Capítulo V-1

2124 Words
Capítulo V C APÍTULO VOliver conoce a nuevos compañeros y, al ir a un funeral por primera vez, se forma una idea desfavorable del negocio de su señor Cuando le dejaron solo en la funeraria, Oliver colocó el candil sobre un banco de carpintero y miró tímidamente a su alrededor con una sensación de sobrecogimiento y pavor que muchas personas de edad considerablemente superior no tendrán ninguna dificultad en comprender. Había un ataúd sin terminar sobre unos caballetes negros, en medio del establecimiento, con un aspecto tan lúgubre y mortecino que le recorría un escalofrío cada vez que sus ojos se dirigían hacia aquel sombrío objeto, del que casi esperaba ver surgir alguna espantosa figura alzando lentamente la cabeza para que el terror le volviese loco. Contra la pared había una larga hilera de tablas de madera de olmo, alineadas ordenadamente y cortadas en la misma forma, que bajo la tenue luz parecían fantasmas de altos hombros con las manos en los bolsillos de los calzones. Por el suelo había esparcidas chapas para los ataúdes, astillas de olmo, clavos de cabezas brillantes y jirones de tela negra, y la pared que había detrás del mostrador estaba decorada con una vívida representación de dos plañideros, que llevaban unas golillas muy almidonadas y se encontraban de servicio frente al portón de una casa particular, y una carroza fúnebre tirada por cuatro corceles negros que se acercaba hacia allí. El establecimiento estaba cerrado y hacía calor. El ambiente parecía viciado por el olor de los ataúdes. El hueco bajo el mostrador donde habían echado el colchón de borra de Oliver semejaba una tumba. Y no eran estos los únicos sentimientos sombríos que deprimían a Oliver. Estaba solo en un lugar desconocido, y todos sabemos cuán espantado y afligido puede llegar a sentirse hasta el más valiente de nosotros en tal situación. El niño no tenía amigos de los que ocuparse, ni que se ocupasen de él. No tenía fresco en el pensamiento el lamento de ninguna separación reciente. No le oprimía el corazón ninguna ausencia de seres queridos cuyos rostros recordase. Sin embargo, su corazón estaba afligido, y Oliver deseó, mientras se arrastraba para acostarse en el angosto lecho, que este fuese su ataúd, para poder así descansar en un sueño largo y profundo bajo la tierra del camposanto, con la alta h****a ondeando dulcemente sobre su cabeza y el sonido de la vieja y grave campana tranquilizándole mientras dormía. Oliver se despertó por la mañana a causa de unos ruidosos puntapiés procedentes del otro lado de la puerta del establecimiento, los cuales, antes de que tuviese tiempo de embutirse en sus ropas, volvieron a repetirse de forma violenta e impetuosa otras veinticinco veces; cuando el niño empezó a quitar la cadena, los pies pusieron fin a la descarga y se escuchó una voz. —Oye, abre la puerta. —Ahora mismo, señor —contestó Oliver, quitando la cadena y dándole la vuelta a la llave. —Supongo que eres el chico nuevo, ¿no? —dijo la voz a través de la cerradura. —Sí, señor —contestó Oliver. —¿Cuántos años tienes? —interrogó la voz. —Tengo once, señor —respondió Oliver. —Pues entonces te zurraré cuando entre —exclamó la voz—, ¡ya verás cómo te zurro, mocoso de hospicio! Y tras haber hecho esta promesa tan amable, la voz empezó a silbar. Oliver se había visto involucrado tan a menudo en el proceso que se acaba de mencionar que no albergaba la menor duda de que el dueño de la voz, quien quiera que fuese, cumpliría su promesa de la forma más honorable. Retiró los pestillos con manos temblorosas y abrió la puerta. Oliver estuvo unos segundos mirando calle arriba, y calle abajo, y hacia el lado opuesto de la misma, convencido de que el desconocido que se había dirigido a él a través de la cerradura se había alejado unos pasos para entrar en calor, ya que la única persona que Oliver veía era un fornido chico de la beneficencia, que estaba sentado sobre un poste frente a la casa y se comía una rebanada de pan con mantequilla, cortándola con una navaja en porciones del tamaño de su boca que luego engullía con gran destreza. —Disculpe, señor —dijo Oliver finalmente, al ver que ningún otro visitante hacía acto de presencia—, ¿ha llamado usted a la puerta? —Le he dado puntapiés —contestó el chico de la beneficencia. —¿Deseaba usted un ataúd? —preguntó Oliver con ingenuidad. Tras oír esto, el chico de la beneficencia se puso hecho una fiera y dijo que era Oliver el que iba a necesitar uno pronto si no dejaba de bromear con sus superiores de esa manera. —Así que no sabes quién soy, ¿verdad, hospiciano mocoso? —dijo a continuación el chico de la beneficencia, mientras bajaba del poste con una gravedad edificante. —No, señor —respondió Oliver. —Pues soy el señor Noah Claypole —dijo el chico de la beneficencia—, y debes obedecerme. ¡Retira los postigos, pequeño canalla holgazán! Con esto, el señor Claypole le administró un puntapié a Oliver y entró en el establecimiento con un aire de dignidad que resultó todo un mérito, ya que es difícil que un joven de cabeza grande y ojos pequeños, torpe y de semblante poco delicado, resulte digno bajo ninguna circunstancia, y más aún si a esta lista de encantos personales se le añaden una nariz roja y ropa interior amarillenta. Cuando Oliver hubo retirado los postigos y tras romper un cristal en su empeño por no ceder al peso de los mismos mientras los transportaba, tambaleándose, hasta un pequeño patio a un lado de la casa, donde se guardaban durante el día, Noah consoló al niño asegurándole que «lo haría mejor la próxima vez» y se dignó ayudarle. Poco después bajó el señor Sowerberry y en poco tiempo apareció la señora Sowerberry. Oliver, que lo había hecho mejor en el siguiente intento, como bien había asegurado el providencial Noah, siguió al muchacho escaleras abajo para tomar el desayuno. —Acércate al fuego, Noah —dijo Charlotte—. Te he reservado un buen pedazo de bacon del desayuno de tu señor. Oliver, cierra la puerta de detrás de Noah y toma los trocitos de bacon que he puesto sobre la cacerola del pan. Allí está tu té, cógelo y llévatelo a esa caja, bébetelo y date prisa, que quieren que vigiles el establecimiento, ¿está claro? —¿Lo has oído, hospiciano? —dijo Noah Claypole. —¡Por Dios, Noah! —dijo Charlotte—. ¡Mira que eres raro! ¿Por qué no dejas al chico en paz? —¿Que le deje en paz? —respondió Noah—. ¡Pero si en realidad ya le deja en paz todo el mundo! Ni su padre ni su madre se meterán nunca con él. Todas las personas que ha conocido le han dejado hacer más o menos lo que ha querido, ¿a que sí, Charlotte? ¡Je, je, je! —¡Ay, qué malo eres! —dijo Charlotte riéndose a carcajadas, acto al que se unió Noah. Después de reír, los dos observaron al pobre Oliver con desdén, mientras este se encontraba sentado sobre la caja, tiritando en el rincón más frío de la habitación, y se comía los trozos duros de bacon que habían reservado especialmente para él. Noah era un chico de la beneficencia, pero no un huérfano de hospicio. No era un accidente del destino, ya que era capaz de trazar su genealogía hasta sus padres, que vivían muy cerca. Su madre era lavandera y su padre, un soldado borracho a quien habían mandado de vuelta a casa con una pata de palo y una pensión diaria de dos peniques y medio, más una pequeña fracción variable. Los chicos que hacían los recados en las tiendas del barrio hacía tiempo que tenían la costumbre de apodar a Noah por las calles con los ultrajantes epítetos de «cueros», [3] «beneficencia» y otros por el estilo, y Noah los había llevado sin rechistar. Pero ahora que la fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin nombre, a quien incluso los más humildes podrían señalar con el dedo del desprecio, se vengaba con creces. Esto nos proporciona materia exquisita para la reflexión, ya que nos muestra la belleza de la naturaleza humana, que permite que las mismas cualidades afables se repartan equitativamente entre el aristócrata de más alto rango y el más despreciable de los chicos de la beneficencia. Cuando Oliver había pasado entre tres semanas y un mes en la funeraria, el señor y la señora Sowerberry, tras cerrar el establecimiento, estaban cenando un día en el pequeño salón t*****o, y el marido, después de dirigir unas cuantas miradas deferentes a su mujer, dijo: —Amor mío… —iba a continuar, pero como la señora Sowerberry levantó la mirada con un aspecto peculiarmente desfavorable, se calló. —¿Qué? —preguntó la señora Sowerberry, tajante. —Nada, amor mío, nada… —dijo el señor Sowerberry. —¡Mira que eres bruto! —exclamó la señora Sowerberry. —No era nada, amor mío —dijo el señor Sowerberry humildemente—, he pensado que no lo querrías oír, amor mío, solo iba a decir que… —¡Ay, no me digas lo que me ibas a decir! —se adelantó la señora Sowerberry—. No soy nadie, no me consultes, te lo ruego. Yo no me quiero entrometer en tus asuntos. Y mientras la señora Sowerberry decía esto, soltó una risotada histérica, que amenazaba con tener consecuencias desastrosas. —Pero, amor mío —añadió el marido—, quiero pedirte consejo. —No, no me lo pidas a mí —contestó la señora Sowerberry afectadamente—, pídeselo a otra persona. En ese momento soltó otra risotada histérica, que asustó enormemente al señor Sowerberry. Este es un tratamiento muy común y aceptado dentro del matrimonio, que a veces resulta muy efectivo. En un segundo consiguió que el señor Sowerberry se rebajase a suplicar a su mujer como un gran favor el poder contarle lo que ella tenía gran curiosidad en saber, y, tras un breve altercado que no duró ni tres cuartos de hora, esta se dignó concederle permiso para hacerlo. —Solo quería hablarte del joven Twist, amor mío —dijo el señor Sowerberry—. Es un chico muy guapo. —Ya puede serlo, porque está bien alimentado —observó la dama. —Tiene una expresión de melancolía en el rostro, amor mío —continuó el señor Sowerberry— que resulta muy interesante. Sería un plañidero estupendo. La señora Sowerberry alzó la mirada con una expresión de considerable asombro. El señor Sowerberry se dio cuenta y, sin darle tiempo a la buena señora de hacer ninguna observación, reanudó el diálogo. —No me refiero a un plañidero habitual que asista a los funerales de adultos, sino únicamente a los de niños. Sería toda una novedad tener un plañidero a su medida, amor mío. Seguro que causaría una sensación magnífica. La señora Sowerberry, que tenía muy buen ojo para los negocios de la funeraria, se quedó impresionada por la novedad de la idea, pero como, de haberlo expresado, su dignidad hubiese quedado en entredicho bajo tales circunstancias, se limitó a preguntar bruscamente a su marido cómo no se le había ocurrido antes una cosa tan obvia. El señor Sowerberry interpretó esto, correctamente, como un voto a favor de la propuesta, así que determinaron con presteza que Oliver se iniciara cuanto antes en los misterios de aquel oficio, y que con este fin acompañara a su señor en la primera ocasión en que se requiriesen sus servicios. Dicha ocasión no tardó en presentarse, ya que, media hora después del desayuno del día siguiente, el señor Bumble entró en el establecimiento y, apoyando el bastón en el mostrador, sacó su gran cartera de piel, de la cual extrajo un pequeño trozo de papel que entregó a Sowerberry. —¡Bueno! —dijo el dueño de la funeraria, leyéndolo por encima con evidente emoción—, así que tenemos un encargo de ataúd, ¿eh? —Primero un ataúd y después un funeral de la parroquia —respondió el señor Bumble mientras ataba la correa de la cartera de piel, que, como él, era muy corpulenta. —Bayton —leyó el dueño de la funeraria, y miró a continuación al señor Bumble—; nunca había oído este apellido. Bumble negó con la cabeza mientras contestaba: —Son gente obstinada, señor Sowerberry, muy obstinada, y me temo que también orgullosa, señor.
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