CAPÍTULO DIECIOCHO Irrien yacía en un mundo que parecía estar formado de puro sufrimiento. A pesar de los esfuerzos de los sacerdotes con las hierbas y las medicinas, a pesar de las aguas calmadas y de los cuidadosos remeros, cada golpe de remo de su buque insignia le daba una sacudida que le hacía bufar de dolor. A cada ola brusca o viento lateral se mordía para no gritar, con tanta fuerza que se hacía sangre. Lo que suponía un poco más de sangre, comparada con las cantidades que le salían a borbotones del brazo. De lo que había sido su brazo. Donde antes habían estado su mano y su antebrazo había un espacio vacío, tan desconcertante como un silencio repentino donde antes había habido ruido. Miraba aquel espacio ciegamente, como si pudiera desear que sus dedos perdidos volvieran a exis