En mi defensa, la elección de contratar a un esposo no fue realmente mala. Fue en la ejecución donde cometí errores.
Sí, podría haber reflexionado más sobre las cosas, pero mi tendencia a actuar primero y pensar después es uno de mis defectos de personalidad, y ciertamente, podría haber intentado hacerlo de la manera tradicional.
Aunque, en realidad, ¿quién tiene tiempo?
La verdad es que nunca debería haber programado la entrevista con los posibles candidatos a esposo y la consulta de diseño de última hora para el irritante compañero de equipo de mi hermano en la misma noche.
La conveniencia, considerando la ubicación del restaurante con respecto a mi hotel, y la idea de quitarme ambas tareas de encima al mismo tiempo, junto con mis antojos (definitivamente pelearía con alguien por un grano al horno), impulsaron esa decisión. Sin duda, podría recordar mi deseo de carbohidratos con queso como la causa de mi tropiezo.
El trayecto desde mi hotel hasta el restaurante resultó ser más corto de lo que pensaba, así que llegué con bastante antelación y me detuve antes de revelar el nombre de mi reserva.
En retrospectiva, este habría sido el momento de cancelar todo. Antes de decir mi nombre, yo era la única persona involucrada. Antes de sentarme en esa cabina, nadie sabía lo que estaba intentando. En mi mente, podía ver cómo se cerraba la proverbial puerta de mi escapatoria.
A pesar de las implicaciones, en lugar de retroceder, levanté más la barbilla y me acerqué al puesto del anfitrión.
―Reserva para Emily Anderson ―le dije. Me dedicó una sonrisa cortés y tomó dos menús.
―Ciertamente. Sígame, por favor.
La mesa que había solicitado se encontraba en la esquina más distante de la entrada, formando una curva que ofrecía mayor privacidad. En el centro, una disposición elegante de velas bajas parpadeaba con luz cálida, acompañada por un florero que sostenía una única rosa.
Perfecto.
La observé directamente y saqué un billete de cincuenta de mi bolso.
―Voy a necesitar esta mesa durante toda la noche ―le informé.
Arqueó unas cejas verdaderamente impecables.
―¿De acuerdo?
―He asignado un tiempo muy específico para cada caballero con el que planeo encontrarme, y siempre y cuando nadie se presente antes de lo previsto, todo estará bien.
La dejé boquiabierta.
―¿Cuántas citas tienes esta noche?
En primer lugar, no eran citas en el sentido convencional, y por un momento consideré explicárselo. Sin embargo, eso solo llevaría a preguntas y juicios, y no estaba dispuesta a perder tiempo en ninguna de las dos.
En segundo lugar, fueran lo que fueran, tenía demasiadas para considerarme cuerda.
―Unas cuantas ―evité―. Estoy buscando algo muy específico.
Una sonrisa encantadora.
Que sea más alto que yo.
Relativamente sensato.
Moderadamente atractivo.
Dispuesto a simular un matrimonio con una extraña por dinero.
No dije nada de eso, por supuesto. Pero, mientras me miraba con los ojos muy abiertos, atrapada entre la preocupación y el asombro, sentí que una burbuja de histeria ascendía por mi garganta.
La parte frontal del restaurante ofrecía una extensa vista a través de ventanas, así que elegí estratégicamente una cabina que me mantuviera completamente fuera de la vista. Normalmente, disfrutaría la oportunidad de estudiar a cualquier espécimen masculino que se acercara, especialmente dada mi situación actual, pero por el bien de aquellos que llegaran antes, quería asegurarme de que no pudieran verme desde el mostrador.
Un mesero se acercó con dos vasos de agua, y había un brillo especulativo en sus ojos.
―Hola ―me dijo―. Soy Rocco, y parece que nos espera una velada divertida.
Alguien le había advertido a su colega. Suspiré y busqué otros cincuenta en mi bolso.
―Rocco, no tienes ni idea.
―¿Con qué puedo empezar?
―Agua fresca después de cada invitado, por favor ―dije con una pequeña sonrisa―. Y un chardonnay.
Exhaló una carcajada.
―Entendido, jefa.
Dando un pequeño sorbo a mi agua helada, intentaba decidir si sería de mala educación comerme media cesta de pan antes de que llegara mi primera cita, cuando la pantalla de mi teléfono se iluminó con el nombre de mi hermana.
―Lo siento, Poppy, ahora no tengo tiempo ―murmuré y le di a ignorar.
Respiré lentamente y me acomodé el cabello detrás de las orejas mientras esperaba. Alargué la mano para enderezar los cubiertos perfectamente alineados, pero la retiré y dejé las manos apretadas sobre el regazo.
Podía hacerlo.
Tenía buenas razones y un gran instinto.
La anfitriona se acercó.
―Por aquí ―le dijo al caballero número uno. Su cara no delataba nada.
Coloqué una sonrisa cortés en mi rostro y me giré para mirar a mi primer... ¿participante? ¿Elección? Todavía no sabía muy bien cómo llamarlo.
―Emily ―dijo, tomando mi mano para un entusiasta apretón de manos―. Es un placer conocerte.
Fue una prueba de mi fuerza de voluntad no perder la sonrisa. Tenía al menos cuarenta años más que en su foto de perfil.
―¿Mike? ―pregunté despacio, con los ojos fijos en su cabello ralo y blanco y en las gafas de lectura que llevaba dentro de la camisa de cuadros.
Se sentó, se quitó las gafas y se las colocó en la nariz mientras estudiaba el menú.
―Bueno, esto tiene una pinta estupenda.
Dios, ¿en qué me he metido?
―Solo tengo tiempo para una copa ―le recordé.
―Por supuesto, querida ―dijo―. Mi nieta me ha dicho que las copas son la forma que tenemos los solteros de hacer las cosas ahora.
Di un buen trago a mi chardonnay.
El segundo participante no mejoró mucho. Su edad era más cercana a la mía y sonreía muy bien. Era uno o dos centímetros más alto que yo con mis tacones, y dejé escapar un suspiro de alivio cuando tomó asiento. Justo cuando me di cuenta de su bonita sonrisa con hoyuelos y de sus anchos hombros bajo la camisa a medida, vi también el anillo de casado.
―¿Estás casado? ―le pregunté. Eso no aparecía en su perfil de Internet.
Sonrió.
―Somos... aventureros ―dijo sedosamente―. Y tú eres justo nuestro tipo.
Me aclaré la garganta y le hice señas a Rocco.
El tercer participante era simpático. Divertido. Solo un año más joven que yo, y su mano estaba libre de anillos.
Pero su altura apenas alcanzaba la parte superior de mi pecho, y no había manera de que mi familia se lo creyera. Cuando se fue, me dirigí al baño y me dejé caer contra la pared. Rocco se unió a mí en el pasillo, trayendo consigo una cesta de pan. Mi actitud general debía de reflejar agotamiento, mal humor y muchas dudas.
―Era de baja estatura ―me dijo.
Me comí dos trozos antes de responder.
―Demasiado bajo, Rocco.
―¿Quién sigue? ―preguntó.
―Ni siquiera lo recuerdo ―respondí cabizbaja.
Rocco se puso alerta.
―Entrando.
Apreté los ojos.
―Dímelo.
Su expresión facial era cautelosamente optimista.
―Un siete. Quizás un ocho si logras que arregle su vestimenta.
―¿En serio? ―Me pasé una mano por el cabello y tomé otro trozo de pan―. Eres un regalo del cielo, Rocco.
El participante cuatro resultó ser, desafortunadamente, un completo desacierto. Aunque me hizo un cálido y minucioso escrutinio de pies a cabeza cuando me acerqué a la mesa, no tardé en eliminarlo de la lista en cuanto abrió la boca.
―Normalmente, me gustan las chicas bajitas ―se inclinó hacia delante, con los ojos clavados en mi boca―, pero creo que podrías convencerme de intentar enredar esas piernas alrededor de mis hombros con bastante facilidad.
―¡Rocco! ―grité―. Hemos terminado.
El concursante cuatro se sentó con una sonrisa de sorpresa.
―¿Qué significa eso?
Rocco apareció en la mesa.
―Lo siento, hombre, voy a tener que pedirte que te vayas.
―Perra ―murmuró mientras se levantaba.
―Que pases buena noche, imbécil ―le grité.
Me desplomé en mi asiento.
La anfitriona Miranda se acercó.
―¿Tiene tiempo para comer antes de la próxima?
Cansada, miré mi reloj.
―Sí, quizá algo rápido. ―Luego suspiré, apoyando la frente en la palma
de la mano―. El próximo no es una cita, por suerte. Es una reunión de
negocios. Aunque no debería llevarme más de treinta minutos. Y después
de él, otro.
Miranda me palmeó el brazo.
―Rocco te traerá comida.
―Gracias. ―Levanté la cabeza y sonreí―. Ustedes dos son los mejores.
Juntó los labios y me miró con curiosidad.
―Eres como... sexy. Y pareces muy simpática. No entiendo qué haces
con estos tipos.
No llores.
No llores.
Odiaba llorar. Mi familia ya había llorado bastante en los últimos meses,
y yo siempre me mantenía firme cuando los demás se derrumbaban. Llorar no ayudaría en nada. No esta noche. Mis hombros se desplomaron, el cansancio me calaba hasta los huesos.
―¿Alguna vez has estado dispuesta a hacer una locura... solo para hacer feliz a alguien a quien amas? —Miranda asintió lentamente.— Eso es lo que estoy haciendo. Probablemente me arrepentiré —añadí—. Si eso ayuda.
Un grupo llegó al restaurante y Miranda me miró con pesar.
―Lo siento, tengo que ir a sentarlos.
―Adelante. ―La vi alejarse. Tal vez invitaría a Rocco y Miranda a mi boda falsa.
Saqué el teléfono y vi otras dos llamadas perdidas de Poppy y un mensaje de texto de un número desconocido.
**Desconocido:** Soy el amigo de Parker, Liam. Llevo un par de minutos de retraso, pero estaré ahí.
No contesté porque Rocco me puso delante un pequeño plato de bruschetta.
―Bendito seas ―le dije. Me comí dos antes de que volviera a sonar el teléfono.
Cuando vi el nombre de mi hermana pequeña, miré el reloj para comprobar la hora y pulsé el botón para contestar. Antes de que pudiera decir una palabra, ya estaba hablando por encima de mí.
―¿Dónde estás? Acabo de pasar por tu apartamento y no estás.
―Es sábado por la noche. ¿No se me permite estar fuera?
―Nunca sales los fines de semana ―me dijo―. O estás en tu casa o en casa.
―Eso es rotundamente falso —le dije—. Hago cosas todo el tiempo y no te lo digo. Además, ¿por qué me acechas en mi apartamento?
―Mmm, solo venía a dejar algo.