Espero que el tenga la suficiente madurez de juzgar sobre su propia experiencia. Cuando estuve en su lugar, pese a todo lo que ya había escuchado, preferí ver las cosas por mi mismo.
Nadie entra al ejército sin la mente clara que en algún momento, deberá presionar el gatillo. Acá no hay distinciones. La marina la fuerza aérea, el regimiento fronterizo, nosotros, todos. Defender a un inocente hacerte camino entre los guerrilleros para llevar medicina o ropa a los necesitados, evitar que alguien pase la frontera con contrabando de drogas o alimentos que ponen en riesgo la calidad de salud de nuestro país, dar disparos de advertencia en la línea divisoria marítima para que un buque extranjero no cruce a nuestro territorio a pescar ilegalmente. Cada uno de esos actos, siempre va a tené incluido a un compatriota dispuesto a disparar un gatillo y sabemos a ciencia cierta, que las misiones en el Congo o Haití no son la excepción.
Por una razón lo suficientemente justificada, algún ser inocente puede recibir una bala. Nosotros mismos vamos a esos lugares. Sabemos que podemos regresar ilesos, heridos como yo o literalmente en un cajón de madera. No sólo las balas. Las enfermedades son tan mortales en algunos casos, que no hay vacuna que te salve su te metes en el lugar incorrecto o con la persona menos adecuada. Todo tiene un precio en este mundo.
Con esos pensamientos, me acomodo en el saco y me voy quedando dormido.
Camino entre los escombros con mi arma lista para disparar de ser necesario. Los autos que nos rodean ardían en llamas a primera hora de la mañana, pero tres horas después solo expulsan humo.
Lograron asaltar un camión de granadas e insumos médicos que llegó del aeropuerto el día de ayer. Se suponía que venía custodiado, pero las dos bandas de guerrilleros se pusieron de acuerdo para asaltarnos y ahora podemos ver lo que fue el después.
Ellos necesitan las medicinas con todas sus fuerzas. La gente aquí muere de hambre. Las enfermedades respiratorias y de transmisión sex.ual son moneda corriente en todas las edades. No diferencian entre los guerrilleros del lugar, nosotros o los protestantes. Dormir con alguien que ya durmió con otra persona del lugar, te garantiza que algo vas a contraer. Yo me niego por mi mujer, por mis futuros hijos y por mi mismo. Mis manos son más que suficientes y las llamadas semanales con mi chica me ayudan a sobrellevar el tiempo.
Normalmente no salimos a buscar lo que nos saquean, pero el General a cargo nos dispuso la misión de recuperar al menos las granadas y los lanza granadas. Que estén en las manos equivocadas pone en riesgo a toda la tropa y no podemos permitirlo.
Por lo general me encargo de mantener los dispositivos tecnológicos funcionando con los generadores o los paneles. Mismos paneles que hemos colocado en las pocas escuelas de la zona. Más allá de todo, llegan a comprender que queremos ayudarlos porque son víctimas. Víctimas que toman la defensa en sus propias manos para garantizar que sus familias no se mueran.
Después del año, comprendí que muchas veces hacen lo que pueden y utilizan las armas para asegurarse de obtener la ayuda antes que los otros. Los niños es lo que da más pena. Algunos no tienen ni doce años y te apuntan con un arma de su propio tamaño para llevar comida a sus casas. Sus madres los mandan. Se aseguran de poner un trozo de pan en las bocas de sus hijos pequeños, o de tener suficiente leche materna para los recién nacidos. Pasan frente al cuartel con sus pechos al aire, sus bebés amarrados en sus espaldas con telas coloridas y con bolsas de ropas de nuestros compatriotas para ganarse unos pesos y comer. Mismos pesos que sus maridos o vecinos les quitan para gastarlo en bebidas o comprar armas.
Los niños se interesan en conocer el idioma y nosotros, con nuestro escaso conocimiento del inglés, tratamos de enseñarles cosas buenas. Ellos nos traen artesanías en madera o cuero para vender o intercambiar por comida.
Nuestra comida está racionada y nunca comí tan poco como cuando ellos vienen llorando por una hogaza de pan, por una fruta o un poco de agua potable.
El humo que nos rodea es denso y caliente. Un poco más allá se escuchan niños llorando, mujeres a los gritos y las voces de los hombres amenazantes.
Esta es la realidad que ellos viven desde que nacen hasta que mueren y yo solo quiero terminar este último año para llegar con Carla, casarnos y hacer nuestra vida tranquilos.
Puedo imaginarnos en cinco años, ella con su estudio y un bebé nuestro creciendo en su vientre. Nuestra casa rodeada de verde como siempre soñamos y nuestros vehículos esperando para llevar a nuestro otro hijo al colegio.
Con ese pensamiento sigo las órdenes del Capitán a cargo de la misión y comenzamos a rodear la infraestructura de donde provienen los gritos.
-Deje que se vallan mis niños, por favor.
-Tu dame todo lo que tienes. Si quieres a los mocosos vas a tener que conseguir más, sino los venderemos, negra.
Un par de niños gritan y lloran a diez metros de mi. Un bulto se remueve inquieto entre los trapos y una melena oscura se asoma.
-Mamá, no quiero mamá.
Es Hilia, la niña que nos lleva yerba de tanto en tanto, la misma niña que su madre nos lava ropa por un poco de comida y alguna medicina. El bulto debe de ser su hermano bebé Jilo.
Miro al capitan esperando una orden y le hago señas para acercarme a los niños.
Un breve asentimiento me permite caminar en cuclillas por el lugar hasta detrás de su auto.
Los niños continúan llorando mientras su madre y otra mujer suplican por sus vidas. No se que quieren. Hace días que no tienen nada, porque no han ido al cuartel.
Dos hombres más las apuntan desde otro sector. Detrás de ellos veo el cofre de las granadas que nos robaron. Por las dimensiones debe de tener unas cien en su interior. Debajo de este, un cofre alargado con los dos lanza granadas.
-Los cobres están acá, Capitán. Detrás de la trafic.- comunico.
Mis compañeros comienzan a rodear todo el lugar para que nadie pueda escapar. Necesitamos rescatar a estas buenas personas. Ellos no usan armas, no amenazan a nadie, no tienen nada de poder. O tal vez si, porque tienen nuestra confianza.
-Bajen las armas ¡Ahora!- habla mi capitán en inglés para que entiendan.
-No se acerquen porque se mueren todos. ¡Largo, largo todos!- habla el que pareciera que está a cargo.
-Bajen las armas y los dejamos ir. Solo queremos a las mujeres y los niños. - trata de negociar.
-No, no- el jefe de ellos empieza a dar indicaciones en congoles
-Que apronten las granadas- traduce Hilia entre lágrimas.
-Tienen granadas en las manos, capitan- comunico con susurros- Caminen despacio para atrás. Yo los cuido Hilia, vengan.
Mis colegas apuntan a los hombres y ejercen presión para que Bajen las armas, pero ellos no están dispuestos. La mirada del hombre a cargo se dirige hacia donde están los niños y su semblante cambia del asombro al enojo en una milésima de segundo, mismo tiempo que tarda en meter una mano al bolsillo de su campera y sacarla.
-Maldita rata- exclama y eleva la mano en esta dirección.
Mi cuerpo vuela por encima de los niños, los abrazo como puedo y los tiro detrás de otro auto.
El sonido de la explosión, los tiros y el agudo dolor en mi pierna izquierda me hacen gritar acompañando el llanto de los niños.
-¡Mierda!- grito con fuerza.