VALENTÍN IVANOV. —Donatello, ¿Sabes algo?—pregunté al encontrarme con él. —No, mis hombres rastrearon la dirección desde donde me llamó. Pero al ir ya no estaba, se la han llevado.—respondió. —¡Joder!—exclame con rabia—, ¿Alguna pista? —Ninguna, el imbécil es astuto.—respondió. —¿Qué hacemos?—pregunté mirándolo con desdén. —No puede haberla llevado muy lejos, debemos buscarla.—respondió lo obvio. —Harrison, ¿Crees que puedas rastrearla?—pregunté esperanzado. —Necesito mi computadora, puedo hacer lo que hicimos en Suiza—respondió. —Perfecto, la mandaré a traer.—dije. Salí de la habitación del hotel clandestino en el que me había quedado en encontrar con Donatello, busque mi teléfono y llamé a Damián. —¿Dígame señor?—respondió. —Envíame la computadora de Harrison a la direcc
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