POV ARTEM ROMANOV
Cuando pensé que hoy sería un hermoso día, a medida que el tiempo pasaba me daba cuenta de que no, todo había empezado mal desde que me levanté y no encontré a Lia a mi lado. Se había ido en algún momento de la madrugada y no me di cuenta. Ese pequeño desliz me había cabreado, y para empeorar la situación, tuve que madrugar para ir a revisar con Sergei el nuevo cargamento que había llegado.
Se esperaba que ya hubiese habido un conteo de las armas que debían llegar y verificar si se encontraban según lo prometido por los malditos ingleses.
Al llegar a la bodega, el encargado de manejar este cargamento me aseguró que todo estaba en orden, y le creí por dos segundos. Tres malditos segundos tardé en observar la pequeña contracción de sus facciones y me tomó dos más darme cuenta de que reflejaba una victoria y emoción.
¿Por qué carajos se sentiría como una victoria que yo le hubiera creído? ¿Por qué la emoción?
Mi mano tembló y la apreté en un puño.
—Revisaré el cargamento —les informé, observando a cada uno detenidamente, pero especialmente al encargado, que, si no me equivocaba, se llamaba Arturo.
—Va a tardar mucho en revisar todas las cajas, Pakhan —dijo, intentando sonar convincente, pero hubo un ligero temblor en su voz que lo delató.
Me acerqué a él, tan cerca que podía sentir su aliento entrecortado.
—Cállate. —Le ordené en un susurro helado—. Vuelves hablar sin mi permiso y cortaré tu asquerosa lengua.
Me alejé y le hice señas para que me guiara hacia las cajas y mientras lo hacía, el aire en la bodega se sentía denso, cargado de una tensión palpable. Las paredes de cemento y el techo bajo daban una sensación claustrofóbica, acentuada por las luces fluorescentes parpadeantes. Podía sentir los ojos de los demás hombres en la bodega sobre mí, sus miradas furtivas y nerviosas, como si supieran algo que yo no.
Me acerqué a las cajas alineadas en la bodega. Abrí la primera caja con un movimiento brusco, mis ojos analizando cada arma, cada pieza de equipo que debía estar ahí. A primera vista, todo parecía estar en orden, pero algo no se sentía bien.
Sergei se acercó, su mirada estaba seria y evaluadora. Sabía que algo andaba mal.
—¿Todo bien? —preguntó, aunque sabía que la respuesta no sería afirmativa.
—No. Algo está jodido aquí —respondí, pasando a la siguiente caja.
Mi instinto nunca me había fallado, y ahora estaba gritando que algo estaba terriblemente mal.
Mientras Arturo comenzaba a abrir las siguientes cajas, observé cada uno de sus movimientos, buscando cualquier signo de engaño. Sus manos temblaban ligeramente al principio, pero luego pareció tranquilizarse. Estaba demasiado tranquilo para mi gusto.
Fruncí el ceño y negué lentamente. Algo no me cuadraba.
—Abre las de la mitad —le ordené, señalando las cajas apiladas en el centro del grupo.
Caminé hasta ellas y esperé a que llegara para que las abriera.
Arturo me miró, un destello de nerviosismo cruzando sus ojos, pero obedeció sin decir una palabra. Se acercó y comenzó a abrir las cajas del medio, sus movimientos lentos y cuidadosos. Mientras lo hacía, el ambiente en la bodega se volvía más tenso. Los hombres que estaban alrededor murmuraban entre ellos, lanzando miradas furtivas en nuestra dirección.
Al inspeccionar más de cerca, noté que algunas de las piezas eran de mala calidad, viejas y desgastadas. No eran las armas de última generación que nos habían prometido. Sentí una oleada de ira recorrer mi cuerpo. Me giré hacia Arturo.
—¿Qué clase de broma es esta?
Comenzó a balbucear excusas, pero no tenía tiempo para sus mentiras.
—¡Sergei! —llamé—. Revisa cada maldita caja. No confío en ninguna de ellas.
Sergei y los demás hombres se apresuraron a abrir las cajas restantes, descubriendo más y más de la misma mierda. Arturo intentó retroceder, su nerviosismo evidente.
—¡Hijo de puta! —gruñí, volviendo mi mirada a Arturo, cuya expresión de victoria que antes había notado se había desvanecido al darse cuenta de que su treta había sido descubierta.
—Yo... yo no sabía nada de esto —balbuceó, sus ojos evitándome—. Solo seguía órdenes.
—¿Órdenes de quién? —pregunté, mi paciencia agotándose rápidamente.
Antes de que pudiera responder, lo agarré por el cuello, levantándolo del suelo. Su rostro se puso rojo mientras luchaba por respirar.
—¿De quién, Arturo? —repetí, apretando mi agarre.
—Los... los ingleses —jadeó—. Dijeron que... que te engañara... para ganar tiempo...
Lo solté, dejándolo caer al suelo, donde se desplomó tosiendo y jadeando. Mi mente trabajaba rápido, conectando los puntos. Esto era una traición en toda regla, y no lo dejaría pasar.
—¡Recibes órdenes de la bratva! —grité, pateándolo con furia y rompiéndole el tabique—. ¡De mí! —otra patada—. ¡No de los putos ingleses! —aplasté su rostro una y otra vez, sintiendo los huesos romperse bajo mis pies.
La sangre salpicaba en todas direcciones, manchando el suelo de la bodega, mis zapatos, jean y hasta mis propias manos. Arturo dejó de moverse, su cuerpo flácido y destrozado.
De repente, sentí un jalón en mi hombro. Me detuve, jadeando.
—Ya está muerto —dijo Sergei.
Lo miré, respirando entrecortadamente, y negué con la cabeza.
—Vamos, tenemos que limpiar esto y descubrir quién más está involucrado —continuó, tratando de mantenerme centrado.
—Aún falta —volteé a ver a los otros hombres y los señalé a cada uno—. El que me diga la razón de todo esto, le perdonaré la vida.
Llevé mis manos atrás y esperé a que alguno confesara. Los hombres se miraban entre sí, nerviosos y temerosos.
Finalmente, uno de ellos dio un paso al frente.
—Yo... señor Romanov —observé cómo un pobre diablo se acercaba a mí, su voz estaba temblorosa—. Los ingleses pensaron que... podrían vendernos algunas armas de mala calidad y lo concretaron todo con Arturo. Pensaron que, al ser nuevo...podríamos...podrían engañarlo.
Fue inevitable no reírme. Volteé a ver a mi amigo, quien sonrió de lado y negó levemente.
—Entiendo —asentí lentamente.
Me acerqué a una de las cajas de armas y saqué una M16. Coloqué una munición y empecé a apuntar hacia una esquina del lugar.
—¿Juegan Call of Duty? —pregunté, aunque no esperaba una respuesta—. En realidad, no importa. Hoy tendré un campo de entrenamiento. Vayan todos ustedes a esa esquina —señalé con el arma—. Y repártanse.
Los hombres se movieron lentamente hacia donde señalé, sus pasos vacilantes y sus miradas llenas de miedo. Podía sentir su terror, el sudor frío recorriendo sus frentes. La adrenalina corría por mis venas mientras levantaba el arma y apuntaba, saboreando el poder que tenía sobre ellos.
Justo cuando iba a apretar el gatillo, Sergei me tocó el hombro.