Hercus volvió al pueblo. Encerró al ganado en el corral y devolvió a Galand a su establo, luego de haberlo cepillado y limpiado las herraduras de nuevo con la ayuda de una lámpara de aceite. Era de noche y la poca claridad que daba era la luz de la luna. Algunas veces no nada ni un poco, por lo que todo se mantenía en oscuridad plena, salvo por las antorchas en las calles de Honro. Al conocer de toda su vida el camino, no necesitó iluminación. Su padre estaba sentado, bebiendo cerveza.
—He pastoreado el ganado y alimentado a Galand —dijo Hercus con serenidad. Heos accedió a la casa con él
El señor Ron dirigió su vista a la silla de montar que, estaba en el mismo puesto, sin haber sido utilizada. No le dijo más nada, pues sabía que Hercus era destacado en el trabajo.
Hercus se dirigió a su cuarto en el segundo piso. Abrió la ventana para que Sier se posara en el soporte. Vio a su hermano, que estaba tumbado con comodidad.
—Herick. ¿Puedes ocuparte del trabajo mañana hasta de medio día? Luego yo me ocuparé y tendrás la tarde libre. Volveré al bosque —dijo Hercus con tono susurrante.
—Sí… Está bien —dijo Herick, adormecido y se dio vuelta en su lecho.
Hercus se acercó a Sier y lo acarició por la cabeza.
—Mañana iré a ver a tu ama.
Hercus se acostó en su cama y se quedó dormido, descansando en su hogar. En la madrugada, se despertó temprano. Se aseó, preparó su mochila con alimentos y su odre con aguas. Recogió las mangas de su camisa blanca. Amarró sus botas. Se puso una armadura de cuero marrón con hombreras. Preparó sus dagas en las fundas en sus costados. Se armó con su carcaj de flechas y su arco. Cogió la montura de Galand y caminó al establo en la madrugada. Lo ensilló con diestra habilidad. Esta vez llevó una espada de hierro y un escudo de madera que puso en el corcel. Le dio una mirada a su casa y se alejó del sitio, en compañía de Heos y Sier. Se aventuró por el bosque. Daba vueltas en círculos, siempre recordando el camino por el que había venido. Sed demoraba para no revelar una única ruta, por si alguien lo seguiría. Esta vez le había tomado menos tiempo llegar a la ubicación de Heris que, incluso con Galand, eran necesarios un par de horas. Había bajado por la cascada y seguido el camino del río. Dos cocodrilos se posaban a la orilla del afluente, parecían observarlo. Pasó de largo. No había rastro de la serpiente. Los monos estaban al pendiente en las copas de los árboles. Sacó tres bananos y los puso sobre una roca y continuo su camino. Evitó la trampa de fango movedizo y divisó la choza de la bella herbolaria. Al ir acercándose con cuidado, contempló a la hermosa mujer sentada en una mecedora, mientras leía un libro en compañía de la lechuza que mantenía en su hombro. Y era novedad la presencia de otro búho y dos gatos, todos marrones. Se quedó quieto un instante, nada más para admirarla desde lejos, lo bella que se notaba. Llegó hasta ella y se bajó del caballo, sin amarrarlo.
—Has venido —dijo Heris con tranquilidad. Cerró su libro y se centró en él.
—He traído algunas cosas. Espero te gusten —comentó él.
Hercus sacó los frutos secos y frescos, como uvas, peras, almendras, nueces. Además de pan, miel y queso y una botella de vino. Tenía la suerte de que su madre era la dueña de una fonda y tenía una gran variedad de comida a su disposición. Al verla a los ojos turquesas se quedó helado por un instante. Tragó saliva para asimilar la belleza de Heris. Al detallarle ahora, se le hacía más preciosa. Quizás eras el contexto y la situación, pues ya no era tanto una desconocida y no estaba con sus sentidos alerta, sino que, era su preciosa salvadora.
Heris lo miraba con detalle. Su expresión era seria, pero más accesible que la vez que se habían coincidido.
—Gracias. No tenías por qué molestarte.
—Si quieres algo más, puedes decírmelo. Puedo casar algún ciervo para ti.
—No… Yo no carme. Las frutas, el pan, la miel y el queso están bien. Tampoco como huevos. Nunca me los ofrezcas —dijo Heris sin antipatía, ni regaño. Más bien era como un consejo de prevención.
—Entiendo. Lo recordaré siempre. Traeré más frutas para ti la próxima vez —dijo el muchacho.
Hercus no le prestó atención a esa declaración, ni quería indagar en por qué no comía carne, ni huevos. En realidad, eso no le importaba en ese momento. Se quitó el carcaj y el arco, para dejarlos en la montura de Galand. Sacó la mesa y las sillas de la choza hacia el patio y se dispuso a comer de los aperitivos junto a Heris. Más tarde, al emerger el sol, Heris dio comienzo a sus clases de lectura y escritura en el idioma oficial de Glories y los reinos del sur. Había muchos dialectos en otras tribus y lenguas en otras naciones. Pero el más complejo eran los del norte, que estaban bajo los dominios de la bruja de la oscuridad, la reina Melania Darknes en Frosthaven. Era el país con menos tratados de amistad y con más hostilidad. Salvo los mercaderes, cualquier otro ciudadano era visto como un espía, encarcelado o ejecutado para placer de la soberana de las tinieblas.
Los días pasaron. Hercus se despertaba de madrugada. Ordeñaba par llevarle leche y para que prepararan su madre prepara el queso. Ayudaba a su hermano, que se quejaba de dolerles las manos por tener que tratar a tantos animales. Por lo que hacía una parte de sus tareas antes y después de sus clases. Entonces visitaba a Heris, su mentora y salvadora. En el camino avistaba a los dos cocodrilos, les dejaba bananos a los monos. Mientras que en la tarde se despedía de Heris y volvía al pueblo. En algunos de sus regresos, se encontró con los dos leones que se mostraron sumisos y pasivos con él, hasta las leonas eran dóciles. Se encargaba del trabajo y en la noche caía rendido, como muerte. En realidad, llegó a comprender rápido el idioma, pero no lo demostraba, debido a que, cuando lo hiciera, ya no tenía motivo para seguir visitando a Heris y al concretar su p**o, ya no tendría que visitarla nunca más al saldar su deuda. Fue imposible para Hercus no enamorarse de Heris. Había sido algo inevitable. Desde que la había conocido se había sentido atraído por ella. Su relación había mejorado y se tenían más confianza. Ya no eran dos extraños, sino maestra y alumno. Jamás había compartido tanto tiempo con alguien, ni siquiera con su hermano de sangre. A pesar de todo, reprimía sus emociones. Su corazonada de guerrero y cazador le indicaban que ella no sentía lo mismo y que no era correspondido. Era posible que Heris no lo viera, ni lo considerara un hombre debido a que era menor que ella. Solo era su discípulo y ella su mentora. Así, aquellos símbolos que estaban en los libros y en los pergaminos, a los que sabía cómo descifrar, cobraron sentido y significado. Practicó su oratoria, siendo Heris la espectadora, así como la escritura, en los papeles. Sus manos hábiles se movían sosteniendo la pluma y plasmando las grafías que se le habían enseñado. Heris le prestaba libros de estrategia y táctica militar, sabiendo su afición por el arte de la guerra. Ahora, también era su instructora militar. Le explicó sobre los rangos y estratos, así como de modales de la realeza y los nobles. Hasta de economía básica, para ser un mejor negociador. Se distraían con juegos de piezas sobre la mesa, en la que Heris siempre acababa matando a su rey. Las reinas en cualquier lado eran unas temerarias y poderosas bestias de matar. Ellas solas podían someter todos, tal como lo había hecho una verdadera soberana en persona, su majestad Hileane. Era importante mencionar que se había hecho con la amistad de los tres monos dominantes y se mostraban amigables y dóciles a él. Incluso, aquellos dos cocodrilos que se mantenían a la orilla del río para verlo pasar. Era a los que había golpeado y al que el león había espantado.
—¿Por qué vive aquí, apartada de todo, Heris? —preguntó Hercus, mientras tomaban un vaso de vino.
—Vengo a leer y a escribir. Y me gusta estar sola —contestó Heris con sinceridad. Había pasado ya casi un mes con Hercus.
—¿Te molesta mi presencia? —preguntó Hercus con voz afable y semblante sentido.
—Sí… —respondió Heris de forma pausada. Vio el rostro perfilado de Hercus. En realidad, era hermoso, tranquilo y entretenido estar con él. A pesar de que era un hombre arrogante, ni altanero. Al contrario, era calmado, serio y amable—. Al principio… Aunque… Ya me he acostumbrado a ti.