En esa oscura calle que rodeaba aquel asqueroso riachuelo, una pequeña figura se desplaza a paso veloz entre las sombras y la mugre, cargando un bulto que no dejaba de retorcerse entre sus delgados brazos. Buscó con la mirada que nadie contemplara la atrocidad que estaba por cometer, que no hubiera ni un solo testigo que registrara en sus recuerdos lo que ella iba a hacer en pocos segundos.
Nadie.
Se agachó al lado de un perro de pelo n***o como la noche que la vigilaba, enorme, que le recordaba protección, un perro, eso fue lo que vio, un perro que dormía plácidamente en el pasto húmedo por el rocío y depositó aquel bulto envuelto en infinitas mantas. Dios no la iba a perdonar, eso era seguro, pero apenas si podía con su vida como para encargarse de otra más. No, no había forma que pudiera hacerlo.
Una solitaria lágrima rodó por su mejilla antes de depositar un suave beso en los regordetes cachetes de aquel pequeño bebé. Una lágrima rodó recordándole lo mierda que era, la porquería humana que resultó ser.
—Pasa mucha gente por acá, alguien te va a encontrar — dijo más para sí misma que para aquel pequeño niño que comenzaba a balbucear cosas inentendibles —. Te amo — agregó antes de levantarse a toda prisa y salir corriendo de allí, si se quedaba un segundo más no podría hallar la fuerza necesaria para dejar una parte de su alma atrás.
El perro, más humano y sincero que los mismísimos humanos, levantó la cabeza y olfateó con concentración aquel cuerpecito que se retorcía. Sin más el peludo animal envolvió al pequeño con su peludo cuerpo, regalándole un poquito de calor, ayudando a que la criatura se quedara plácidamente dormida entre sus patas, bien pegadito a su estómago, arrullado por el latir de su corazón desprovisto de maldad.