Hercus solo pudo sentirse emocionado por esa declaración de Heris. Al menos, ya le agradaba un poco.
—Ya me ha mostrado lo que lee. ¿Qué le gusta escribir?
Hercus había devorado con los ojos por completo los libros de Heris. Hasta se sentía como un erudito de tanto conocimiento.
—Escribo proezas de los valientes —contestó Heris de forma calmada. Buscó un pergamino que había estado guardando y se lo entregó a Hercus—. Ábrelo.
“Hercus se acercó con cuidado a los verdosos arbustos. Se quedó quieto, mezclándose con el entorno. Vestía un pantalón de tono mostaza, botas de cuero y una camisa blanca, remangada por los codos…”.
Hercus se sorprendió ante la narrativa. Eso era lo que había pasado con detalle aquel día. Desde la persecución al ciervo, como su pelea contra Zack y su grupo, su batalla con los leones, su persecución al águila, su escape del río de los cocodrilos, su huida de los monos y su encuentro con la serpiente, hasta llegar a su choza.
—¿Cómo? —preguntó Hercus, sorprendido.
—Los búhos y las lechuzas me lo dijeron —comentó Heris con tranquilidad.
Hercus estaba arando la tierra con la asada, para dar descanso a Galand. Oyó el imperioso sonido de las pezuñas de una multitud de caballos y pasos de hombres
—Es increíble…
—Hercus —dijo Heris con tono alto—. De seguro te has preguntado quién soy y qué hago aquí. Ya que te he conocido y te tengo confianza, te lo diré. Vengo de las tierras montañosas del este y la costa. Mi padre era de la tribu de Alacris, que son domadores de aves y practican la cetrería con rapaces. Mientras que mi madre es de la tribu Serenalis, que se especializa en la medicina herbolaria. Somos plenos conocedores de las propiedades curativas de las plantas. Además que, estuve una temporada en Videntia, la comunidad de los sabios y adivinos. Vine desde lejos y me quedé a vivir aquí. Pedí protección y resguardo a la reina Hileane. Es por eso que estos búhos y lechuzas están conmigo, porque todas las bestias saben que le sirven a nuestra monarca. —Le enseñó su símbolo que, también brillaba de color n***o. Nombre: Heris. Profesión: Herbolaria y cetrería—. Ella escuchó mis plegarias y me ha mantenido protegida. Su majestad es una bruja y se le oras, ella te oye, no te importa que tan lejos te encuentres. Por eso, ten cuidado si dices su nombre o si clamas a su alteza real.
Hercus se mantuvo atento ante el discurso de Heris. Por algún motivo, sintió la presencia de su reina más cerca. Eso lo asustó.
—Agradezco que me lo cuentes. Quisiera ayudarte a que sigas escribiendo proezas. Son entretenidas de leer —comentó Hercus.
—¿En serio? ¿Cómo podría ser? —preguntó Heris, interesada en la idea del muchacho.
Hercus se acordó de Zack y de sus seguidores. Aunque eran molestos, cualquier cosa se hacía más interesante si estaban ellos, porque estaba en disputa quién era el mejor.
—Una competencia. No hay nada más satisfactorio que luchar por algo. ¿Quién tiene mejor puntería? ¿Quién es más fuerte? ¿Quién es el más rápido a pie o en caballo? ¿Quién arroja más lejos esto o aquello? ¿Quién es capaz de hacer esto? Pero, por supuesto, no hay más gloria que medirse en duelo para responder, ¿quién es mejor el mejor guerrero? —dijo Hercus en su momento de inspiración—. ¿Lo apuntaste? No creo que me vuelva a salir igual.
—Te refieres a los juegos, ¿no? —preguntó Heris de forma retorica.
—Sí. Eso es lo que quería dar a entender.
—Comprendo tu punto. Es razonable y verídico. Pero yo no podría organizar una competencia —dijo Hercus con tristeza. Era algo que no podría hacer nunca—
—Nosotros sí —dijo Hercus con gracia. Sirvió del vino en los vasos—. ¿Quién bebe más?
Hercus había bebido mucho alcohol en la última fecha. Estaba un poco mareado. Sonrió con ligereza al mirar a Heris. Cada día que pasaba se le hacía más hermosa y su corazón se mantenía perplejo, por no sentirse correspondido.
—He disfrutado este tiempo contigo, Hercus. Antes, mi única compañera fue la soledad. Agradezco tu disposición y por ser mi discípulo —dijo Heris, en su ligera ebriedad.
—Tengo un deseo que nunca le he contado a nadie y que guardo para mí. Pero que tal vez jamás se haga realidad —comentó Hercus, sentido, alterado y motivado por el licor en su organismo—. Hay un lugar al que quisiera llegar, solo para admirar a la persona que jamás podré tocar. Es más, ni siquiera teniéndola en frente podría ser capaz de verla a los ojos.
—¿Qué es? —preguntó Heris. Su razón pareció haberse vuelto clara de repente.
—Quisiera ser un Gurdián real de su majestad, de la reina Hileane, y defenderla como súbdito. Aunque su alteza real es la bruja de escarcha temida por todos y no necesite protección. Yo quiero ser su escudo humano y acompañarla en lo que fuera necesario. En caso de una guerra o atentado contra ella, yo seré el primero en colocarme delante de ella y custodiarla para que nade la pase y para que nadie le haga daño. Mi padre una vez me dijo: agradécele a la reina Hileane por haberte salvado, hijo mío. Y también mi madre me susurró: Pase lo que pase debes proteger a la reina Hileane. Aun cuando todos se alcen en su contra. Tú debes estar con ella y ser su perfecto Guardian —dijo Hercus con pesar y melancolía. Sus ojos se cristalizaron y derramaron lágrimas en silencio, por haber traído a flote esos dolorosos recuerdos—. Entrené día y noche, no solo para ser un guerreo que sea capaz de pelear y resguardarme a mí mismo, sino para servirle con lealtad a su majestad. —Se detuvo un instante y soltó el recipiente del que tomaba—. Pero han pasado veinte años y nunca he visto a la reina. Ni siquiera he podido pasar de las murallas de hielo. Es posible que jamás pueda mirarla, ni desde lejos. Solo escucho sus historias por medio de los bardos y poetas… Quizás, en lo más próximo que esté de su alteza y es lo real.
Hercus liberó su más profundo secreto de sus entrañas y pareció haberse liberado de una carga pesada. Era la primera persona que le contaba su más íntimo anhelo, que guardaba en lo más hondo de su corazón y de su ser.
Heris no movió ni un solo nervio de su cara. Estaba serena, como analizando la declaración de Hercus. ¿Por qué sus padres le habían dicho esas palabras? Había una parte de la historia que no conocía, por lo que no comprendía en su totalidad lo que había confesado Hercus. Al menos podía ayudarlo un poco. Dejó su vaso en la mesa y se puso de pie de su silla. Sostuvo a Hercus por la muñeca y lo jaló.
Hercus se paró de su puesto. El agarre era con gélido, leve. Estaba al frente de Heris, tan cerca, como en aquella oportunidad cuando la había hecho caer y se había puesto encima de ella. Los ojos turqueses lo observaban con fijeza. Los mechones del cabello marraron y su piel morena, así como las facciones del rostro. Tal recuerdo lo hicieron poner nervioso. Añadiendo la cercanía en que se encontraban. Hasta las diminutas líneas en la cara fueron más notorias. No creyó que este escenario estuviera pasando, y menos que, fuera propiciado por Heris. Le mostró el símbolo n***o.
—Yo soy como tú. Y… Aunque no sea la reina… —dijo Heris con cortesía y sugerencia—. Mírame a los ojos, Hercus. Puedes observar los míos. —Le alzó la mano diestra al muchacho y se la puso en su propia mejilla—. Solo en esta ocasión, también puedes tocarme.
Hercus temblaba por esas palabras conmovedoras de Heris. Por un momento, llegó a imaginar muchas cosas, como una tormenta de ideas. Pero entendía a lo que se refería. Lo estaba consolando por lo que había dicho hace poco. Había sido un lindo gesto parte de Heris. Aunque, no debería hacerlo, porque solo se iba a enamorar de ella. Así que, en su áspero y tosco palmar, marcado por todas las herramientas y trabajo pesado que había tenido que hacer, sintió la blanda y suave mejilla de Heris. Mientras los dos se veían con fulgor e intensidad. Su cara se fue acercando a la de ella. Ladeó su cabeza de manera inconsciente. Los finos labios de Heris, se volvieron demasiado atractivo e irresistibles para él. Ni cuando estuvo a punto de morir experimentó tanto miedo y angustia como ahora. Sus brazos y su torso fueron recorridos por un escalofrío. Pero, a la vez, estaba ardiendo. En ese preciso, instante, cuando estaba por tocar la boca de Heris, los vasos rodaron por la mesa y cayeron de forma sonora en el piso de tablones. Como si hubiera sido hechizado y bajo los efectos del licor, reaccionó de su encanto. Se alejó de Heris con sutileza y calma para recoger lo que se había caído.
—No vengas mañana, ni en los días siguientes —dijo Heris con total calma—. Te avisaré con la lechuza cuando pueda estar libre de nuevo.
—Entiendo —dijo Hercus, conteniendo sus emociones. Había intentado hacer algo malo y su maestra se había enfadado con él, al punto de no querer verlo. Respiró hondo y se alistó con sus cosas, que siempre se quitaba para estar allí—. Entonces, me iré.
La lechuza, el búho, el perro, el caballo y los gatos contemplaron en silencio la escena que se había desarrollado entre sus amos, estupefactos, como si entendieran la situación.