Narra Jared
No soy ese tipo. El que siempre anda a la caza de mujeres núbiles que apenas han salido de la adolescencia para sentirse joven de nuevo. Puede que esté entrando en una crisis demasiado pronto, pero aun así, salgo con mujeres de la misma década que yo. Mujeres que han vivido un poco, que saben lo que quieren, que saben cómo ser pareja de un hombre de verdad.
Pero cuando vi su pequeña y pálida mano deslizándose por los tejidos peludos, lo único que pude pensar fue en esas sensuales yemas de los dedos delineando cada uno de mis músculos, explorando la talla con el mismo asombro con el que ella me miraba desde el otro lado de una tienda departamental abarrotada.
Ella es como una pequeña muñeca.
La piel es como de porcelana, así que haz de ella una muñeca de porcelana. Ojos redondos y húmedos. Ese brillante mechón de pelo rojo de Gilda retorciéndose por su espalda, pidiendo a gritos que lo agarren con el puño y lo usen como correa para controlarla.
Con delicadeza, por supuesto. Con mucha, mucha delicadeza. A una chica así hay que mimarla. Una joya preciosa en un estuche acolchado de satén. Vigilada y vigilada constantemente.
Me obligo a mantener la vista fija en su madre y no dejarme arrastrar de nuevo hacia la chica con el cuerpo pecaminoso. El hecho de que lo tenga todo cubierto con ropa de gimnasia es más excitante que si hubiera estado allí de pie con una minifalda. Tengo una vívida imaginación cuando se enciende y, joder, esa chica me excitaba.
Esa oleada de sensaciones por una mujer me tiene acojonado, lo admito.
No sólo porque ha pasado demasiado tiempo desde que conocí a una mujer que me inspirara algo más que el deseo de liberar algo de tensión acumulada. Hace tanto tiempo que estoy empezando a pensar que me he vuelto hastiado de todo el mundo de las citas.
Entonces, esta joven de piel casi translúcida y cuerpo pequeño y delicioso aparece de entre mis miasmas de aburrimiento y enciende una maldita mecha. Es completamente diferente a cualquier mujer que haya conocido.
Nunca me había embestido con un cóctel de deseo tan variado. La necesidad insana de abrirle los muslos y deslizarme hasta el fondo de ella. Sentir cómo su estrechez se desplegaba y me daba la bienvenida. Sujetándola debajo de mí y viendo cómo su piel se ruborizaba con el placer de sentir mi pene dentro de ella.
La segunda vez que sus ojos se posan en mí, ese brillo rosado que sube a sus mejillas me hace querer aullar como un animal salvaje. Todos los colores de la multitud de prendas apiladas sobre mesas y estanterías, colgando de largas barras de cromo, flotan ante mí en un vívido arco iris de lujuria. Nunca había deseado follar a alguien con tanta fuerza y con tanta intensidad.
Si esto es el comienzo de algún tipo de locura de la mediana edad, me va a enviar a una cueva de hombres. No puedo soportar la idea de encontrarme con mujeres que me pongan tan salvajes con un deseo animal en lugares públicos. Pero de alguna manera no creo que tenga mucho que ver con mi aburrimiento. Todo tiene que ver con la chica. Su particular tipo de deseo inocente es lo que me está arrastrando. El tipo de mujer por la que los hombres inician guerras, que renuncian a todo solo por echar un vistazo.
Tengo que apartar los ojos de su mirada provocativa, que me atrae, y alejarme antes de perder la cabeza por completo.
Y entonces su madre llama mi nombre.
Jesús, joder.
Mellie, ¿qué carajo? La exalumna de la universidad es parte de una lejana mezcla de rostros de mi pasado que seguramente no se me ocurra recordar. Fue hace décadas. No cuando es imposible recordar qué día de la semana es, con el ángel de pie a su lado, partiéndome en dos con su fascinada mirada redonda.
La urgencia de echármela sobre el hombro y llevármela es insoportable. Me estoy convirtiendo en un maldito cavernícola en medio de un centro comercial del centro. Solo quiero tenerla conmigo. Mantener esos ojos fijos en mí hasta que se llenen del tipo de adoración de la que no tengo ninguna duda de que ella es capaz.
¿En qué estoy pensando? No hay ninguna posibilidad. De nada. Ella tiene casi la mitad de mi edad. Mi mente intenta hacer un cálculo. Todos dejamos la universidad hace veinte años, ¿o fue hace veintiún años? Dios mío. Eso la hace más joven que eso.
Y su padre es otra cara de mi pasado, lo que lo hace doblemente triplemente imposible.
Por mucho que quiera estar cerca de ella, tengo que alejarme. Su presencia, parada allí a menos de tres metros de mí, es demasiado embriagadora. La oleada de deseo de atraerla hacia mí, envolverla en mis brazos y retenerla allí para siempre es nada menos que una locura. El tipo de locura sobre la que lees en los libros pero que nunca experimentas en realidad.
De todas las mujeres que he conocido, un número nada despreciable, ninguna ha tenido ese efecto sobre mí. Perder la cabeza en público no era una idea agradable. Y mucho menos delante de la madre de la chica, que resulta ser una antigua compañera de la universidad.
—Debes venir a cenar mientras estás en la ciudad— opina. La invitación habitual que la gente se siente obligada a hacer cuando se encuentra con alguien de su pasado. Está casada con Todd Peterson. Ahí sí que recuerdo un nombre. Uno con el que compartíamos poca o ninguna amistad. Si no me equivoco, él y yo siempre estábamos enzarzados en una competencia hostil apenas disimulada, a pesar de estar en el mismo equipo. Acepto la cena porque puedo estar seguro de que nunca va a suceder.
Tengo que salir rápido. Mi pene se mueve incómodamente dentro de mi pantalón con los pensamientos ilícitos que se precipitan en mi mente. Si no me voy, podría convertirme en un idiota parlanchín. O peor aún, la madre, Mellie, se dará cuenta de la energía eléctrica que se está disparando entre su hija y su antiguo compañero de la universidad.
Me muevo rápido por la tienda, ansioso por salir del sofocante espacio y entrar en el frío invernal. Intento recordar cuál era el problema entre Todd Peterson y yo en aquel entonces. ¿Qué era lo que nos tenía en desacuerdo aparte de la habitual competitividad entre deportistas? No recuerdo nada.
Mellie tenía razón cuando le dijo a su hija que los chicos universitarios son egocéntricos. Unos completos imbéciles, eso sí lo recuerdo. Y yo era uno de los peores. No por tontear con las chicas con las que salía, sino por no poder comprometerme. Así que no ha cambiado mucho en ese aspecto. Todas las mujeres se han quejado conmigo de que si tan solo superara mi fobia al compromiso podríamos ser muy felices juntos. Nunca he sentido la necesidad de arriesgarme.
Una vez en la calle, puedo volver a respirar a pesar de las multitudes de compradores.
No recogí el envoltorio para mi madre, en mi necesidad de salir de allí. Y ahora me arrepiento no sólo de eso, sino aún más de que el placer de coquetear con la chica al otro lado de la tienda se haya acabado.
Vuelvo al hotel y entro en Internet para encargar la prenda envuelta para regalo. Luego me estiro en la cama y pienso en la niña de la muñeca de porcelana.