D O S
Caminamos rápidamente por la nieve y miro con ansiedad el cielo que se oscurece, sintiendo la presión del tiempo. Echo un vistazo por encima de mi hombro, veo huellas en la nieve, y atrás de ellas, parado en la lancha que se mece, están Ben y Rose, mirándonos con los ojos bien abiertos. Rose sostiene a Penélope, que también tiene miedo. Penélope ladra. Me siento mal por dejar ahí a los tres, pero sé que nuestra misión es necesaria. Sé que podemos rescatar suministros y alimentos que nos ayudarán, y siento que tenemos una buena ventaja sobre los tratantes de esclavos.
Me apresuro hacia el cobertizo oxidado, que está cubierto de nieve y abro de un tirón su puerta torcida, rezando para que el vehículo que escondí hace años, aún esté ahí. Era una vieja camioneta oxidada, en muy mal estado, que es más estructura que vehículo, con solo un octavo de tanque de combustible. Me la encontré un día, en una zanja en la Ruta 23 y la escondí aquí, con cuidado, cerca del río, por si algún día la necesitaba. Recuerdo haber quedado sorprendida cuando pude voltearla.
La puerta del cobertizo se abre haciendo un chirrido, y ahí está, tan bien escondida como el día en que la oculté, todavía cubierta de heno. Siento un gran alivio. Doy un paso al frente y quito el heno, mis manos se enfrían cuando toco el metal congelado. Voy a la parte trasera del cobertizo y abro las puertas dobles del granero, y la luz inunda el lugar.
“Qué buenos neumáticos”, dice Logan, caminando detrás de mí, observándola. “¿Estás segura de que camina?”
“No”, le contesto. “Pero la casa de mi papá está a treinta y dos kilómetros de distancia, y no podemos caminar, precisamente”.
Noto en su voz que realmente no quiere estar en esta misión, que quiere regresar a la lancha, ir río arriba.
Subo de un salto al asiento del conductor y busco la llave en el piso. Por fin la encuentro, escondida en lo más profundo. La pongo en marcha, respiro profundamente y cierro mis ojos.
Por favor, Dios. Por favor.
Al principio no pasa nada. Me siento descorazonada.
Pero le doy marcha una y otra vez, girando más a la derecha y poco a poco empieza a encender. Al principio es un sonido suave, como gato moribundo. Pero acelero, doy marcha una y otra vez y finalmente enciende más.
Arranca, arranca.
Finalmente enciende, estruendosamente y crujiendo a la vida. Se embarulla y jadea, claramente está en las últimas. Por lo menos arranca.
No puedo evitar sonreír, llena de alivio. Funciona. Realmente arrancó. Vamos a poder ir a mi casa, a enterrar a mi perro, a buscar comida. Siento como si Sasha nos estuviera mirando, ayudándonos. Tal vez también mi papá.
Se abre la puerta del pasajero y entra Bree, llena de emoción, pasando por el asiento de vinilo, justo a mi lado, mientras Logan salta y se sienta junto a ella, y cierra la puerta, mirando al frente.
“¿Qué estás esperando?”, pregunta él. “El reloj está corriendo”.
“No tienes que decírmelo dos veces”, le digo, igualmente tajante con él.
Lo pongo en marcha y acelero, saliendo de reversa del cobertizo hacia la nieve y el cielo de la tarde. Al principio, las ruedas quedan atrapadas en la nieve, pero acelero más y chisporrotea. Conducimos, virando bruscamente, con los neumáticos lisos, a través de un campo, lleno de baches, siendo sacudidos en todas direcciones. Pero continuamos avanzando y es todo lo que me importa.
Pronto, llegamos a un pequeño camino de tierra. Estoy tan agradecida de que la nieve se haya derretido la mayor parte del día—de otra manera, nunca podríamos lograrlo.
Empezamos por tomar una buena velocidad. El camión me sorprende, tranquilizándome en cuanto se calienta. Llegamos casi a 48 kph, al ir por la Ruta 23 hacia el oeste. Sigo acelerando, hasta que llegamos a un bache y lo lamento. Todos gemimos, al golpearnos la cabeza. Reduzco la velocidad. Es casi imposible ver los baches en la nieve, y olvido el mal estado en que están estos caminos.
Es escalofriante volver a este camino, yendo hacia lo que antes fue nuestro hogar. Vuelvo a pasar por el camino que tomé cuando perseguía a los tratantes de esclavos, y me inundo de recuerdos. Recuerdo haber corrido aquí en una motocicleta, pensando que iba a morir, y trato de eliminarlo de mi mente.
Conforme avanzamos, nos encontramos con el enorme árbol caído sobre el camino, que ahora está cubierto de nieve. Lo reconozco como el árbol que había sido talado durante mi salida, el que bloqueaba el camino de los tratantes de esclavos, por algún sobreviviente desconocido que nos estaba cuidado. No puedo evitar preguntarme si hay otras personas por ahí ahora, sobreviviendo, o incluso vigilándonos. Miro de un lado a otro, peinando el bosque. Pero no veo ninguna señal.
Estamos haciendo un buen tiempo y para mi alivio, nada va mal. No confío en ello. Es como si fuera demasiado sencillo. Miro el indicador de combustible y noto que no hemos gastado mucho. Pero no sé qué tan preciso sea, y por un momento me pregunto si habrá suficiente combustible para ir allá y regresar. Me pregunto si esto fue una idea tonta.
Finalmente nos desviamos del camino principal hacia un camino de tierra angosto y serprenteante que nos llevará a la montaña, a la casa de mi papá. Ahora estoy más en ascuas, al ir zigzagueando en la montaña, viendo los acantilados en abrupto desnivel, a mi derecha. Estoy atenta y no puedo evitar notar la increíble vista, que abarca toda la cordillera Catskill. Pero el desnivel es empinado y la nieve es más espesa ahí, y sé que con un giro equivocado, una derrapada equivocada, este viejo cacharro de herrumbre irá justo al acantilado.
Para mi sorpresa, el camión se queda ahí. Es como un bulldog. Pronto pasamos lo peor de todo, y al dar la vuelta en un curva, de repente veo nuestra antigua casa.
“¡Oigan! ¡La casa de papá!”, grita Bree, reacomodándose en el asiento emocionada.
Yo también me siento aliviada de verla. Aquí estamos e hicimos un buen tiempo.
“¿Lo ves?”, le digo a Logan, “eso no estuvo tan mal”.
Pero Logan no se siente aliviado, con una mueca en el rostro, nervioso, mientras observa los árboles.
“Ya llegamos aquí”, se queja. “Pero no hemos regresado aún”.
Típico. Se niega a reconocer que se equivocó.
Me detengo frente a nuestra casa y veo las antiguas huellas de los tratantes de esclavos. Me hace recordar todo el temor que yo había sentido cuando se habían llevado a Bree. Me acerco a ella y le pongo el brazo alrededor de su hombro, la aprieto con fuerza, y decido no volver a dejarla nunca lejos de mi vista.
Apago la marcha y todos salimos rápidamente y nos dirigimos hacia la casa.
“Lamento el desastre”, le digo a Logan mientras me adelanto a él, hasta la puerta principal. “No esperaba invitados”.
Sin proponérselo, esboza una sonrisa.
“Ja, ja”, dice inexpresivamente. “¿Debo quitarme los zapatos?”.
Tiene sentido del humor. Eso me sorprende.
Al abrir la puerta y entrar, cualquier sentido del humor que yo haya tenido, desaparece de repente. Cuando veo el lugar que está frente a mí, me siento descorazonada. Sasha está ahí, tendida, con la sangre seca, su cuerpo rígido y congelado. A pocos centímetros de distancia se encuentra el c*****r del tratante de esclavos que Sasha había matado, también está congelado, pegado al suelo.
Miro la chamarra que tengo puesta—que era de él—la ropa que tengo puesta—su ropa—mis botas—sus botas—y me siento rara. Es casi coo si yo fuera su doble.
Logan me mira y debe darse cuenta de eso, también.
“¿No le quitaste los pantalones?”, pregunta.
Miro hacia abajo y recuerdo que no lo hice. Era demasiado.
Niego con la cabeza.
“Fue tonto”, dice.
Ahora que lo menciona, me doy cuenta de que tiene razón. Mis viejos pantalones de mezclilla están húmedos y fríos y se pegan a mí. Y aunque yo no los quisiera, tal vez Ben sí. Es una lástima desperdiciarlos: después de todo, es ropa perfectamente buena.
Oigo un llanto ahogado y veo a Bree, ahí parada, mirando a Sasha. Me rompe el corazón ver su cara de esa manera, abatida, mirando hacia abajo a su antigua perrita.
Me acerco y pongo mi brazo encima de ella.
“Tranquilízate, Bree”, le digo. “No la veas”.
Beso su frente e intento alejarla, pero ella me aleja con una fuerza sorprendente.
“No”, dice ella.
Da un paso adelante, se arrodilla y abraza a Sasha en el suelo. Ella pone sus brazos sobre su cuello y se inclina y la besa en la cabeza.
Logan y yo intercambiamos miradas. Ninguno de los dos sabemos qué hacer.
“No tenemos tiempo”, dice Logan. “Necesitas enterrarla y seguir adelante”.
Me arrodillo junto a ella, me inclino y acaricio la cabeza de Sasha.
“Todo va a estar bien, Bree. Sasha ya está en un lugar mejor. Ahora es feliz. ¿Me entiendes?”.
Las lágrimas caen de sus ojos, y ella levanta la mano, respira profundo y las limpia con el dorso de su mano.
“No podemos dejarla aquí, así”, dice ella. “Tenemos que enterrarla”.
“Lo haremos”, le digo.
“No podemos”, dice Logan. “El suelo está congelado”.
Me levanto y miro a Logan, más molesta que nunca. Sobre todo porque me doy cuenta de que tiene razón. Debí haber pensado en ello.
“¿Y qué sugieres que hagamos?”, le pregunto.
“No es mi problema. Estaré afuera, vigilando”.
Logan se da la vuelta y sale, dando un portazo detrás de él.
Volteo a ver a Bree, intentando pensar rápidamente.
“Él tiene razón”, le digo. “No tenemos tiempo para enterrarla”.
“¡NO!”, grita ella. “Lo prometiste. ¡Tú lo prometiste!”.
Ella tiene razón. Lo prometí. Pero no había pensado las cosas detalladamente. Pensar en dejar a Sasha aquí así, me mata. Pero tampoco puedo arriesgar nuestras vidas. A Sasha no le gustaría eso.
Tengo una idea.
“La pondremos en el río, Bree”.
Ella voltea a verme.
“¿Y si la enterramos en el agua? Ya sabes, como hacen con los soldados que mueren condecorados?”.
“¿Qué soldados?”, pregunta.
“Cuando los soldados mueren en el mar, a veces se les entierra ahí. Es un entierro con honor. A Sasha le encantaba el río. Estoy segura de que será feliz ahí. Podemos llevárnosla y enterrarla ahí. ¿Te parece bien?”.
Mi corazón late con fuerza, en espera de la respuesta. Se nos acaba el tiempo y sé cuán instransigente puede llegar a ser Bree cuando algo significa mucho para ella.
Para alivio mío, asienta con la cabeza.
“De acuerdo”, dice. “Pero yo la llevo”.
“Creo que es muy pesada para ti”.
“No me iré, a menos que yo la cargue”, dice ella, con los ojos brillando con determinación, mientras se levanta, me mira a la cara, con las manos en sus caderas. Me doy cuenta en su mirada, que no permitirá que sea de otra manera.
“De acuerdo”, le digo. “Puedes llevarla”.
Entre las dos levantamos a Sasha del suelo, y después exploro rápidamente la casa en busca de cualquier cosa que podamos rescatar. Me apresuro a acercame al c*****r del tratante de esclavos, le quito los pantalones, y al hacerlo, siento algo en su bolsillo trasero. Me da gusto descubrir algo voluminoso y metálico en el interior. Saco una pequeña navaja automática. Me alegra tenerla y la meto a mi bolsillo.
Reviso rápidamente el resto de la casa, yendo apresuradamente de una habitación a otra, buscando cualquier cosa que nos pueda ser útil. Encuentro algunos viejos sacos de yute vacíos y los llevo todos. Abro uno y pongo adentro el libro favorito de Bree, El Árbol Generoso, y mi ejemplar de El Señor de las Moscas. Corro hacia el armario, tomo el resto de las velas y fósforos y los pongo adentro.
Corro a la cocina y voy al garaje, las puertas están abiertas desde que los tratantes de esclavos allanaron la casa. Espero ansiosamente que no hayan tenido tiempo de buscar en la parte posterior, más a fondo en el garaje, su caja de herramientas. La escondí bien, en un hueco en la pared, y me apresuro a ir atrás y me siento aliviada al ver que sigue ahí. Es demasiado pesada para llevar toda la caja de herramientas, por lo que rebusco en ella y elijo lo que pueda ser de utilidad. Tomo un pequeño martillo, un destornillador, una cajita de clavos. Encuentro una linterna, con batería en su interior. La pruebo y funciona. Tomo un juego de alicates, una llave inglesa y la cierro y me preparo para salir.