complicado contestarle a todos, así que, me limito a sonreírles con ese gesto amable e indulgente que tanto me caracteriza.
–Bue… buenos días, señora. –balbucea una menuda chica mientras intenta ponerse de pie de su escritorio.
–¡Buenos días! –le respondo a mi secretaria personal. –Dime. ¿Qué pendientes tengo hoy, Mel? –interrogo antes de poner una mano en el pomo de la puerta de mi oficina.
Ella se ajusta sus lentes con nerviosismo.
–Tiene una junta con el señor Arthur a… las dos de la tarde. –exclamó observando la programación digital en su computadora.
–¿Con mi hermano? –cuestioné.
–Sí.
–¿Ya llegó al país?
–Esta mañana.
–Gracias. –le sonreí e ingresé a mi oficina.
Entre mis placeres favoritos están: el delicioso ritual de tomarme un café fresco y recién hecho. Lo sujeté y me detuve un instante a observar las paredes que me rodeaban: cálidos tonos en el papel tapiz y en los muebles, elegantes adornos y cuadros pintados por famosos artistas contemporáneos.
Jugueteé con la taza y nuevamente me topé con ese horrendo obstáculo: el anillo en mi dedo anular. Esa sortija pedía a gritos que le dirigiera una mirada, pero solo obtenía un gesto mío lleno de repudio y recelo.
Si me hundía en mis pensamientos, me perdería al menos unos años y todo sería con el especial anhelo de retornar a cuando era realmente feliz.
Me dispuse a trabajar.
–¿Sí? –contesté al teléfono que sonaba.
–Señora Harrison, pronto darán las dos, le recuerdo el almuerzo con el señor Arthur.
Mi odioso hermano es de lo más puntual, si lo dejaba esperando, me haría un completo escándalo. Así que, sin más en que pensar, decidí encaminarme a su encuentro.
_ _ _
–¡Hanna! –exclamó mientras se ponía de pie para darme un beso en la mejilla.
–Mi querido Arthur. ¿Qué tomas? –le cuestioné acercando un poco el olfato a su vaso. –¿Estás bebiendo tan temprano? –lo miré fijamente.
Echó una pequeña sonrisa y como siempre hace, omitió mi interrogante.
–Y bien. ¿Cómo has estado? –me cuestionó mientras un mesero me ayudaba a tomar asiento en ese precioso restaurante.
–Bien. ¿Por qué lo preguntas? – intenté evitar ligeramente su mirada, y como acto solo logré poner una leve sonrisa. –¿Acaso debería estar de otra manera? –reí.
–Tus ojos grises, dicen que mientes. –se acercó más a mí. –Además, titubeaste. –sonrió hermosamente.
Mi hermano siempre ha sido tan apuesto, en toda la expresión de la palabra, su altura y el porte de su personalidad, así como la forma en la que su cabello cae sobre su rostro varonil y cuadrado siempre ha sido la causa de deleite y perdición de muchas mujeres, tiene unos ojos grises y fieros, ese matiz de color en sus pupilas era algo muy propio de mí familia. Y a pesar de ser dos años menor que yo, siempre se me ha figurado tan listo y perspicaz.
–Me atrapaste. –confesé. –Es difícil mentirle a mi propia sangre. –me reí. –Nada está bien Arthur y jamás lo estará, no, desde hace casi cuatro años que las cosas no transcurren bien en mi vida. –mientras hablábamos, había pedido una copa de vino, era temprano para comenzar a alcoholizarme, pero este idiota acaba de tocar un tema muy sensible. –Tampoco puedo hacer mucho, ya me he acostumbrado a ese dolorcito con el que despierto en las mañanas, entraría en histeria si desaparece sin más. –me mordí el labio.
Arthur no podía hacer nada con respecto a mi funesta suerte, solo podía escuchar mis percances mientras se deleitaba con mis lamentos que aliviaban un poco la presión de mi pecho.
–¿Cómo te trata? –me cuestionó.
–Bien. –afirmé mientras miraba el anillo de bodas que portaba en la mano, esa maldita sortija pesaba más que el plomo. –En unos días será nuestro aniversario de bodas. –afirmé con una sonrisa tan lisa e insulsa. –Unos cuantos días más y nuestro matrimonio se hará totalmente eterno. –hice un gesto de insatisfacción y me llevé todo el contenido de la copa a la boca.
–Hanna, si hay algo que yo pudiera hac…
Lo interrumpí en su declamación de misericordia.
–¡Calma Arthur! ¡Soy fuerte! ¡Más de lo que aparento, soy la mayor de los dos! ¡No necesito tú protección! –lo miré con unos ojos decididos, porque yo odio ser la doncella a la que hay que salvar, soy demasiado fiera para ello, además de que… yo me metí en esto sola. Decidí cambiar de tema prontamente, no deseaba arruinar este bello reencuentro con mis tormentosos dolores. –¿Cuánto tiempo te quedarás en Londres? –preferí preguntarle. Porque mi amado hermano se encargaba de administrar los negocios de mi familia que se cocinaban en el extranjero.
–Acabo de instalarme, compré un hermoso departamento, no sé por cuánto tiempo me quedaré. –me sonrió.
–¡Eso es estupendo! –aplaudí levemente.
Esa tarde, me había hecho tan bien encontrarme con Arthur después de algún tiempo, porque siempre hacíamos visitas rápidas o llamadas leves, ambos, todo el tiempo estamos sumamente ocupados. ¿Qué era ese sentimiento que me agitaba un poco el alma? Lo había olvidado, era una lejana emoción que raramente experimentaba en mí día a día, ah sí, felicidad le dicen los mortales.
Cuando Jhon me dejó en la mansión, sentí de nuevo que olvidé el significado de esa palabra que acababa de experimentar en mí reencuentro. Ladeé la mirada para recoger valor suficiente para ingresar a mí casa, ese bello nicho lujoso en el que nada material me hacía falta. Subí los escalones con mucha pesadez, ese era el límite en donde mi desdicha comenzaba.
–Buenas tardes, señora. –me saludó Elsa, mi ama de llaves.
–Buenas tardes. –añadí y le entregué mi abrigo a la amable mujer. –Mi…–maldición, odio este pronombre. –¿Mi marido ya llegó? –cuestioné al fin.
–Me temo que no, señora. –me informó la mujer de edad avanzada.
> pensé en mis adentros porque, unos minutos de tranquilidad me sentarían bien.
–¿Desea algo señora? –me cuestionó la mujer mayor.
–Una taza de té. –contesté y la vi salir en su búsqueda, no le gustaba dejarme esperando.
Fui directo hacia la biblioteca de la mansión en donde me senté unos instantes a leer y ocupar mi mente. De un cajón bajo llave, saqué un libro y lo revisé detalladamente, había memorizado su contenido, y solo me ayudaba a recordar mi condena existencial, fruncí los labios, nada en ese documento había cambiado: ni la fecha de expedición, ni la garantía impuesta, ninguna sola vocal, ni acento, quizás solo el papel se notaba más raído por el manejo de mis manos y ligeramente más amarillento por el pasar del tiempo.
Decepcionada de mi descubrimiento, ladeé la mirada mientras reprimía mi impotencia. La tristeza se avecinaba, podía sentirlo, cerré el libro de golpe mientras el papel que acojinaba se doblaba con ese acto.
De repente, escuché la señal… ese casi imperceptible ruido que odiaba, el murmullo que templaba mi calma: era la perilla cediendo a los antojos de alguien y seguidamente… el sonido de unos zapatos de piel sobre la alfombra.
–No sabía que estabas aquí, Hanna. –me llamó mi verdugo.
–Hola querido. –sonreí falsamente y evité su mirada porque no me gustaba ver su rostro sereno y frio, insulso y sin expresiones.
–Escuché que llegó Arthur a la ciudad. –afirmó acercándose velozmente a una pequeña mesita redonda de tres pies que, encima suyo tenía una botella de whisky con un vaso listo para ser usado.
Nunca se tomaba la molestia de saludar, ni de preguntar como estoy, me trataba como si fuera de su propiedad, como si el decoro y la cordialidad fueran tan innecesarios.
–Las noticias corren muy rápido. –afirmé bebiendo mi té.
Él, alzó la ceja y procedió a sentarse justo frente a mí, en el sofá que me quedaba delante, abrió su periódico, mientras leía la sección que le interesaba: negocios internacionales y bolsa de valores.
Mi estimado esposo, el tan bien parecido Hugo Stewart era un ser no viviente, era tan frío como el hierro y tan duro como el carbón, sus ojos perfilaban un tono oscuro y su cabello de un tinte azabache, tenía gestos varoniles y un rostro afeitado, gran altura y cierta robustes en su persona, era tan diferente a… a… ¡Vaya! Ciertamente no valía la pena recordar su nombre, porque nada cambiaría las cosas, ni mi actual situación.
Estoy atrapada en un matrimonio no deseado y este era como una enfermedad terminal que me está matando poco a poco.
Me puse de pie para salir del sitio.
–Me voy a mi habitación a descansar. Buenas noches. –anuncié.
Él solo confirió un gruñido, no hubo una clara contestación, ni ningún argumento de por medio, nunca demostraba sentimiento alguno y justamente así, presumía de amarme. En una sola ocasión un poco pasado de copas me había confesado su amor, pero la promesa de nuestro matrimonio le hizo perder el interés en ganarse mi corazón.
Esa noche tuve un sueño, no entraba en todos los términos para ser llamado una pesadilla, así que limitaré a describirlo como un sueño, en él me había encontrado a mí misma cuando era muy joven aún, reía y vestía jeans y blusas que enseñaban un poco el ombligo, llevaba el cabello alborotado y unas zapatillas deportivas, y de la mano me cogía cierta persona quien cuyo nombre no deseo conferir entre mis labios, la quimera se desarrollaba a blanco y n***o, y el tono de sus ojos profundos era lo único que emitía un nítido color.
Desperté, ese recuerdo convertido en una somnolienta ilusión solo provocó que pasara mi monótona rutina levemente deprimida, con el semblante serio y distante.
Me dirigí a cumplir mi papel en ese inmenso imperio monetario y heme aquí nuevamente, bebiendo el té con un libro entre mis manos en la biblioteca de la mansión, entonces… cerré con brusquedad el ejemplar que hojeaba y miré el reloj que estaba justo en la pared frente a mí: eran más de las diez, y mi marido no había llegado, últimamente ha estado entrando tarde a la casa, ¿tendrá mucho trabajo? ¿Qué estará haciendo? Me causaba cierta curiosidad su ausencia, pero honestamente no estaba preocupada por él, porque Hugo Stewart puede cuidarse perfectamente, más bien me generaba cierta desconfianza este comportamiento, un presentimiento de algo inminente. Esperé un rato más y no llegó.
Los ojos me picaban, era una necedad pretender continuar vigilando su itinerario, decidí retirarme a mis aposentos, dejé a un lado el texto que inmiscuía y me puse de pie, agotada y con mi batón puesto, me recosté a dormir.
A la mañana siguiente él había salido muy temprano, tanto que no me lo topé en el desayuno, todo transitaba tranquilamente sin él merodeando por aquí.
Así transcurrieron algunos días más, mientras que el tiempo en el que comenzaría mi verdadera condena se iba acortando poco a poco, eso era más preocupante que el extraño comportamiento de mi cuadrado y frío marido.
Nuevamente en mi casa, en la biblioteca, con el té, en batón, agotada y descolorida, hastiada y sin propósitos.
–Señora, tiene una llamada urgente. –me dijo el ama de llaves. –Se trata de la señorita Sylvia Lee. –me comunicó.
Me sorprendió bastante. Sylvia era la gerente encargada de la seguridad de todos los edificios, y, por cierto, una gran amiga mía, la conocí en el trabajo y hemos congeniado de maravilla, nadie mejor que ella conoce en su totalidad mi situación.
–¿Sí? ¿Sylvia? –pregunté.
–¡Hanna, necesito que vengas a la oficina! –me exigió.
–¿Pasó algo malo? –cuestioné al instante.
–De eso no estoy segura, pero necesito que veas algo. ¡Date prisa! –chilló.
Yo di un respingo, el tono de su voz se escuchaba muy serio y decidido.
–Salgo enseguida. –afirmé y colgué la llamada.
No le avisé al chofer para no levantar sospechas, tomé las llaves de mi auto personal y con una bata sobre el camisón que tenía puesto, salí rumbo al galante edificio en donde dejo horas de mi vida día a día.
Mientras conducía por la carretera nocturna me preguntaba de forma angustiante sobre la situación de severa urgencia de la que Sylvia me había comentado, deseaba morderme las uñas y por ello siempre me hacia la manicura, con el fin de ocultar mis uñas desgastadas por mis mordiscos, ya que como dice mi madre, eso no era un acto propio de una dama de mis orígenes, por ello prefería que pasara desapercibido.
Llegué al edificio y entré al estacionamiento y cuando bajé sentí un frío propio de las fechas de otoño.
–¿El auto de Hugo? ¿Sigue aquí? ¿Tan tarde termina sus negocios? –farfullé mirando la hora através de la pantalla de mi celular, porque salí tan de prisa que no cogí mi reloj de mano, ladeé la mirada solo para corroborar que no había más autos ahí que el de él.
Llegué a la puerta de “Seguridad: prohíbo el paso a personal no autorizado”. Toqué y el pestillo cedió enseguida…
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Hoy, el azul del cielo brillaba más que días anteriores, mi cuerpo estaba trabajando de manera increíble en la generación de serotonina.
¡¿Y cómo no estar feliz?! ¡Hoy es mí aniversario de bodas! Y… ¡Qué mejor manera de celebrar que… con una junta directiva!
Llegué a mi oficina y cogí el teléfono.
–Oficina de dirección. –me contestó una fémina voz.
–Buenos días Lea. ¿Podrías comunicarme con el señor Stewart? –le solicité a la hermosa y joven secretaria de mi desdichado esposo.
–Sí… por supuesto señora. –exclamó la mujer del otro lado de la línea.
–¿Sí, aló? –era la voz masculina de mi esposo.
–¡Querido! –exclamé. –Buenos días, espero que hoy hallas amanecido bien, después de tus arduas juntas. No olvides que tenemos junta directiva a las once en punto. Recuerda que mi padre es muy puntual. –le recordé y colgué el teléfono, luego… sonreí.
Me situé detrás de la puerta de juntas, todos ya estaban ahí, estaba llegando con un elegante retraso de exactamente siete minutos, lo hice porque deseaba ser la última en incorporarme en la mesa con mi familia y la de mi esposo.
Ya lista y con la valentía en la dosis correcta, ingresé al lugar y entonces, solo vi esos fríos, tiesos, y pálidos gestos de mis padres y los de la familia de mi “amado” esposo. Eran tan rígidos e impasibles como una estatua fúnebre en un cementerio olvidado.
–Buenos días. Disculpen la demora. –exclamé tomando asiento.
Todos refunfuñaron a mi entrada y no recibí ni un solo gesto amable más que el de mi amorosa madre.
–Qué bella reunión familiar. –exclamé con mofa.
Mi suegro Frederick y su esposa Martha, solo me miraron con desaprobación, yo no les agradaba, aunque era la mujer que mejor cumplía con las expectativas de ambos en cuestiones de educación, estatus social e incluso me atrevo a afirmar que, en belleza, pero… es que no me dejaba manejar por ellos, eso les frustraba demasiado.
–¿Para que nos citaste con tanta urgencia, Hanna? –replicó mi padre Roger Harrison.
–Tengo una noticia que darles. –sonreí ligeramente.
–Un heredero es lo que tienes que darnos. –exclamó mi suegro Frederick, él siempre daba comentarios fuera de lugar y en el peor momento.
–Es posible que uno esté en camino…–perfilé mi mirada hacia mi esposo y observé como este dio un leve respingo.
Entonces… en el proyector que reflejaba una imagen sobre una pared blanca y lisa, se echó a correr un video en él emergían dos protagonistas, gente que todos conocíamos a la perfección, la película de dos amantes que profesan un amor prohibido, quienes, en el acto frente a nuestros ojos consuman su amor con la unión de cuerpos jadeantes y desnudos, una cinta provista, empapada y manchada de adulterio y pecado.
–¡¿Qué significa esto, Hanna?! –chilló Hugo, mi esposo.
–Eres un magnífico actor, Hugo. –afirmé con un gesto de sarcasmo. –Me fuiste infiel. –afirmé como si eso me doliera, más bien, me encantaba, estaba a punto de reventar en felicidad.
–¡Alto! ¡Alto! ¡Detengan esa mierda! –blasfemó Frederick, mi suegro, pero pese a sus quejas el video no paró, vi a mi madre y a mi suegra taparse la mirada y darle la espalda a la imagen que corría en ese lienzo blanco, porque… era la viva imagen de la voluptuosidad, la lujuria encarnada en cuerpos humanos, un acto obsceno y ausente de recato y castidad. Una falta de respeto a nuestras familias y nuestro matrimonio, y… una ruptura a nuestro contrato.
–Clausula número 5.1 de nuestro acuerdo prematrimonial: “solo se puede solicitar la revocación del matrimonio si existe un hallazgo de adulterio dentro de un plazo no mayor a cuatro años previos a la emisión de este documento, de lo contrario una solicitud de divorcio esta declinada”. –declamé, no dejé que nadie me detuviera, me sabía ese párrafo a la perfección, sin la necesidad de leerlo y sin rastros de titubeo, era la oración que lleva rondando mi cabeza desde que me casé y firmé mi acta de matrimonio.
–¡¿Qué pretendes con esto, Hanna?! –chilló mi esposo con el rostro rojo y fuera de sí, después de haberse encargado personalmente de romper el proyector que corría la película de su infidelidad, yo sonreí disfrutando el teatro, jamás lo había visto tan furioso, por lo regular solo es un maldito témpano de hielo: impasible y tan aburrido como yo.
–¡¿Eres tonto o qué?! ¡El maldito divorcio, Hugo! –exclamé en un grito.
Todos emitieron un gesto de asombro, la frialdad de sus rostros se consumió como la nieve en primavera. Hoy… el cielo tenía un color azul nítido y precioso, hoy… me siento por primera vez en muchos años, feliz.