Su vestido celeste, que alcanzaba hasta la mitad de la pantorrilla, caía ceñido a su cuerpo hasta la cadera, de allí era libre de volar con la suave brisa veraniega. Maquillaje casi no usaba, solo algo que resaltara sus preciosos ojos celestes y un poco de labial rosa que hacía ver sus labios más llenos, más apetecibles.
Miró a la calle y esperó que aquel taxi se estacionara para poder subirse en él con la delicadeza que la marcaba, que la acompañaba como si fuese una marca registrada. Las calles se abrieron paso delante de sus ojos y suspiró agotada, no solo era una verdadera mierda llegar sin su representante que le avisó, a último momento, que fuese sola al restaurante y allá se encontrarían ya que él debía finiquitar unos asuntos que habían surgido inesperadamente, sino que realmente odiaba llegar sola, ella no era sociable, no le gustaba hablar con desconocidos y ahí era donde su representante hacía uso de sus encantos y hablaba por los dos. Ahora, sin estar segura con quién debía reunirse, se encaminaba a una noche que pocas ganas le producían.
—Buenas noches — saludó el maitre en la entrada a aquel lujoso espacio.
—Buenas noches. Tengo una reserva a nombre de Esteban García — explicó con esos ojos fríos clavados en el rostro de aquel hombre.
—Perfecto — respondió con sonrisa estudiada el sujeto una vez que comprobó aquella reserva —, sígame por acá — agregó señalando con su mano abierta hacia un pasillo por el que ella jamás caminó aunque era cliente casi habitual de aquel lugar, aunque ese detestable hombre siempre la tratara con ese desdén tan conocido por la mujer, producto de su eterna soltería y su negativa a tener pareja, a formar una familia como Dios y la religión lo indicaban.
Martina frunció el entrecejo pero, de todas maneras, siguió al sujeto por aquel lugar, atravesando el enorme salón principal lleno de mesas redondas y candelabros de vidrio que colgaban elegantemente del alto techo. Sus tacos blancos retumbaban con compás en el limpio piso mientras la encaminaban a una sala que jamás había visto, ubicada en un costado privado, lejos de la mirada de todos los comensales. Martina inhaló lentamente al ver al maitre detenerse frente a una pesada cortina roja, y luego, con elegancia, correr la tela para dejar ver un pequeño espacio con una mesa servida y unas cuantas sillas alrededor.
—La ayudo a ubicarse — dijo el hombre que la había guiado mientras movía una silla así ella podía sentarse con comodidad.
—Gracias — susurró incómoda tomando asiento.
—Gracias, puede retirarse.
Mierda, esa voz.
Martina volvió a ponerse de pie, girando levemente su cuerpo en dirección al dueño de aquella voz rasposa y grave, al dueño de esos ojos oscuros y aquel cabello castaño.
Mierda, no.
—No pienso quedarme — gruñó la morocha intentando salir de allí.
Ramiro fue más rápido y se plantó frente a ella, envolviéndola con su perfume masculino, con ese olor que la transportaba al pasado y le estrujaba el corazón.
El maitre aprovechó aquel extraño intercambio y se escabulló en silencio, no tenía ni ganas, ni tiempo, de quedarse a ver el drama romántico de dos personas con demasiado dinero y pocas preocupaciones, no, él debía seguir trabajando, aguantando personas que se creían demasiado para pisar este pobre mundo.
—Vengo a hablar de negocios, nada más — explicó Ramiro aguantando las ganas de tocarla, sosteniendo sus manos dentro de los bolsillos porque se negaba a asustar a la pequeña mujer que intentaba no mirarlo, que no le daba la satisfacción de volver a contemplar de frente aquellos preciosos ojos.
—¿Negocios?— cuestionó evitando ver ese rostro que hace años la había cautivado.
—¿Quién creés que compró toda tu obra? — indagó con ese tono de autosuficiencia.
Ahora sí Martina clavó sus furiosos ojos en él, lo insultó de mil maneras en su mente y le deseó lo peor, la mayor de las miserias.
Ramiro aguantó estoico, y con una seguridad que no sentía, aquella mirada que, aunque había perdido un poco de su naturaleza suave, igual lo seguía encantando, le seguía arrebatando los sentidos, empujándolo a la desesperación por lograr el perdón, uno que no se merecía pero anhelaba conseguir.
—Sos un imbécil — masculló con los dientes apretados sin apartarle la mirada —, no necesito tu caridad, no necesito…
—Tus obras se venden bien — interrumpió tomando asiento, manteniendo esa actitud distante, de negocios, desapegado de todo el tormento que golpeaba su espíritu —, yo las compré para mis hoteles y luego, si alguien se interesa, las puedo volver a vender a un buen precio. Yo gano plata y decoro con elegancia mis hoteles. No sé si sabías — dijo sirviéndose vino en una elegante copa — pero tus cuadros son muy requeridos en las altas esferas y yo tengo contacto con ese tipo de persona — explicó antes de beber un poco de aquella oscura bebida —, por lo tanto me pareció un excelente negocio. Cristina estuvo de acuerdo y cerró el trato con tu representante — finalizó y la volvió a mirar a ella que aún se mantenía de pie, al otro lado de la mesa, con los puños apretados y los ojos inyectados de furia.
—Si tu idea es revender mi trabajo…
—Ya son de mi propiedad tus cuadros, lo que yo haga con ellos no tiene nada que ver con vos. Ahora — dijo señalando la silla al lado de la morocha —, vamos a cenar para festejar el excelente negocio que nos beneficia a ambos y arreglaremos cierta presentación que quiero hacer en mi nuevo hotel. Además Vitali también quería hacer una exposición en una de sus bodegas en Mendoza, por lo que necesitamos ver fechas posibles y los gastos que correrán por la cuenta de cada uno — dijo sin perder aquel tono distante.
Martina, con los ojos entrecerrados, tomó asiento lentamente. Bueno, es verdad que aquello sonaba a una buena oportunidad para todos y, debía aceptar, Ramiro y Vitali siempre se habían manejado en las altas esferas de la sociedad, esferas que eran sus principales compradores, por lo tanto, en términos mercantiles, esta podría ser una muy buena reunión.
—Yo voy a pedir pasta, vos comé lo que quieras — dijo Ramiro mirando la carta —. Todo corre por mi cuenta — agregó tapando su rostro con aquel enorme papel, tratando de tragarse los nervios y las ganas de apoderarse de esos labios rosados que se veían a cada minuto más apetecibles. Ramiro, que en un primer momento agradeció que Cristina llamó a aquel sujeto para una reunión de última hora y que Jose distrajo a Vitali con vaya a saber qué estupidez, ahora no estaba muy seguro de aquella precipitada desición, no estaba seguro si se iba a poder contener y mantener solo una conversación profesional, no sabía si le iba a ser posible el evitar preguntarle por el idiota que la había intentado golpear en aquella calle oscura al lado de la galería, no podía afirmar que los celos no comenzarían a comerle la cabeza cuando supiera si ella estaba en pareja, con alguien, con quien sea. Bueno, tal vez hubiese sido mejor dejar que Vitali asistiera, o por lo menos el representante, alguien más que lo obligara a cuidarse, a no actuar como su cuerpo le imploraba.
—Carne con verduras al horno está bien para mí — La escuchó decirle al mozo, mozo que Ramiro jamás vió entrar, mientras le entregaba la carta.
—Perfecto — dijo el joven luego de tomar los pedidos y partir hacia la cocina, dejándolos solos y sin la protección que aquellos menúes le regalaban.
—¿Cuándo quieren hacer las presentaciones? — preguntó Martina acomodando la enorme servilleta blanca sobre su regazo.
—En el hotel sería dentro de dos meses. Para lo de Vitali recién a mitad de año, cuando lance un nuevo producto que tiene en mente — explicó con tono distante.
—¿Obras nuevas o lo que tenga listo? — indagó con total profesionalismo.
—Si lo que tenés preparado alcanza para hacer una muestra podemos usar eso, aunque lo tendrías que consultar con Vitali. Lo mío solo espero que llegue despachado como lo he pedido y en el tiempo acordado.
—Perfecto — respondió sin demasiadas ganas de imaginar un futuro en donde ella debía negociar con aquel italiano, donde debía volver a verlo de frente, aguantando el miedo, el horror, el pánico. Sin más bebió de un solo trago el contenido de su copa, tal vez si su mente se apagaba un poco podría controlar el pulso que parecía querer comenzar a fallar.
Ramiro frunció el entrecejo al verla volver a servir de aquel delicioso vino, pero decidió mantenerse en silencio, después de todo poco podía decir sobre las decisiones que ella tomara, sobre lo que quisiera hacer.
—En cuanto confirme fecha en el hotel te aviso para que arregles tu viaje hacia Buenos Aires — le dijo viendo como volvía a vaciar su copa en un solo trago —. Creo que mejor tomás con un poco más de calma.
Ramiro no supo qué dijo, pero supo, con claridad, que aquel balbuceo había sido un insulto dedicado a él. Se tragó la risa por el fastidio que la bonita mujer desprendía por cada poro de su piel y esperó en silencio que aquella frágil calma se rompiera. Sí, esos ojos celestes destellando con ira le mostraban la antesala de lo que vendría.
—¿Qué mierda hacías en mi exposición?— indagó con odio en la voz. Él había aparecido y luego se fue, sin más, dejándola confundida, con el corazón latiendo erráticamente y la boca seca por los nervios. Desapareció, como si nada, por cuatro días, haciendo que su mente se convirtiera en un lugar peligroso. Se volvió a servir vino y, de nuevo, vació la copa en un solo trago, ignorando la mirada de reproche de aquel idiota.
—Suerte que fuí, porque sino… — Y no terminó la frase porque el odio demencial que comenzó a desatarse en su interior, ante el solo hecho de imaginar aquel posible desenlace, auguraba una tormenta que no podría controlar.
—¿Si no qué?¿Él me hubiera golpeado? Si mal no recuerdo la última vez que nos vimos un sujeto, uno de tus clientes, me golpeó y a vos no se te movió un pelo — acusó clavándole sus ojos con furia.
Ramiro apretó la mandíbula y los puños, aguantando, soportando, aquel golpe que se merecía.
—Y fui un imbécil — dijo con el tono endurecido —, pero no por eso me siento menos mierda.
—Que bueno saberlo — ironizó dejando escapar una risa burlesca y bebiendo su cuarta copa de vino —, por suerte ya poco me interesa si te sentís una mierda o no.
—Lucía — advirtió.
—No me llamo Lucía — escupió con odio —, tenés que entenderlo. La imbécil que se dejó pisotear, la que trataste como una basura, a la que quisieron vender... — dijo con la voz temblorosa.
—No digas eso — interrumpió con dolor, con el tono seco, casi como si fuese una orden.
—¿Qué te molesta que diga? ¿Que mi propio padre me quería usar como moneda de cambio? ¿Que la noche en donde mi mundo se desmoronó vos me dijiste que era una puta? ¿Que tuve que comenzar de cero porque tu primo me perseguía para quitarme lo poco que tenía? ¿¡Qué es lo que te molesta que diga!? — gritó a punto de llorar, poniéndose de pie, sosteniéndole la mirada a ese idiota que parecía sufrir por ella. ¡Ja! Sufrir por ella.
—Todo. Me molesta todo, odio todo — dijo con el tono endurecido, poniéndose de pie y acercándose a ella con lentitud, con demasiada lentitud —. Saber que cuando más me necesitabas yo te escupí esas mierdas que no merecías, saber que tuviste que volver a huir, pero esta vez de mí. Saber todo eso me destruye por dentro, me rompió el alma durante doce años. ¿Querés saber qué es lo que más me molesta? — preguntó colocándose al lado de ella, pegando su enorme cuerpo al de la morocha, manteniendo su mirada enlazada con la de ella, hundidos, ambos, en esa burbuja que los había absorbido por completo —. Me molesta saber que jamás podrás perdonarme, aunque yo implore tu perdón, no podrás hacerlo porque no lo merezco.
—Nunca dijiste “perdón” en todo lo que va de la noche — escupió con asco y salió de allí, dejándolo clavado en el piso, sintiendo todo su cuerpo arder por la necesidad, por aquellos sentimientos que se removían sin control dentro de su pecho. Mierda que dolía.
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Escapó de allí aguantando las lágrimas, sintiendo el piso moverse debajo de sus pies debido a la estupidez de beber cuatro copas en menos de veinte minutos, con el estómago vacío y la bronca comiéndole la cabeza. Salió del restaurante y caminó por las calles solitarias, esperando que la noche y las cuadras que la separaban de su hogar le calmara el espíritu. Lamentablemente la brisa fresca intensificó su nivel de alcohol en la sangre, lo sintió como un golpe de ironía, como la vida riéndose de su imbecilidad, como un recuerdo de la estupidez que acaba de hacer, por cómo él aún seguía gobernándola por completo. Comenzó a sentirse cada vez más mareada, mareo que terminó obligándola a sentarse en una pequeña pared de un jardín para esperar que pase el efecto, para volver a tomar el control de su propio cuerpo. Con calma encendió un cigarrillo y fumó dejándose envolver por ese manto de ebriedad que desdibujaba un poquito su realidad. Sí, era mejor olvidar las últimas palabras y concentrarse en los negocios. Sí, era mejor olvidar los ojos profundos y oscuros de Ramiro y el delicioso aroma que desprendía. Sí, mejor ni pensar en el calor que desprendía su cuerpo y en las ganas que tenía de sentir aquellos brazos envolverla con fuerza. Se desprendió de sus pensamientos en cuanto vio unas luces frenar delante de ella, a un costado de la calle, y luego aquella enorme figura descender con paso firme y rápido hacia ella. No, era mejor no pensar que Ramiro había ido por ella, a buscarla, a asegurarse que estuviese bien porque sabía que había bebido demasiado en muy poco tiempo. No, mejor no pensar en él.
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Vitali no entendía por qué había accedido a las sugerencias de Jose, encontrándose, ahora, capturado por ese hombre y su pequeño hijo que no dejaba de moverse de un lado a otro. Bueno, en realidad sí entendía, su amigo se lo había explicado como si se tratase de un crío, igual a como le explicaba a su pequeño niño que no debía saltar sobre la cama porque podría romperla.
Resulta que el morocho le había comentado, casi al pasar, que tal vez no era tan buena idea que él y su primo se presentaran, juntos, delante de cierta muchacha, que tal vez, y ya habiendo Vitali hablado con ella, que solo uno asistiera y que, por buena fe, podía corresponderle a Ramiro tener la oportunidad de hablar a solas con aquella mujer, que, después de todo, él también necesitaba aclarar situaciones privadas con la morocha, cosas que no podía, ni debía, discutir delante de terceros. Vitali lo pensó durante unos buenos minutos, agradeciendo el silencio que le otorgaba Jose y el espacio que le brindaba para decidir sin sentirse presionado. Finalmente aceptó que aquello era una verdad irrevocable, después de todo él pudo expresar lo que pasaba en su interior, sí es cierto que no había recibido respuesta, pero por lo menos Martina ahora conocía su visión, su perspectiva. Sí, era el turno de Ramiro, de que él intente solucionar la porquería que sea que le hizo a aquella mujer.
Jose volvió a beber un poco de licor y contempló con su aguda vista a ese italiano quien, sentado en el pequeño sillón individual, analizaba en silencio algún tema que desconocía por completo. Sabía, intuía, en realidad, que aquel italiano desconocía la historia que había sucedido entre su hermano y aquella mendocina, o bien, y también era muy probable, se negaba a aceptar una realidad que explotaba en su cara. Mierda, ojalá que eso último no fuera, aunque lo dudaba, ya que eso irremediablemente llevaría a un enfrentamiento entre aquellos dos hombres que él respetaba y consideraba parte de su familia. Volvió a beber un poco más de licor y volvió sus ojos a su pequeño, a ese niño que surgió producto del amor profundo que sentía por esa despampanante mujer. La extrañó, sintió el nudo en el estómago y sus manos picar por la necesidad. Sí, llevaba solo unas horas separado de ella, pero luego de tantos años de distanciamiento ahora el tiempo a su lado siempre le sabía a poco, siempre esperaba no tener que volver a separarse de ella, aunque sabía que aquello era imposible. José solo deseaba poder tomar a su mujer e hijo y mudarse al campo, a esa zona en Luján que lo vió nacer y crecer. Sí, es verdad que había pasado por muchas carencias, pero nunca se había sentido tan feliz, tan bien, como cuando habitaba entre vacas y chanchos. Sonrió para sí mismo, no se imaginaba a Cristina, quien era eternamente elegante, vestida con alpargatas y ropa de campo, caminando entre la bosta y los yuyos para ir a recorrer sus tierras. Sonrió, porque aquella imagen le sonó a perfección, a hogar, a amor.
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—Lamento haberte retrasado tanto — se excusó Cristina con falsa angustia —, pero me era imposible ir a esa cena y tampoco quería dejar estos detalles sin arreglar — dijo despidiéndose de aquel hombre en la puerta de su hotel.
—No se haga problema — respondió con coquetería, porque sí, él también había caído encantado por esa preciosa mujer —. Yo tendré en cuenta estos requerimientos y le aseguro que Martina estará muy feliz con sus propuestas — aseguró sin saber que aquella mendocina ya estaba al tanto de esos planes.
—Un gusto hacer negocios con usted. Nos mantenemos en contacto — saludó antes de bajar del auto y regalarle una espectacular visión de todo su cuerpo enfundado en un vestido que se aferraba a cada suave curva de su cuerpo.
Enrique intentó no quedar como un pervertido delante de esa mujer, no parecer embobado por ella, pero la verdad que era sumamente difícil.
—Bendito el hombre que puede probarla cada día — susurró en cuanto estuvo a solas.
Bueno, ahora le tocaba algo peor, ir en busca de su representada, quien seguro lo mataría en cuanto se le plantara enfrente. Conocía, por desgracia, el mal carácter de Martina en cuanto se enfadaba, pero debía aceptar que aquello había sido inevitable y, además, bastante productivo para las cuentas bancarias de ambos. Sonrió y puso rumbo al restaurante, iba a enfrentarse con el mismísimo diablo dentro de un pequeño cuerpo, pero no le importaba, estaba de buen humor y nada se lo arruinaría.