El amanecer llegaba como una promesa de incertidumbre. Sofía se encontraba sentada en su escritorio, rodeada por el eco de las olas que rompían contra la costa cercana, pero en su mente solo había espacio para una cosa: el encuentro. Después de recibir la última carta de Andrés, la mezcla de emociones que sentía la había dejado al borde de la ansiedad. Había una sensación persistente, como si el aire mismo estuviera cargado de tensión, esperando que sucediera algo significativo, algo que podría cambiarlo todo.
El encuentro había sido propuesto para dentro de una semana. Siete días. Eso era todo lo que quedaba entre ella y la posibilidad de descubrir la verdad, de ver finalmente al hombre que había capturado su alma a través de las palabras. Durante esa semana, cada minuto se convirtió en un universo de pensamientos, temores y deseos no expresados. La espera era insoportable. Cada carta de Andrés parecía traer más preguntas que respuestas, y Sofía se encontraba atrapada en un ciclo de dudas que no podía romper.
Lo que la preocupaba más no era el hecho de que nunca se hubieran visto, ni el misterio que rodeaba a Andrés, sino la sensación de que, al final, podría ser un extraño. A lo largo de sus cartas, él había construido una imagen tan idealizada de sí mismo que le resultaba casi imposible concebir que alguien tan perfecto realmente existiera. ¿Y si él no era el hombre que imaginaba? ¿Qué pasaría si, al ver su rostro, su amor se desvanecía como un espejismo? La posibilidad de que todo lo que había sentido fuera solo un sueño la aterraba. Pero al mismo tiempo, no podía evitar la esperanza que anidaba en su pecho, esa esperanza que crecía cada vez que leía una carta de él.
Por su parte, Andrés también estaba enfrentando su propia tormenta interna. Durante esos días de espera, él había sentido una mezcla de emoción y temor. La idea de ver finalmente a Sofía, de conocerla en carne y hueso, le parecía algo casi surrealista. Había compartido con ella tantas cosas a través de las cartas, pero, ¿y si la realidad no cumplía con las expectativas que él mismo había formado? ¿Y si Sofía no era lo que él imaginaba, o peor aún, si ella no sentía lo mismo al verlo? La tensión entre sus deseos y sus miedos era palpable.
Sin embargo, había algo que Andrés sabía con certeza: la conexión que sentía por Sofía, aunque nacida en el terreno intangible de las palabras, era auténtica. Las cartas no solo habían sido un refugio para sus pensamientos más profundos, sino también un vínculo que había crecido de manera inesperada y poderosa. No importaba cuán lejos estuvieran, cuán incierta fuera la identidad del otro. Lo que compartían, por más intangible que fuera, se sentía verdadero.
Los días pasaban lentamente, y Sofía decidió que, para aliviar la ansiedad, debía prepararse para el encuentro de la mejor manera posible. No quería que la idea de ver a Andrés la desbordara, ni dejar que la inseguridad la consumiera. Había hecho planes para encontrarse con él en el café del puerto, un lugar que siempre había considerado su refugio. Era un lugar tranquilo, rodeado por la serenidad del mar, donde las olas rompían suavemente contra los muelles, creando un sonido constante que la relajaba.
Ese día, Sofía se levantó temprano. Cuando se miró en el espejo, no encontró a la mujer ansiosa y temerosa que había sido unos días antes, sino a alguien decidida a enfrentar lo que sea que el destino le deparara. Eligió con cuidado su atuendo: algo sencillo pero que la hiciera sentirse cómoda y segura. En su rostro, se reflejaba una mezcla de emoción y temor, pero su mirada estaba resuelta. Si el encuentro con Andrés tenía que suceder, iba a suceder de la manera más sincera posible.
Antes de salir, escribió una última carta. No era una misiva común, sino una especie de despedida escrita antes de que la realidad tomara el control. Le habló a Andrés con una vulnerabilidad que solo se había atrevido a mostrar en sus palabras, confesándole sus miedos más profundos sobre el encuentro. Le habló de cómo la idea de que todo lo que había experimentado hasta entonces pudiera desmoronarse con una sola mirada la aterraba, pero también le agradeció por haber sido su refugio durante todo este tiempo. Le decía que, independientemente de lo que sucediera, su conexión siempre habría sido algo único e irrepetible. Cerró la carta con un “Nos vemos pronto” y la dejó en su escritorio, en espera de ser enviada después del encuentro.
La hora del encuentro llegó, y Sofía caminó por las calles del puerto con paso firme, pero su corazón latía desbocado. En el café, el aire era fresco, pero su cuerpo estaba empapado en sudor. Se sentó en una mesa junto a la ventana, desde donde podía ver el mar y el ir y venir de los barcos, pero nada de eso podía calmar la tormenta que llevaba por dentro. A su alrededor, las personas se movían como sombras, como si todo el mundo estuviera ajeno al momento que ella estaba por vivir.
Cada minuto que pasaba parecía ser más largo que el anterior. La ansiedad le nublaba los pensamientos. Estaba sola, sentada en ese café, esperando. De repente, un hombre entró, con una presencia que llenaba la habitación. Sofía lo miró, pero no pudo evitar que su corazón se detuviera por un momento. Aunque no sabía cómo iba a ser, en ese instante supo que ese hombre era Andrés.
Él la miró desde la entrada, y durante unos segundos, ninguno de los dos se movió. Había una tensión palpable en el aire, como si el mundo mismo hubiera suspendido el tiempo para dejarlos vivir ese momento. Finalmente, Andrés caminó hacia ella, y Sofía sintió una mezcla de emociones: incertidumbre, sorpresa, pero también una profunda familiaridad, como si este encuentro hubiera sido esperado durante toda una vida.
“Hola, Sofía”, dijo Andrés con una voz suave, pero que resonó en el corazón de ella como un eco.
Sofía no pudo decir nada por un momento, y cuando por fin abrió la boca, las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Pero algo en la mirada de Andrés, algo en la calidez de su sonrisa, le dio la certeza de que, a pesar de todo, este encuentro no desmoronaría lo que habían construido.
Ambos sentados frente a frente, en silencio al principio, pero con la promesa de que las palabras, esas mismas que los habían unido, seguirían siendo el puente entre ellos. Pero ahora, las palabras debían enfrentar una nueva realidad: la del contacto físico, el de los cuerpos reales y las emociones genuinas. ¿Sería este el verdadero comienzo de algo eterno, o el fin de una historia construida solo sobre la fragilidad de las palabras? La respuesta, en ese preciso instante, era un misterio por resolver.