Capítulo 5: Un día de descanso

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— “s*x on the beach”, “Mojito”, “Destornillador”, “Daikiri”, “Tequila” — enumeró los distintos tragos que recordaba haber tomado la noche anterior, lo que no recordaba eran las cantidades de cada uno. Suspiró agobiada. Se sentía fatal y abrazó su almohada hasta que liberó el estrés y largó una risita divertida. No recordaba nada, y la verdad era que tampoco le importaba. Ya estaban pasando los últimos rayos de sol sobre su ventana cuando terminó de disfrutar esa escena con un café entre las manos. Ya estaba lista para salir a dar un trote por el parque para renovar un poco el aire. Había estado descansando todo el día con un humor bastante cambiante. Hacía mucho que no se tomaba un tiempo para ella. Para justamente no hacer nada que estuviera relacionado a su trabajo, a sus estudios, a sus deberes de limpieza o al pago de sus impuestos, sin hablar de las compras de víveres y artículos de higiene personal y de limpieza. Cuando se ponía a pensar en todo eso, sabía que su vida se iba en un suspiro y su alma no alcanzaba a reparar en todo aquello que anhelaba y perdía en esencia con el día a día. Días caóticos que caían en una rutina espantosa. Se rio por un instante. Así era su vida y la de todas las personas. No había nada de malo aunque por momentos sí lo era. A veces se tornaba angustiante. Por eso hacer una pausa era importante. Mantenía tu cordura en línea. Pero era una línea tan delgada que no había que dejarla tensar en extremo. Los extremos jamás eran buenos. Respiró nostálgica. Su vida siempre fue un torbellino de emociones que aprendió a manejar con la cabeza. Llegó a su límite al exigirle a su cuerpo demasiado durante un tiempo prolongado. ¿El resultado? Había sido regañada en el trabajo por un error cometido por un compañero que terminó desligando su responsabilidad en ella, con la excusa de no detectarlo a tiempo. Y en parte era cierto. Pero era una jugada sucia. Y todos lo sabían pero aun así había quedada pegada al inconveniente. Y para colmo de males, había desaprobado su último final por segunda vez. El cansancio de su mente y de su cuerpo al trabajar exigiéndose el máximo esfuerzo para alcanzar todos los objetivos que se había propuesto hizo que al llegar a la meta sin éxito terminara por desmoronarla. Eva la había salvado. Ella logró reiniciarla, con sus locas ocurrencias había recuperado el aliento y había sacado la cabeza del agua donde se encontraba atrapada para dar una gran bocanada de aire fresco. Sus ojos volvieron a brillar con entusiasmo. Tomó distancia de los problemas por un día que se lo dedicó pura y exclusivamente a sí misma. Miró el reloj, se puso las zapatillas y decidió salir a dar una vuelta por el parque para sentir el aire frío entrando en sus pulmones. Estaba deseosa de fingir que fumaba al dejar escapar el aire de su boca y por causa del frío se generara una corriente de humo por el choque de temperaturas entre su aliento y el aire del ambiente. La noche estaba fantástica, y cuando empezaron a escasear las personas en el parque, decidió que lo más sensato era volver a casa. Ya era hora de una buena ducha. Estaba ansiosa por la cena. Estaba segura que el buffet habría preparado lasaña. Ella cocinaba siempre, la llamaba “Cocina de supervivencia” porque hacía de todo, inventaba platos nuevos sobre la marcha con los víveres que tuviera disponibles para hacer las comidas. A veces tenían aspectos terribles, pero al paladar resultaban exquisitos. Nunca superarían las delicias de su madre, pero en verdad había heredado parte de sus dotes culinarias y por eso estaba eternamente agradecida. Sin embargo, pese a esto, cuando el bufet de la vuelta de su casa tenía lasaña en su menú, esa cena quedaba automáticamente asignada. Amaba ese plato junto con su famosísimo postre de “Isla flotante”. Un postre hecho de glaseado de huevo con azúcar impalpable de un aspecto tan delicioso como la explosión de sabores que generaba en el paladar de quien lo probara. Amaba ése menú. Lo amaba profundamente. Ella y su vecina del piso superior compartían esa misma pasión. Un mensaje de texto y ambas ya tenían planificado ir en busca de su cena juntas. De paso se pondrían al día con las novedades de la semana. Ella era mayor que Zahra. Mientras nuestra protagonista tenía veinticinco años, Lizy, su preciada vecina rozaba los cincuenta casi sin aparentarlos. Sólo podías percatarte de ello cuando hablaba. Allí era cuando sus expresiones de mujer mayor exponían su verdadera edad. Pasaba de simular ser una mujer de treinta y cinco a ser la de cincuenta que realmente era. Terminó de coordinar con su vecina a través de un mensaje que ya había llegado a la entrada de su edificio. Al levantar la vista vio a un muchacho cerca de la puerta, no le prestó atención y luego vio que entró detrás de ella. Al principio no le dio importancia, hasta que entró al mismo ascensor que ella y se colocó a la par suya al fondo. No presionó ningún botón. Solo titilaba el del quinto piso que fue el que ella misma presionó apenas ingresó. Zahra lo miró de reojo. No entendía por qué se había subido al mismo ascensor cuando había otro justo al lado preparado para llevar a otra persona a su destino. Se sintió bastante incómoda con la situación pero lo disimuló mirando la hora en su celular. Pensó en salirse del ascensor y tomar el otro, pero se percató de que las puertas se cerraban. Era tarde… Omitió ese pensamiento y volvió a relojear a su acompañante. Esta vez se encontró con otro par de ojos igual de curiosos. Avergonzada por el contacto visual hizo una pregunta al aire para que pasara la incomodidad del momento. — Sos nuevo en el edificio. — Zahra liberó la tensión con esas cinco palabras. — Sí, podría decirse. — contestó con agrado, mientras ampliaba su sonrisa al ver que le había dirigido la palabra. — No era una pregunta— aclaró a secas—. Nunca te había visto por aquí. — terminó por objetar. — … — el muchacho se mostraba fascinado. — ¿Qué…?— estaba a punto de preguntarle por qué la miraba de ese modo. Hasta que él la interrumpió casi en el acto. — Tus ojos… es increíble. — dijo acercándose demasiado a su rostro. Él era alto, al menos un metro noventa y se había inclinado lo suficiente para que ambos tuvieran prácticamente la cara pegada.   
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