—Deciles que carguen todo a mi nombre y envíen el recibo a mi hotel — le dijo Ramiro mientras abandonaba el restaurante.
Enrique pestañeó un par de veces, tratando de asimilar qué sucedía, intentando procesar el por qué aquel hombre dejaba a las apuradas el restaurante, gritándole directivas mientras caminaba a paso rápido hacia su vehículo. Por suerte el maitre plantado a su lado le pudo dar una pequeña explicación de la situación y le pidió acompañarlo para ultimar detalles sobre el cobro del servicio. Bien, había ganado una cena para llevar sin poner un solo centavo.
Ramiro manejó casi como un desquiciado, no conocía muy bien la ciudad pero tenía un excelente sentido de la orientación, por lo que pudo suponer hacia dónde se había encaminado Lucía, qué camino debería haber tomado para volver a su casa. ¿Y cómo sabía él dónde vivía? Claramente Vitali le había contado detalles de la pequeña reunión que tuvo con ambas hermanas en el hogar de éstas, en esa sala iluminada tenuemente, en ese espacio que olía a palo santo.
La vió sentada en el jardín de alguna casa, fumando con tranquilidad mientras contemplaba el oscuro cielo nocturno. Se estacionó frente a ella y bajó a paso rápido, preocupado por su estado, por si algo le hubiese ocurrido en esos minutos que él tardó en reaccionar. Dios, se odiaría por siempre si algo malo hubiese pasado.
En cuanto los ojos de Lucía lo enfocaron, lo supo. El alcohol había hecho de las suyas y por eso aquella sonrisa boba se le estaba abriendo paso en el rostro.
—Preferiría que cualquiera viniera a buscarme, cualquiera — dijo con la lengua un tanto pastosa.
—Dios, te podría haber pasado cualquier cosa — susurró aliviado y, sin pensarlo, la atrajo hacia su pecho, apretándola entre sus brazos, sintiendo su corazón calmarse al verla bien, sana, sin ningún rasguño.
—Ramiro — advirtió con el tono endurecido desde ese espacio que extrañaba tanto, que odiaba anhelar.
—Solo un poco, déjame solo un poco — pidió en un tono bajito, apretándola un poquito más, percibiendo cada parte de esa mujer pegada contra su cuerpo, impregnándolo de su aroma.
—No me hagas esto — pidió y ese pequeño temblor en la voz lo hizo retroceder.
Ramiro la despegó de su cuerpo y, manteniendo sus manos en aquellos pequeños hombros, la contempló de frente, directo a esos hermosos ojos que le recordaban el infinito cielo de verano. Ahí lo supo, algo dentro de ella luchaba por salir, habían dos partes enfrentadas que trataban de tomar el control. Aguantó la sonrisa, la explosión de felicidad, y se tragó la ilusión.
—Vamos, te llevo a tu casa — dijo suavemente sin soltarla, guiándola con cuidado hasta su auto.
—No quiero que sepas donde vivo — refunfuñó en un tono más acorde a una pequeña de siete años que a una adulta independiente.
—Tarde, bonita, ya lo sé — le susurró cerca del oído, sabiendo de ese estremecimiento que le causó en la piel.
—No me digas así — se empacó dejando salir un tierno puchero.
—Vamos — insistió ayudándola ingresar al vehículo, aguantando las ganas de comerle ese labio que sobresalía por debajo del otro, apartando todas las imágenes que su mente le proyectaba sin piedad.
Condujo con calma, alargando ese momento, ese instante en el que por fin habían coincidido. Llegaron con ella casi dormida, entregada a un relajante estado de ebriedad. Bueno, al parecer el vino era la debilidad de aquella preciosa mujer.
—¿Tus llaves?— preguntó al ver que poco se movía para salir del auto.
—No vas a entrar — intentó imponer su voz pero el sueño y aquel brebaje que bebió le impidieron la tarea.
—Solo te voy a ayudar, dame las llaves — pidió con esa dulzura que solo aplicaba con ella, con ella y nadie más.
Fastidiada, pero estúpidamente entusiasmada, le entregó su llave y antes que pudiera darse cuenta, estaba siendo cargada hacia la puerta de su hogar.
No quería, realmente intentaba resistirse, pero su cuerpo tenía vida propia y su cabeza terminó apoyada en el amplio hombro de aquel sujeto que la cargaba como si de una dulce princesa se tratara.
Con cuidado Ramiro ingresó la llave y sintió aquellos finos brazos envolver su cuello. Inhaló profundo, dándose fuerzas que no tenía, intentando controlar el delicioso temblor que le recorrió el cuerpo solo por sentirla así, tan pegada a él.
—¿Tú habitación?— preguntó una vez dentro de aquella sala.
—Arriba — masculló sintiendo su cuerpo lentamente caer en un estado de somnolencia más profunda.
Ramiro sonrió, con la cabecita de Lucía pegada a su cuello, sintiendo cómo el aire que dejaba salir le acariciaba la piel, inhalando su delicioso perfume mezclado con aquella fragancia a palo santo que inundaba cada rincón de aquel hogar.
Subió la escalera con ella entre sus brazos, contemplando con total atención cada rincón de ese pasillo, notando, con increíble precisión, qué objetos pertenecían a la mujer que descansaba en sus brazos y cuáles a aquella que había conocido cuando apenas era una pequeña.
Abrió la primera puerta y supo al instante que esa habitación era la de Clara, por lo tanto cerró e intentó con la siguiente. Ahí sí, esa era la de su preciosa Lucía, esa que tenía un orden desestructurado y varios tarritos sobre la cómoda. Entró con ella casi dormida, caminando suavemente hacia la cama que se notaba cómoda y suave. La depositó con cuidado y notó cómo se aferró aún más a su cuerpo, cómo clavó su nariz en el cuello mientras su labios le rozaban con suavidad la piel sensible de esa zona.
—Por favor, no me lo hagas más difícil, bonita — le susurró a una Lucía casi dormida.
—Recordá que te odio — le respondió acariciando el cuello de Ramiro con sus labios, disfrutando un instante aquel contacto antes de liberarse de ese hombre, antes de que su cuerpo se desplomara en su cómoda cama, pensando que aquello no era más que una parte de los tantos sueños que tenía con el sujeto de cabellos castaños y ojos preciosos.
Ramiro la contempló dormir, observó su pequeño cuerpo y aguantó las ganas de tocarla, de dejarle un beso en su mejilla, porque, sabía, eso no iba a ser suficiente para él y su alma se desgarraría al tener que separarse de esa preciosa mujer.
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A la mañana siguiente despertó sintiéndose un tanto extraña, con una aroma que no le correspondía impregnado en su piel. Se incorporó un poco y observó el pequeño papel apoyado en la lámpara que descansaba en su mesa de luz. Aquella letra, desprolija e inclinada, la transportó varios años atrás, aquel mensaje escrito con tinta azul le estrujó el alma. "Recordá que todavía te amo", revelaba sin más, sin firmas ni pedido de nada, sin exigencias ni perdones patéticos, sin nada, solo una declaración de amor y nada más.
Tuvo que llevar sus manos hasta los labios y aguantar el sollozo que escaló por su garganta y le sacudió el espíritu. Tuvo que apretar fuerte los ojos para no continuar con su vista clavada en ese papel. Tuvo que dejar salir el llanto, que le desgarraba el alma y se llevaba su orgullo.
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Clara miró en dirección a Nicolás y sonrió más amplio, esperando, aguardando, que él le diera permiso para hacer aquello.
—Dale, te juro que se puede — la animó sin dejar de sonreirle.
Clara se mordió sus pequeños labios y dio un paso adelante. Carajo, si Capital Federal le parecía un sueño, esto era algo más grande, algo que robaba el aliento y la impactaba a niveles inimaginables. Sintió la suavidad de la mano de ese precioso hombre envolver sus dedos, y luego toda su palma aplastarse contra la de ella. Volvió sus celestes ojos hacia el rubio y aguantó las lágrimas que empujaban por salir.
—Es precioso — dijo contemplando todo el Colón desde el escenario.
El majestuoso teatro se abría delante de ella con sus sillas rojas y aquellos techos abovedados blancos. Las lucecitas de los palcos parecían estrellas brillantes y cada palabra retumbaba por todo el lugar gracias a esa increíble acústica.
—Te dije que no es lo mismo estar acá que allá —dijo señalando primero la madera bajo sus pies y luego los asientos que descansaban a unos metros de ellos.
—Es imponente — susurró con los ojitos bien abiertos, mirándolo de frente mientras apretaba suavemente la enorme y cálida mano de ese hombre que todos los días le robaba un poco más el corazón.
—Sí, lo es — confirmó anhelante, imaginándose a él sobre las tablas, con los asientos repletos de espectadores dispuesto a escucharlo. Sí, era un sueño demasiado grande, pero nadie le quitaría el gusto de dejarse llevar por su imaginación.
—Debe ser increíble estar acá cada noche, ver lo que pasa tras bambalinas, mirar a los actores y bailarines prepararse para salir — dijo desbordada de energía.
—Imagino que sí, aunque demasiada presión, demasiada gente — respondió mientras la tomaba de la cadera y la pegaba, un poquito, a él —. Creo que prefiero cierto pequeño teatro de Corrientes que es… precioso— explicó con seriedad, arrancando una boba risita de aquella preciosa mujer —. Cuando quieras te lo llevo a conocer — propuso acercando los labios a esos que se mostraban carnosos y deliciosos.
—Me han dicho que una de sus dueñas es una mujer preciosa, de carácter fuerte y mucha energía, que cada hombre que la ve cae rendido a sus pies. No quiero que te vaya a robar el corazón sin tu permiso — bromeó rozando sus labios con los de él.
—Tarde el aviso — susurró con los ojos clavados en aquella hermosa boca —. Ya caí — afirmó antes de besarla, antes de provocarle un completo escalofríos que le recorrió toda la espalda y se posó en lo alto de la coronilla, antes que su corazón se disparara y comenzara a sentir ese delicioso revoltijo en el estómago.
Se dejó llevar por aquel beso, por esa lengua cálida que la hacía perder en una nube donde solo el tango y el teatro habitaban. Enredó más sus brazos alrededor de aquel hombre y se apretó contra él con ganas, con necesidad.
—Mejor paramos acá — susurró Nicolás contra sus labios, sintiendo esa media erección formándose, intentando controlar sus ganas y el impulso de comer hasta el último pedazo de aquella mujer.
—Mejor vamos al hotel — propuso ella y le volvió a hundir la lengua con ganas, con todo su cuerpo hirviendo por el deseo, por las ganas de fundirse con ese hombre salido de un cuento de hadas.
En cuanto Nicolás sintió aquel involuntario gemido escapar de su pecho, decidió que era suficiente, que mejor caminar las pocas cuadras que lo separaban de su hogar y allí, allí sí no la dejaría respirar ni un segundo. Es que él lo sintió, percibió ese algo más que se coló en aquel beso como un polizón, supo que Clara le hablaba sin palabras, le devolvía lo mismo que él le estaba dando, le regalaba un poquito de su propia alma. Se aterró hasta la médula, temeroso de salir lastimado, asustado hasta las entrañas de aquel fuerte sentimiento que se había creado en tan pocos días. Intentó calmar sus pensamientos y dar un sentido lógico a todo, pero cuando esos ojitos celestes lo volvieron a contemplar acompañados de esa radiante sonrisa, toda su lógica se fue a la mierda. No sabía cómo, no entendía por qué, pero Clara había llegado a su pequeño mundo solo para robarle el corazón, el alma y el cuerpo.
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Esa mañana el italiano no esperaba que nada fuera de lo común sucediera, no quería moverse de su cuarto y, mucho menos, saber cómo le había ido a su primo, pero aquel golpe en la puerta lo obligó a ponerse de pie y atender a quién carajos sea que le perturbaba su día de mal humor.
Otra vez el pobre muchacho se tuvo que enfrentar a una cara imponente y unos ojos del terror, tragó con fuerza y compuso su mejor sonrisa.
—Buen día, señor — dijo intentando poner su mejor voz —. Le dejaron este mensaje en recepción — explicó tendiendo un papel y, otra vez, como si fuese un deja vu, la puerta fue cerrada en su cara.
Vitali abrió el papel sin mucho entusiasmo y casi se ahoga con su propia saliva al leer aquel mensaje. Ella, con su prolija letra bien finita, le escribía con tinta azul en aquel papel blanco, que lo esperaba al mediodía en su casa, en ese espacio que olía tan bien, en aquel lugar íntimo, casi sagrado.
Sin pensarlo dos veces buscó algo de ropa y se metió al baño, se limpió a conciencia y se afeitó con cuidado. Tomó su mejor traje, el perfume más delicioso que tenía a mano y aquel elegante reloj plateado. Salió dos horas después, sin avisarle a nadie y con el corazón latiendo desbocado. Se detuvo en un pequeño negocio para comprar algún buen vino y continuó camino. A las doce en punto se hallaba frente a esa casa, a esa puerta que le fue cerrada sin piedad, robándole un pedazo más de su alma. Inhaló profundo y golpeó sintiendo el corazón latirle en los oídos, la respiración trabarse en su garganta y la boca secarse por la expectativa.
—Hola.
Ni siquiera pudo responder cuando la vió, cuando supo que estaba parada delante de él, con esos ojitos preciosos mirándolo directamente a él y solo a él. No encontró las palabras para devolver el saludo cuando ella le sonrió un poquito, atravesando esas capas de terror que, claramente, sentía. No entendía por qué, pero el tiempo se detuvo en el punto exacto que aquellas mejillas se sonrojaron suavemente ante su taciturna presencia.
—Podés pasar — lo invitó al no obtener respuesta.
Al parecer el movimiento de su cuerpo lo sacó de su estupidez y, por fin, se dignó a hablar.
—Sí, perdón, hola — saludó mientras ingresaba —. Traje un vino — explicó extendiendo la botella a la bonita mujer.
—Ah, no te hubieras molestado — dijo recibiendo el objeto y rozando involuntariamente aquella piel caliente que envolvía los dedos del italiano.
—Para nada — respondió embobado.
Martina cerró la puerta tras su espalda y se mentalizó por lo que vendría, por lo que estudió que quería decir, para no dejar nada dentro de su sistema, sacar todo aquello que la envenenaba hace años y no le permitía ser feliz. Necesitaba, de forma urgente, sacar toda la porquería y avanzar, ser libre, volver a ser feliz.