Cuarenta años después.
Las tierras de la nación de Glories estaban bajo la soberanía de una reina tan tirana y malvada que, nadie se atrevía a desafiarla. Era temida tanto por los nobles como la realeza de otras monarquías y hasta por las otras brujas. Decir que ella era tan fría como el hielo era un error, ya que se estarían refiriendo a dos asuntos por aparte, y aquella monarca era el hielo mismo, porque nació con la magia de ese propio elemento. Su corazón no latía, sino que, era un témpano gélido, por lo que no sentía nada, ninguna emoción. El día que llegó a este mundo, una incalmable tempestad fría cayó sobre su país, parecido a cuando llegó a Glories por primera vez; una afable nevada descendió de los cielos, rociando los campos y la ciudad principal. Pero su fama radicaba por haber ejecutado a su enemigos y desterrado a los gobernantes natales del país, los Grandeur y de forma principal al rey Magnánimus Grandeur. Sin ninguna pizca de piedad, lo persiguió, haciendo que huyera por el mar junto a los hombres que le eran fieles. La reina Hileane Hail, ese era su glorioso nombre, que con solo decirlo hacia estremecer hasta los más valientes e intrépidos. Al desterrar a uno de esos linajes, creo su propio apellido y ascendió su ilustre estirpe a un nuevo nivela, convirtiéndose así, en la única de la historia que, por sí sola, ha logrado conquistar uno de los tres grandes reinos de Grandlia. Pero, así como había quienes estaban en lo más alto, había otros que estaban en lo más bajo de los estratos de la sociedad, y que nunca, uno de ellos podría desposar a alguien de la realeza o pretender a las que no fueran del mismo color de su símbolo, los plebeyos de marca negra.
Hercus se acercó con cuidado a los verdosos arbustos. Se quedó quieto, mezclándose con el entorno. A su lado se arrimó arrastras uno de sus mejores amigos, Heos, su perro pardo de hocico n***o, quien era su leal compañero que, adiestrado en el trabajo del pastoreo de rebaños, ganados y la caza, se mantenía en silencio. Le acarició el suave pelaje del cuello por un instante y se volvió a concentrar en su tarea. Su mirada azul enfocó en la bestia que comía hierba del suelo. Con sigilo acomodó la flecha de punta de hierro que, en la parte posterior, era rematada con plumas de cisne. Extendió su brazo derecho, apuntándole. Aquel ser alimentaba, mientras movía las orejas para oír a sus depredadores, y meneaba la boca, masticando el pasto, ignorante del peligro que lo asechaba. Dobló su diestra, sosteniendo el fino culatín sobre la templada cuerda que se estiró al jalarla hacia atrás. Inhalaba y exhalaba de manera era lenta y calmada, pese a estar caminando desde hace varios días en busca de su presa. Vestía un pantalón marrón, botas de cuero y una camisa blanca, remangada por los codos. Llevaba un cinto en donde a los costados tenía fundas con cuchillos con mangos de hueso. En su espalda portaba el carcaj con algunas reservas de sus dardos y una mochila con pan, queso y bocadillos que le habían preparado para la cacería. Por último, cargaba un odre para el agua.
Los músculos en sus brazos se marcaron de manera notaria al hacer fuerza. Varios días ya tenía merodeando la selva y sumergiéndose más adentro. Cada vez la manada de los ciervos se ocultaba más al fondo. Inteligentes, así era más difícil encontrarlos. Con la habilidad de un rastreador se había adelantado a sus contrincantes en la expedición. Pero debía darse prisa, porque ellos pronto estarían allí. En su estado inmóvil, una mariposa se posó en la cabeza afilada de su saeta destinada a dañar. Tensó la mandíbula y apretó los dientes. Desde la distancia observó los ojos del ciervo. En su cabeza empezó a escuchar el llanto de su hermano menor cuando era un bebé, el sollozo desgarrador de su madre, los quejidos de su padre y los lamentos de la mujer que lo había criado. Su respiración se tornó pesada y difícil, pero insonora, para no alertar a su objetivo. Su frente le sudaba y gotas aparecieron por sus poros. Pero por suerte sus pobladas cejas castañas lo protegían, así como sus largas pestañas. Sus extremidades comenzaron a estremecerse. La idea de matar a un ser vivo siempre lo mortificaba, desde que tuvo consciencia le había sido imposible asesinar a cualquier animal, salvo a los peces. Era un hipócrita, pero necesitaba comer, si no, él sería quien perecería. Se percató de la llegada de los otros cazadores, que también se disponían terminar con el soplido virtuoso del más maravilloso don de criaturas. Alzó sus manos, haciendo que la mariposa se fuera y disparó su dardo, que voló, silbando en el aire y se clavó en un árbol, provocando que el animal se percatara de sus enemigos y saltara, evitando las demás flechas. Se alejó, rápido, dando brincos a través del inmenso bosque de Glories, que colindaba al sur con Galadar y Vítores.
—¡Hercus!
Zack, su más grande rival, gritó su nombre enojado que, junto a su fiel mano derecha, Lysandra, sus hermanos menores Zeck y Zick y los demás jóvenes del pueblo de Honor, emergieron de sus escondites para perseguir a los herbívoros, que se espantaron en manada. Aquel que llevara un ciervo para comer se ganaría la gloria y los aplausos de Honor, que quedaba a las afuera de la ciudad real. Y ellos habían ganado en la mayoría de las veces. Por lo que se jactaban de ser de más utilidad que Hercus y su tonto hermano, Herick.
Hercus echó a correr con apuro, siendo adelantado por Heos que, luego de que le diera la orden que guiara al ciervo al sitio planeado, empezó a ladrar. El joven cazador esquivaba las raíces, rocas y troncos caídos. Preparó otra flecha en su arco, lo sostuvo con firmeza por la empuñadora. Alcanzó al grupo y se puso a la par con Zack y Lysandra que eran los más veloces, pero desde el lado derecho y más alejado desde un costado. En su pupila oscura se reflejaron los movimientos de Zack y cuando se dispuso a matar al ciervo, afianzó su arma y el tiempo se hizo más lento por unos segundos desde su perspectiva. Sus ojos azules se iluminaron por un corto instante, imperceptible para los demás como para darse cuenta. Soltó la saeta que salió disparada gran velocidad y se estrelló con la Zack, salvando al animal de una herida mortal. Cruzó miradas poco amigables con su rival en la carrera y siguieron persiguiéndolo a los herbívoros.
En la inhóspita selva de Glories resonaban las pesuñas de los ciervos de forma intermitente al ir dando saltos largos, mientras que los pasos de ellos se escuchaban con mayor continuidad, como una manada de caballos salvajes que corrían con rabia por los dominios del bosque. Ya los habían espantado y sería más difícil cazarlos por el resto del día.
Hercus suspiró en su andar. Ellos no habían alterado su plan, pues con ayuda de Heos se encaminaban al sitio destino. Había tendido una trampa al herbívoro. No lo había podido asesinar de forma directa, pero había contribuido a su muerte. En paz descanses, noble ciervo, pensó. Jamás había sido capaz de asesinar a uno y era por eso que el grupo de Zack le llevaba. Pero, por supuesto, ya tenía la ayuda que necesitaba para rivalizar con ellos.
Herick, el hermano menor de Hercus, estaba escondido en la ruta que había tomado la manada. Por órdenes de Hercus se había adelantado, para esperarlo, siendo pastoreado por Heos. Alistó su arco y flecha, mirando hacia el camino, esperando. Cuando divisó al ciervo corriendo a toda prisa. Le apuntó como un diestro arquero y adelantó su mira y dejó escapar la saeta entre sus dedos. El dardo tomó desprevenido al venado que, en sus enormes ojos, pareció haberse sorprendido por un segundo. La saeta le atravesó el cuello. Pudo dar unos saltos más, pero luego cayó hacia un lado, mientras respiraba de forma ajetreada, tumbado sobre el suelo.
—¡Le di! —exclamó Herick a viva voz, haciendo alarde su acierto. Se acercó hacia donde posaba alterada la criatura.
Heos se aproximó a olerlo, en tanto movía la cola y ladraba. Herick lo acarició y le hablaba de su hazaña, como si pudiera entenderlo.
Hercus mantuvo su rostro sereno y se adelantó al equipo de Zack. Vio al ciervo caído, sufriendo en el pasto, asustado. Su corazón se encogió y su pecho se sintió vacío. Lo siento, se dijo así mismo. Sus ojos azules se cristalizaron, al poder sentir el dolor y el miedo del animal. Estaba tranquilo comiendo en su hogar y unos extraños lo habían venido a matar. ¿Quién no estaría de aterrado y lleno de pavor? Contuvo sus lágrimas por el ciervo. Solo faltaba acabar con su tormentosa angustia, para que descansara en paz de su aflicción. Zack, Lysandra y los demás llegaron y los rodearon.
—¡Hercus! ¡Eres un maldito! —dijo Zack y empujó con hostilidad a Hercus, haciendo que retrocediera—. Era nuestro. Ladrón.
Hercus volvió su vista hacia Zack. No se inmutó ante los insultos. Su semblante se mantenía sereno, pero sin pizca de temor. Mantuvo su cabeza arriba.
—No he robado nada. Yo lo vi primero —dijo Hercus con voz ronca y expresión firme—. Es nuestro.
—Yo lo maté. Es mío y de mi hermano —dijo Herick, colocándose a la par de Hercus.
—No me hables, niño. Respeta a tus mayores —dijo Zack con desprecio. Los hermanos huérfanos eran a los que más aborrecía en todos los reinos. Se creían los mejores. Pero más el sobrado y engreído de Hercus al que aborrecía con toda su alma—. ¿Están oyendo? —Zack miró hermanos y sus amigos, incitándolos en la discusión—. Si yo digo que es mío, es mío. ¿O quieres pelear, maldito Hercus?
—No. Pero tampoco permitiré que lo hurtes —respondió Hercus sin pizca de temor en su semblante. Zack siempre estaba buscándole pelea por cualquier cosa, porque sí y porque no.
Hercus endureció la mandíbula, mientras Zack lo encaraba con rostro airado y rojizo, casi estaba por estallar de la furia. Mantuvo su palmar abierto, preparado para la pelea. Un desacuerdo entre hombres solo podía resolverse de dos maneras, aceptabas tu error o en el juicio por combate, en el que el vencedor era el poseedor de la verdad ante los ojos de los etéreos espíritus. Heos mostró sus finos dientes y colmillos, suscitando un leve gruñido, y se puso en posición de guardia delante de su venerado amo.