CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO UNO
Gwendolyn gritó y gritó mientras el dolor la hacía pedazos.
Ella yacía de espaldas en el campo de flores silvestres, le dolía el vientre más de lo que creía que fuera posible, destrozándola, pujando, tratando de sacar al bebé. Una parte de ella deseaba que todo terminara, que pudiera llegar a un lugar seguro antes de que el bebé naciera. Pero una parte mayor de ella sabía que el bebé estaba llegando, le gustara o no.
«Por favor, Dios, ahora no» —rezó ella—. «Sólo unas horas más. Déjanos llegar a un lugar seguro, primero».
Pero el destino no lo quería así. Gwendolyn sintió que la atravesaba otro tremendo dolor y se reclinó y gritó cuando sintió al bebé girar dentro de ella, a punto de salir. Ella sabía que era imposible que pudiera detenerlo.
En cambio, Gwen pujó, obligándose a respirar como las enfermeras le habían enseñado, tratando de ayudarlo a salir. Sin embargo, no parecía estar funcionando, y gimió en agonía.
Gwen se sentó una vez más y miró a su alrededor buscando cualquier señal de que hubiera alguna persona.
—¡AUXILIO! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
No hubo ninguna respuesta. Gwen estaba en medio de los campos de verano, muy lejos de alma alguna, y su grito fue absorbido por los árboles y el viento.
Gwen siempre trató de ser fuerte, pero tenía que admitir que estaba aterrorizada. No tanto por sí misma, sino que por el bebé. ¿Qué pasaría si nadie los encontraba? Aunque pudiera parir por sí misma, ¿cómo sería capaz de irse de este lugar con el bebé? Tenía el mal presentimiento de que ella y el bebé morirían.
Gwen pensó en el Mundo de las Tinieblas, en ese momento fatídico con Argon cuando ella lo había liberado, la elección que había tenido que tomar. El sacrificio. La opción insoportable que había sido forzada a tomar, teniendo que elegir entre su esposo y su bebé. Lloró, recordando la decisión que había tomado. ¿Por qué la vida siempre exigía sacrificios?
Gwendolyn contuvo el aliento mientras el bebé de repente cambiaba de posición dentro de ella; era un dolor tan severo que la recorría desde la parte superior de su cabeza hasta los pies. Sentía como si fuera un árbol de roble partiéndose en dos desde el interior.
Gwendolyn arqueó su espalda y gimió mientras miraba al cielo, tratando de imaginarse en cualquier lugar, menos aquí. Ella trató de aferrarse a algo en su mente, algo que le diera una sensación de paz.
Pensó en Thor. Se veía junto con él, cuando se conocieron por primera vez, caminando a través de estos mismos campos, agarrados de la mano, con Krohn saltando a sus pies. Ella intentó darle vida a la imagen que veía en su mente, tratado de concentrarse en los detalles.
Pero no estaba funcionando. Abrió los ojos con un sobresalto, el dolor la hacía volver a la realidad. Se preguntaba cómo había terminado aquí, en este lugar, sola. Y entonces se acordó de Aberthol, hablándole de su madre moribunda, de haber corrido para ir a verla. ¿Su madre también estaba muriendo en ese momento?
De repente, Gwen gritó, sintiendo que estaba muriendo, y miró hacia abajo y vio que la cabeza del bebé estaba coronando. Ella se recostó y gritó mientras pujaba y pujaba, sudando, su rostro estaba de un tono rojo brillante.
Hubo un último pujido, y de repente, un llanto atravesó el aire.
Era el llanto de un bebé.
De repente, el cielo se ennegreció. Gwen miró hacia arriba y vio con miedo cómo el día perfecto de verano se convertía en noche sin previo aviso. Vio como los dos soles de repente fueron eclipsados por las dos lunas.
Un eclipse total de ambos soles. Gwen no lo podía creer: ella sabía que eso sólo sucedía una vez cada diez mil años.
Gwen observó con terror cómo se encontraba inmersa en la oscuridad. De repente, el cielo se llenó de relámpagos, los rayos se formaban sin cesar, y Gwen sintió que le arrojaban pequeñas bolitas de hielo. Ella no entendía lo que estaba sucediendo, hasta que finalmente se dio cuenta de que estaba granizando.
Ella sabía que todo esto era un enorme presagio, el hecho de que todo esto ocurriera en el momento preciso del nacimiento de su bebé. Ella miró hacia abajo a su bebé y supo de inmediato que era más poderoso de lo que ella podría entender. Que él era de otro reino.
Cuando él nació, llorando, Gwen instintivamente estiró la mano y lo sujetó, llevándolo hacia su pecho antes de que pudiera escurrírsele hacía el pasto y el lodo, protegiéndolo de la lluvia, mientras lo envolvía en sus brazos.
Él gemía, y al hacerlo, la tierra comenzó a temblar. Ella lo sintió de inmediato, y a lo lejos, vio rocas rodando por las laderas. Podía sentir el poder de este niño fluyendo a través de ella, afectando a todo el universo.
Mientras Gwen lo sujetaba con fuerza, se sentía más débil a cada momento; ella sentía que perdía mucha sangre. Se sintió mareada, demasiado débil para moverse, apenas lo suficientemente fuerte como para sostener a su bebé, que no paraba de llorar en su pecho. Apenas podía sentir sus propias piernas.
Gwen tuvo un mal presentimiento de que moriría allí, en estos campos, con este bebé. Ya no se preocupaba por ella misma, pero no podía aceptar la idea de que su bebé muriera.
―¡NO! ―gritó Gwen, convocando hasta la última pizca de fuerza que tenía, para protestarle a los cielos.
Mientras Gwen dejaba caer su cabeza hacia atrás, tirada en el suelo, un grito llegó en respuesta. No era un grito humano. Era el de una criatura antigua.
Gwen comenzó a perder la conciencia. Ella miró hacia arriba, y mientras se le cerraban los ojos vio aparecer algo desde los cielos. Era una bestia enorme, bajando hacia ella, y se dio cuenta que era una criatura que ella amaba.
Ralibar.
Lo último que vio Gwen, antes de que sus ojos se cerraran para siempre, fue a Ralibar, bajando del cielo, con sus enormes y brillantes ojos verdes y sus antiguas escamas rojas, con sus garras extendidas y acercándose hacia ella.
CAPÍTULO DOS
Luanda estaba paralizada en estado de shock, mirando el c*****r de Koovia, todavía sosteniendo la daga ensangrentada en su mano, sin poder creer lo que había hecho.
Todo el salón de banquetes quedó en silencio y la miraron, sorprendidos, nadie se movió ni un centímetro. Todos miraban el c*****r de Koovia a sus pies, el intocable Koovia, el gran guerrero del Reino McCloud, quien le seguía en destreza al rey McCloud y la tensión era tan palpable en la sala que podía cortarse con un cuchillo.
Luanda era la más sorprendida de todos. Sintió su mano caliente, con la daga aún en ella, sintió que la recorría una ola de calor, entusiasmada y aterrorizada por haber matado a un hombre. Ella estaba, más que nada, orgullosa de haberlo hecho, orgullosa de haber detenido a este monstruo antes de que él pudiera poner sus manos sobre su esposo o sobre ella misma. Había obtenido lo que merecía. Todos los McCloud eran salvajes.
Hubo un grito repentino y Luanda volteó a ver al guerrero líder de Koovia, a pocos metros de distancia, entrando repentinamente en acción, en sus ojos se veía una sed de venganza y comenzó a correr hacia ella. Él levantó su espada bien en alto y la dirigió hacia su pecho.
Luanda estaba aún demasiado entumecida para reaccionar, y este guerrero se movía con rapidez. Ella se preparó, sabiendo que en un momento, sentiría el frío acero perforando su corazón. Pero a Luanda no le importaba. Lo que pasara con ella ya no importaba ahora que ya había matado a ese hombre.
Luanda cerró sus ojos cuando vio que el acero bajaba hacia ella, estaba lista para la muerte y en cambio, se sorprendió al escuchar un repentino sonido metálico.
Ella abrió los ojos y vio a Bronson colocándose en el medio, levantando su espada y bloqueando el golpe del guerrero. Eso la sorprendió; ella no pensó que él fuera capaz de hacer eso, o que, con su mano sana, pudiera detener un golpe tan poderoso. Sobre todo, estaba muy emocionada al darse cuenta de que él se preocupaba tanto por ella como para arriesgar su propia vida.
Bronson blandió hábilmente su espada e incluso con sólo una mano; tenía tanta habilidad y fuerza que se las arregló para apuñalar al guerrero en el corazón, matándolo en el acto.
Luanda no lo podía creer. Bronson, una vez más, le había salvado la vida. Se sentía profundamente en deuda con él y sintió una nueva oleada de amor por él. Tal vez él era más fuerte de lo que había imaginado.
Estallaron gritos en ambos lados del pasillo, mientras los McCloud y los MacGil corrían unos hacia los otros, ansiosos por ver quién podría matar al otro primero. Todos los pretextos de civilidad que se habían dado a lo largo del día de la boda y la festividad de la noche, habían desaparecido. Ahora era la guerra: guerrero contra guerrero, enardecidos por la bebida, alimentados por la rabia, por la indignidad que los McCloud habían intentado cometer al tratar de v****r a la novia.
Los hombres saltaban sobre la gruesa mesa de madera, ansiosos por matarse unos a otros, apuñalándose mutuamente, agarrándose por los rostros, luchando sobre la mesa, tirando la comida y el vino. La habitación era tan estrecha y estaba tan llena de gente, que quedaban hombro con hombro, con casi nada de espacio para moverse, los hombres gruñían, se apuñalaban, gritaban y lloraban mientras la escena era un total caos sangriento.
Luanda trataba recuperarse. La batalla era tan rápida e intensa, que los hombres llenos de esa sed de sangre estaban tan concentrados en matarse unos a otros, que nadie se tomó un momento para mirar alrededor y observar los bordes de la habitación. Luanda observó todo y lo asimiló con una perspectiva más amplia. Ella fue la única persona que observó a los McCloud yendo hacia las orillas de la habitación, viendo como bloqueaban lentamente las puertas, una a una y luego se escabullían hacia afuera al hacerlo.
A Luanda se le erizaron los cabellos de la nuca al darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Los McCloud estaban encerrando a todos en el salón y estaban huyendo por una razón. Ella los vio tomar las antorchas de la pared, y sus ojos se abrieron de par en par, llenos de pánico. Se dio cuenta con horror que los McCloud iban a quemar el salón con todo el mundo atrapado dentro, incluso a sus propios miembros del clan.
Ella debería haberlo sabido. Los McCloud eran despiadados, y harían cualquier cosa para ganar.
Luanda miró a su alrededor, viendo cómo se desarrollaba todo ante ella, y vio una puerta que aún no estaba bloqueada.
Luanda se dio vuelta, se separó de los demás y corrió hacia esa puerta, dando codazos y empujando a los hombres en su camino. Vio también a un McCloud, corriendo hacia esa puerta al otro lado de la habitación, y corrió más rápido, con los pulmones a todo dar, decidida a ganarle.
El hombre McCloud no vio venir a Luanda, él al llegar a la puerta agarró una gruesa viga de madera y se preparaba para bloquearla. Luanda lo atacó desde el costado, elevando su daga y apuñalándolo por la espalda.
El hombre McCloud clamó, arqueó la espalda y cayó al suelo.
Luanda agarró la viga, la arrancó, abrió la puerta y corrió hacia afuera. Ya fuera, mientras sus ojos se ajustaban a la oscuridad, Luanda miró de izquierda a derecha y vio a los McCloud, alineados afuera del salón, todos estaban llevando antorchas, preparándose para prenderlo fuego. Luanda estaba llena de pánico. No podía permitir que eso ocurriera.
Ella se dio vuelta, corrió hacia el salón, agarró a Bronson y lo alejó de la pelea.
―¡Los McCloud! ―gritó desesperadamente―. ¡Se preparan para quemar al salón! ¡Ayúdame! ¡Saca a todos! ¡AHORA!
Bronson, comprendiendo, abrió sus ojos de par en par lleno de miedo, y sin dudarlo, se volvió, corrió hacia los líderes MacGil, los sacó de la pelea y les gritó, gesticulando hacia la puerta abierta. Todos se volvieron y se dieron cuenta, luego gritaron órdenes a sus hombres.
Para satisfacción de Luanda, vio cómo los hombres MacGil de repente se separaron de la pelea, se volvieron y corrieron hacia la puerta abierta que ella había preservado.
Mientras ellos se estaban organizando, Luanda y Bronson no perdieron el tiempo. Corrieron hacia la puerta, y ella se horrorizó al ver que otro McCloud se apresuraba hacia allí, recogía la viga e intentaba bloquearla. Ella no creía que podía ganarle esta vez.
Esta vez, Bronson reaccionó; levantó su espada por lo alto, se inclinó hacia adelante y la lanzó.
La espada voló por el aire, hasta que finalmente quedó empalada en la espalda del hombre de los McCloud.
El guerrero gritó y se desplomó en el suelo, y Bronson corrió a la puerta y la abrió justo a tiempo.
Decenas de MacGil irrumpieron a través de la puerta abierta, y Luanda y Bronson se unieron a ellos. Lentamente, el salón quedó vació de todos los MacGil, los McCloud miraban asombrados cómo sus enemigos se estaban retirando.
Una vez que todos estuvieron afuera, Luanda dio un portazo, recogió la viga con varios otros y cerraron la puerta desde el exterior para que ningún McCloud pudiera seguirlos.
Los McCloud que estaban en el exterior comenzaron a darse cuenta, y empezaron a dejar sus antorchas y sacaron sus espadas para ir al ataque.
Pero Bronson y los otros no les dieron tiempo. Se dirigieron hacia los soldados McCloud alrededor de la estructura, apuñalándolos y matándolos mientras bajaban sus antorchas y buscaban a tientas con sus brazos. La mayoría de los McCloud estaban todavía dentro, y las pocas docenas que estaban afuera no podían enfrentarse a las acometidas de los enfurecidos MacGil, quienes, llenos de ira, mataron a todos rápidamente.
Luanda se quedó allí parada, Bronson estaba a su lado junto a los miembros del clan MacGil, todos ellos jadeando, emocionados por estar vivos. Todos miraron a Luanda con respeto, sabiendo que le debían sus vidas.
Mientras estaban allí, comenzaron a escuchar los golpes de los McCloud adentro, intentando salir. Los MacGil lentamente se dieron vuelta sin saber qué hacer, buscando el liderazgo de Bronson.
―Debes acabar con la rebelión ―dijo Luanda enérgicamente―. Debes tratarlos con la misma b********d con la que pretendían tratarte.
Bronson la miró, vacilante, y ella pudo ver la duda en sus ojos.
―El plan de ellos no funcionó ―dijo él―. Están atrapados allí dentro. Son prisioneros. Vamos a arrestarlos.
Luanda meneó la cabeza enérgicamente.
―¡NO! ―gritó ella―. Estos hombres buscan tu liderazgo. Esta es una parte brutal del mundo. No estamos en la Corte del Rey. Aquí reina la b********d. La b********d exige respeto. Esos hombres que están dentro, no pueden quedar vivos. ¡Se debe establecer un ejemplo!
Bronson enfureció, horrorizado.
―¿Qué estás diciendo? ―preguntó él―. ¿Que debemos quemarlos vivos? ¿Que los tratemos con la misma crueldad con que nos trataron?
Luanda apretó su mandíbula.
―Si no lo haces, recuerda mis palabras: seguramente un día te matarán a ti.
Los miembros del clan MacGil se reunieron alrededor, atestiguando su argumento, y Luanda se quedó allí, echando humo de frustración. Ella amaba a Bronson, después de todo, él le había salvado la vida. Y sin embargo ella odiaba lo débil e ingenuo que podía ser.
Luanda estaba harta de que los hombres gobernaran, de los hombres que tomaban malas decisiones. Ella ansiaba gobernar, sabía que sería mejor que cualquiera de ellos. Ella sabía que a veces se necesitaba una mujer para gobernar en un mundo de hombres.
Luanda, desterrada y marginada toda su vida, sentía que ya no podría sentarse en el banquillo. Después de todo, era gracias a ella que todos estos hombres estaban vivos ahora. Ella era hija de un rey y la primogénita, nada menos.
Bronson se quedó allí, mirando, vacilante y Luanda pudo ver que no tomaría ninguna medida.
Pero ella no podía soportarlo más. Luanda gritó de frustración, corrió hacia adelante, arrebató una antorcha de manos de un ayudante, y mientras todos los hombres la observaban en silencio, ella corrió por delante de ellos, sostuvo la antorcha en alto y la arrojó.
La antorcha iluminó la noche, volando en el aire y aterrizando en la cima del techo de paja de la sala de fiestas.
Luanda vio con satisfacción como las llamas comenzaron a esparcirse.
Los MacGil que estaban alrededor de ella soltaron un grito, y todos ellos siguieron su ejemplo. Cada uno recogió una antorcha y la lanzó, y pronto las llamas se elevaron y el calor se hizo más fuerte, quemando su rostro, iluminando la noche. Pronto, la sala estaba ardiendo en una gran conflagración.
Los gritos de los McCloud atrapados dentro se propagaron en la noche, y mientras Bronson se estremecía, Luanda estaba parada allí, fría, dura, despiadada, con las manos en las caderas y se sintió satisfecha.
Se volvió hacia Bronson, que estaba allí parado, con la boca abierta en estado de shock.
―Eso ―le dijo ella, desafiante―, eso es lo que significa gobernar.