Capítulo V-2

2377 Words
—¿Así que son orgullosos? —exclamó con desprecio Sowerberry—. Eso es ya demasiado. —Uf, es vergonzoso —respondió el pertiguero—, están en contra de la medicina y de la moral cristiana, señor Sowerberry. [4] —Pues así es —dijo este dándole la razón. —Oímos hablar de ellos por primera vez hace dos noches, y no hubiésemos sabido nada de ellos a no ser por una mujer que vive en la misma casa y que hizo una solicitud al comité de la parroquia para que les enviasen al médico de la parroquia para visitar a una mujer que estaba muy enferma. El médico había salido a cenar, pero su aprendiz, que es un muchacho muy listo, les envió al instante un jarabe en una botella de betún. —¡Qué rapidez! —dijo el dueño de la funeraria. —Pues sí que fue rápido —añadió el pertiguero—, pero ¿cuáles son las consecuencias? ¿Cuál cree que fue el comportamiento desagradecido de esos rebeldes? Pues que el marido nos manda recado de que dicha medicina no es adecuada para las dolencias de su mujer, así que no se la va tomar. Dice eso, que no se la va a tomar. Una medicina tan fuerte y buena, tan saludable, que se había dado con tanto éxito a dos jornaleros irlandeses y a un cargador de carbón la semana anterior…, se les envía de balde, botella de betún incluida, y resulta que el marido nos dice que no se la va a tomar, señor. Cuando aquella atroz infracción tomó forma en la mente de Bumble con toda su fuerza, este golpeó enérgicamente el mostrador con el bastón, y se puso rojo de ira. —Pero bueno, nun-ca he o-í-do … —dijo el dueño de la funeraria. —¿Verdad que no? —exclamó el pertiguero—. Nadie ha oído nunca nada igual, pero ahora la mujer está muerta, y tenemos que enterrarla, y ahí está la dirección, y cuanto antes se haga, mejor. Dicho esto, el señor Bumble se puso su sombrero de tres picos al revés, en un arrebato de fervor parroquial, y salió de la funeraria haciendo aspavientos. —Fíjate, Oliver, estaba tan enfadado que hasta se ha olvidado de preguntar por ti —dijo el señor Sowerberry mientras observaba al pertiguero alejarse por la calle a grandes zancadas. —Sí, señor —contestó Oliver, que hábilmente se había mantenido fuera del alcance de la vista durante la conversación, y que temblaba de arriba abajo tan solo con recordar el sonido de la voz del señor Bumble. Sin embargo, no tenía por qué haberse molestado en ocultarse de la vista de este, pues dicho funcionario, a quien la predicción del caballero del chaleco blanco le había causado una gran impresión, pensaba que ahora que el dueño de la funeraria tenía a Oliver a prueba, sería mejor evitar ese tema hasta que este estuviese firmemente comprometido para siete años y superar cualquier peligro de que volviese a manos de la parroquia con eficacia y de manera legal. —Bueno —dijo Sowerberry, agarrando el sombrero—, cuanto antes hagamos el trabajo, mucho mejor. Noah, vigila la funeraria. Oliver, ponte la gorra y ven conmigo. Oliver obedeció y siguió a su señor en su misión profesional. Caminaron durante un rato por la zona más atestada de gente y más densamente poblada de toda la ciudad, y luego, cuando enfilaron una estrecha callejuela, más sucia y mísera que todas las que habían recorrido anteriormente, se pararon para localizar la casa que buscaban. Las casas a ambos lados eran altas y amplias, pero muy viejas. Las ocupaba gente de las clases más pobres, como su apariencia descuidada hubiese permitido advertir aun sin el testimonio concurrente de las miradas escuálidas de los pocos hombres y mujeres que, cruzados de brazos y con cuerpos medio doblados, merodeaban de vez en cuando por ahí cual sombras. Muchas de las casas de vecinos habían tenido tiendas en los bajos, pero se encontraban cerradas a cal y canto, y enmohecidas, ya que solo se vivía en las habitaciones de arriba. Otras, que se habían vuelto poco seguras a causa del tiempo y el deterioro, estaban reforzadas, para evitar que se derrumbasen sobre la calle, con unas enormes vigas de madera que se apoyaban contra las paredes tambaleantes y estaban clavadas en el suelo. Sin embargo, estos destartalados antros parecían haber sido el lugar elegido para establecer las guaridas nocturnas de algunos desgraciados sin techo, ya que muchos de los ásperos tablones que hacían las veces de puertas y ventanas habían sido arrancados de sus marcos con el fin de dejar espacio suficiente para que pudiese pasar un cuerpo humano. El tugurio estaba sucio y maloliente, e incluso las ratas que yacían aquí y allá descompuestas en medio de la putrefacción mostraban síntomas de una hambruna repugnante. No había aldaba ni campana en la puerta abierta donde Oliver y su señor se detuvieron, así que, avanzando a tientas por el oscuro pasaje, y pidiéndole a Oliver que no se apartase de él ni tuviese miedo, el dueño de la funeraria subió el primer tramo de escaleras y, al tropezar con una puerta en el rellano, llamó golpeando con los nudillos. Abrió una muchacha de trece o catorce años. El dueño de la funeraria tuvo al instante una visión suficiente del contenido de la estancia para confirmar que, en efecto, se trataba del lugar al que había sido enviado. Entró, y Oliver le siguió. No había ningún fuego en la habitación, pero un hombre estaba en cuclillas mecánicamente junto a la lumbre extinta. Una mujer mayor, además, había acercado un taburete a la fría chimenea y estaba sentada a su lado. Había algunos niños harapientos en otro rincón de la estancia, y en un pequeño hueco al otro lado de la puerta había algo cubierto con una manta vieja. Oliver se estremeció al dirigir la mirada hacia aquel lugar y se arrimó involuntariamente a su señor, porque, a pesar de estar tapado, el niño se percató de que era un c*****r. La cara del hombre era delgada y muy pálida, tenía el pelo y la barba grisáceos, y sus ojos parecían inyectados en sangre. La cara de la vieja estaba arrugada, sus dos últimos dientes sobresalían por encima del labio inferior y tenía los ojos claros y penetrantes. Oliver tenía miedo de mirarles tanto a ella como al hombre: se parecían mucho a las ratas que había visto en la calle. —Que nadie se acerque a ella —exclamó el hombre, levantándose violentamente—. ¡Atrás, condenado, atrás, si no quieres perder la vida! —No diga tonterías, buen hombre —respondió el dueño de la funeraria, que estaba muy acostumbrado a la desgracia en todas sus formas—, no diga tonterías. —Le digo —continuó el hombre—, le digo que no voy a permitir que la pongan bajo tierra. Ahí no podría descansar. Los gusanos no la dejarían, aunque tampoco se la comerían porque ya está muy estropeada. El dueño de la funeraria no hizo ningún comentario sobre estos desvaríos, sino que, sacándose una cinta métrica del bolsillo, se arrodilló un momento junto al cuerpo. —¡Ay! —dijo el hombre, rompiendo a llorar y cayendo de rodillas a los pies de la mujer muerta—. Arrodillaos, arrodillaos…, arrodillaos todos, y escuchad mis palabras. Yo digo que la han matado de hambre. No sabía lo mal que estaba hasta que empezó a subirle la fiebre, y entonces los huesos se empezaron a ver a través de la piel. No había fuego ni velas, murió en la oscuridad…, en la oscuridad. Ni siquiera pudo ver las caras de sus hijos, aunque la oímos decir sus nombres jadeando. Pedí limosna por las calles para ella, y entonces me metieron en la cárcel. [5] Cuando volví se estaba muriendo, y se me heló toda la sangre en el corazón, porque la mataron de hambre. Juro por Dios que lo vi, ¡la mataron de hambre! Entonces se agarró el pelo con las manos y, dando un fuerte grito, empezó a rodar por el suelo, con la mirada ausente y echando espuma por la boca. Los niños, aterrados, lloraban amargamente, pero la vieja, que hasta ese momento había permanecido callada como si no hubiese oído nada durante toda la escena, les amenazó en silencio, y después de aflojarle la golilla al hombre, que todavía se encontraba tendido en el suelo, se acercó vacilante al dueño de la funeraria. —Era mi hija —dijo la vieja, señalando con la cabeza en dirección al cuerpo y hablando con una absurda mueca aún más espectral que la propia presencia de la muerte—. ¡Madre de Dios! Bueno, es extraño que yo, que la parí cuando ya era una mujer, aún esté aquí, viva y tan campante, y ella esté ahí, tan fría y rígida. ¡Madre de Dios! Si lo piensa… es muy gracioso, ¡muy gracioso! Mientras la desdichada criatura farfullaba y se reía con una alegría espantosa, el dueño de la funeraria se volvió y se fue. —¡Espere, espere! —dijo la mujer, susurrando en voz alta—. ¿La van a enterrar mañana o pasado, u hoy? Yo la parí y debo marchar con el cortejo, ya sabe. Mándenme una capa, pero que sea bien calentita, que hace mucho frío. ¡También tendríamos que comer tarta y beber vino antes de partir! Bueno, no, mejor traiga pan, una barra de pan y un vaso de agua, únicamente. ¿Podremos comer algo de pan, buen hombre? —dijo ansiosamente, agarrando el abrigo del dueño de la funeraria, mientras él se dirigía de nuevo hacia la puerta. —Sí, sí —dijo este—, por supuesto, cualquier cosa que necesite. Se soltó de la mujer y, arrastrando a Oliver tras de sí, se alejó a toda prisa. Al día siguiente, cuando la familia ya había encontrado alivio en una barra de pan de medio cuarto y un trozo de queso que les había llevado el señor Bumble en persona, Oliver y su señor volvieron a la humilde morada y Bumble ya estaba allí, acompañado por cuatro hombres del hospicio que iban a hacer de porteadores. Habían echado una vieja capa sobre las ropas raídas de la anciana y del hombre. Tras atornillar el ataúd d*****o, lo alzaron sobre los hombros de los porteadores y lo llevaron escaleras abajo hasta la calle. —Señora, ahora tendrá que apretar el paso como buenamente pueda —susurró Sowerberry al oído de la vieja—, vamos con bastante retraso, y no es bueno hacer esperar al cura. Deprisa, caballeros, tan rápido como puedan. Con esta orden, los porteadores trotaron bajo la ligera carga, y los dolientes se mantenían tan cerca como les era posible. El señor Bumble y Sowerberry caminaban por delante a una distancia considerable, y Oliver, cuyas piernas no eran tan largas como las de su señor, corría a un lado. No era necesaria en realidad tanta presteza como Sowerberry había anticipado, ya que, cuando llegaron al oscuro rincón del camposanto donde crecían las ortigas y se cavaban las tumbas de los parroquianos, el cura aún no se había presentado, y el sacristán, que estaba sentado junto al fuego de la sacristía, parecía pensar que era bastante probable que tardase alrededor de una hora en llegar. Así que dejaron el féretro al borde de la tumba, y los dos dolientes esperaron con paciencia en el barro, soportando la fina llovizna, mientras los niños harapientos, a quienes el espectáculo había atraído hasta el camposanto, jugaban ruidosamente al escondite entre las lápidas, o cambiaban de pasatiempo saltando hacia delante y hacia atrás por encima del ataúd. El señor Sowerberry y el señor Bumble, al ser amigos personales del sacristán, se sentaron frente al fuego con él y leyeron el periódico. Al final, tras un lapso de algo más de una hora, se vio al señor Bumble, el señor Sowerberry y el sacristán correr hacia la tumba, e inmediatamente después apareció el cura, poniéndose el sobrepelliz a medida que avanzaba. Entonces el señor Bumble azotó a un niño o dos, para guardar las apariencias, y el estimado padre, habiendo oficiado toda la liturgia funeral que es posible comprimir en cuatro minutos, le entregó su sobrepelliz al sacristán y huyó de nuevo. —Venga, Bill —le dijo Sowerberry al enterrador—, llénala. La tarea no resultó difícil, pues la tumba estaba tan llena que el ataúd más alto quedaba a tan solo un metro de la superficie. El enterrador echó tierra con una pala, luego la aplanó con los pies, se colocó la azada sobre el hombro y se fue, seguido por los niños, que se quejaban en voz alta de que la diversión se hubiese acabado tan pronto. —Vamos, amigo mío —dijo Sowerberry dándole unas palmaditas en la espalda al hombre—, que tienen que cerrar las puertas. El hombre, que no se había movido lo más mínimo desde que se instaló junto a la tumba, se sobresaltó, levantó la cabeza, miró a la persona que le había hablado, caminó unos pasos y se desmoronó. La vieja loca estaba demasiado ocupada lamentándose por la pérdida de su capa, que el dueño de la funeraria le había quitado, para prestarle atención, así que le echaron un cubo de agua fría por encima y cuando volvió en sí lo acompañaron sin más fuera del camposanto, cerraron las puertas con llave y se fueron cada uno por su lado. —Bueno, Oliver —dijo Sowerberry, mientras caminaban hacia casa—, ¿qué te ha parecido? —Pues muy bien, gracias —dijo Oliver, dudando considerablemente—. Un poco mal, señor. —Bah, al final te acostumbrarás, Oliver —dijo Sowerberry—; en cuanto te acostumbres ya verás como no es nada, hijo. Oliver se preguntó si el señor Sowerberry habría tardado mucho tiempo en acostumbrarse, pero pensó que sería mejor no formular la pregunta en voz alta, y caminó de vuelta a la funeraria reflexionando sobre todo lo que había visto y oído.
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