Capítulo 1.
Desde niño viví en absoluta soledad, fui abandonado en un orfanato. Mis padres nunca quisieron saber de mí, según me entere hace tiempo por las hermanas dominicanas, cuando nací mis ojos eran rojos, cuya intensidad podía asociarse con el color de una piedra rubí. “los ojos del demonio” dijo mi padre, acusando a mi madre de ser practicante de la magia oscura. En un acto de amor, por mi padre, claro está. Decidió dejarme en la puerta de la casa de las hermanas, asemejando que ellas sabrían cómo lidiar “con el demonio dentro de mí”, por ser religiosas. A pesar de lo dicho por ellos, las hermanas me acogieron como a cualquier niño huérfano. Me dieron alimento, vestimenta y educación cristiana. Nunca fui adoptado por el rumor que acechaba a cada familia que iba en búsqueda de un niño, asustados de que fuera cierto aquel comentario, jamás se fijaron en mí. Eso realmente nunca me importó, aprendí a ser muy independiente, me gustaba hacer las cosas por mí mismo. Fui siempre el mejor de la clase, el más ordenado y extrovertido, gane todos los torneos de ajedrez, contando el estatal, donde por mi terrible reputación en el orfanato, me apodaron “El demonio del ajedrez”. Sin embargo gracias a este particular nombre, tuve una fama intacta la cual mantuve durante más de cinco años siendo invicto.
Después mis intereses cambiaron, estudiaba en la secundaria mientras tenía un empleo de medio turno. Estaba ahorrando para la universidad, planeaba cumplir la mayoría de edad y poder irme del orfanato. Pero fue entonces cuando la pesadilla comenzó, al cumplir los dieciséis años, sentí una extraña sensación similar a la de un infarto adueñarse de mi cuerpo. Una extraña energía recorría cada parte de mi ser, sentía como si un vaso se llenara dentro de mí. Ese día vi por primera vez mis ojos rojos, tal como lo contaban las monjas. ¿Acaso despertó el demonio? Me pregunte sin poder creer lo que veía.
Desde ese día mi vida cambio para siempre, deje de tener el control absoluto de mi mente y cuerpo. Seguía siendo yo, pero era controlado por algo más, oía una incesante voz dentro de mí. Las monjas lo asociaron con una enfermedad mental llamada esquizofrenia, por lo que fui llevado a un hospital psiquiátrico público. Donde la atención era pésima, sus doctores eran mediocres y solo cumplían con darnos medicamentos. Ayudaban a cesar un poco mis pensamientos, pero no los silenciaba del todo. Dure poco más de dos años allí dentro, para finalmente ser dado de alta. Alegando que mi enfermedad fue curada, a pesar que dicha enfermedad no puede serlo. Solo puede ser controlada, pero la libertad lo significaba todo. Volví a donde las monjas a buscar mis pocas pertenecías y el dinero que tenía ahorrado y guardaba en el techo de mi habitación. El momento de partir había llegado, debía dejar mi hogar temporal. Buscar mi futuro y alejarme de los malos recuerdos. Estaba esperando el taxi, cuando sor Esmeralda. Mi favorita de las religiosas, me buscó para despedirse nuevamente suponía, pues ya lo había hecho antes.
—¿Qué sucede sor, Esmeralda?—pregunté intrigado.
—Llévate esto, Arturito—pidió entregándome una cruz de plata pura. No comprendía mucho el valor de dicho objeto.
—Pero siempre ha sido tuya, no creo merecerla—respondí.
—Arturito, vas a enfrentar cosas terribles. Solo este medallón puede ayudarte a controlarlo…—dijo en voz baja.
—¿A controlar qué, Sor?—pregunté confundido.
—Al demonio que tienes dentro de ti, Arturito.—respondió, sentí erizarse cada vello de mi cuerpo.—, Yo lo he visto, cuando eras muy niño y te molestabas, tus ojos tomaban ese color rojo sangre. Solo el medallón te hacia calmar y que tus ojos volvieran a su color natural, ese verde tan único como mi nombre, Esmeralda.–dijo con ternura apretando mis manos.
—¿Por qué nunca me lo dijiste?—pregunté atónito.—, ¿Hay forma de liberarme del demonio?
—Me temo que no, cuando llegaste a nuestras manos y vimos tus ojos. Te llevamos a la congregación máxima de la madre superiora. Ella estudió por años demonología, lo sabe todo. Y aun así nunca había visto algo similar a ti, te hicimos muchos exorcismos, pero por alguna extraña razón, nunca fue expulsado.—contó, mientras mi corazón se desgarraba. Durante todo este tiempo, fui lo que todos decían de mí.—, Hace un par de años, logramos descifrar que clase de demonio tienes, no es uno cualquiera. Tampoco es un demonio como tal, hijo. Es el alma de un retornado y condenado.—explicó.
—¿Un retornado y condenado?—pregunté con admiración y mucha curiosidad.
—Sí, tienes el alma del primer vampiro de todos los tiempos. Incluso antes de Drácula.— contó, me dio un poco de risa pero la obvie para no faltarle el respeto.—, Sí, sé lo que piensas. Que los vampiros son leyendas occidentales que no son reales, pero te sorprendería saber lo que existió y aún existe.
—¿Y cómo es posible que tenga su alma?—pregunté obviando su regaño.—, ¿Por qué estoy maldito?
—Hay muchas cosas que no logramos descifrar, me temo que es tu misión.—respondió—, Hay una leyenda de una profecía de un pueblo del sur del país, Constanza creo que se llama. Deberías comenzar por allá tú investigación. —contestó.
—Gracias, sor. Sin ti nunca hubiese sido quien soy.—agradecí despidiéndola en un abrazo—, Prometo llamarte, siempre vivirás en mi mente.
—Eres un niño muy bueno, Arturito. —dijo tomando mi rostro en sus manos y mirándome con determinación.—, Solo no dejes que ella te encuentre, ni la busques, es una trampa.
—¿Quién es ella? ¿A qué te refieres?—pregunte con desconcierto, pero era tarde, mi taxi había llegado.
—Ah, una cosa más.—dijo y me pidió que me acercará—, Sí vuelves a tener un incidente como los de cuando eras niño, llámame. Te diré que hacer con los cuerpos inertes y donde ocultarlos. Cuídate mi niño, te quiero mucho.—terminó dándome un beso en mi mejilla, alzo su falda y entró al convento.
Confundido y muy aturdido por todo lo revelado en cuestión de minutos por aquella anciana religiosa, me dejo en una especie de shock. ¿A qué se refería con incidentes? ¿Acaso yo había sido capaz de…matar a alguien? No podía siquiera imaginarlo, había muchas cosas que no comprendía. ¿A qué mujer se refería? Dijo que no dejara que me encontrará ni yo la buscará. Pero, ¿A quién? No recordaba nunca haber mencionado a nadie, ¿Acaso se refería a mi madre? ¿No debía dejar que me encontrará o yo buscarla? Mi mente estaba muy perdida, no entendía nada.
—Señor, me temó que sí no me responde. No podré llevarlo.—dijo el taxista, sacándome de mis problemas existenciales.
—¿Disculpe, que me decía?—pregunté desconcertado.
—¿Qué a donde lo llevo?—preguntó.
—Ah sí, lléveme al terminal terrestre, por favor—pedí.
—¿A dónde viaja, amigo?—preguntó el taxista con ánimo de conversar.
—Al sur, me voy a Constanza.—respondí, moviendo mi cabeza con desdén.