Narra Ester Harris
—Cada día el diablo hace de las suyas en este pequeño pueblo —dice mi padre sentado ante la mesa, uniendo el centro de sus gafas de aumento haciendo uso de un trozo de cinta adhesiva—. Ya van con esta de ayer, cuatro jovencitas asesinadas, eso sólo si nombramos los homicidios que salieron a la luz pública, quién sabe si hay más mujeres muertas y desaparecidas, secuestradas, vendidas, o simplemente sin vida, flotando en el mar, sino mutiladas en el interior de una bolsa de basura en algún botadero, siendo comida de perros y zorros.
En silencio yo me limitaba a ordenar las manzanas en el canasto fabricado con hojas secas de maíz y haciendo uno que otro truquillo ingenioso sin que mis padres se dieran cuenta.
—El gobierno estatal debería prohibir a esa empresa que siga trabajando en Forks —siguió halando el obstinado hombre acariciándose la barba en un gesto inconsciente—. Incluso, el pueblo en conjunto debería reunirse para echar a la familia esa —dudo en pronunciar el apellido ruso—, Tars… kous…kisss… como sea.
—Tarskovski —dije haciendo uso de una pronunciación un poco más aceptable—, así se dice —corregí con voz suave, aunque sin intención de aparentar que sabía más que él.
No quería hacer enojar a mi padre, de otro modo se volvería a materializar la amenaza de hacerme durar todo un día sobreviviendo con no más que un vaso de agua como castigo por mis imprudencias; eso, si solamente le daba por aplicarme un castigo leve, de otro modo optaría por dejarme durmiendo con los cerdos en el chiquero. Y créanme, no sobreviviría una noche siendo víctima de más piquetes de zancudos que los que ya de por sí tengo al dormir aquí.
—¿Y eso qué importa? —gruñó mirándome de reojo, aunque seguramente sin lograr verme con claridad puesto que no tenía puestas las gafas—. Da igual cómo se pronuncie.
Asentí, bajando la mirada y sintiendo una punzada de temor en el estómago.
—Aquí tienes —dijo la mujer de faldas largas y holgadas, mi madre, colocando la comida de su esposo ante él—. Ester —pronunció mirándome un instante—, ven, que te serviré el desayuno.
—Sí, madre —contesté con apenas un hilillo de voz.
Abandoné el cesto con manzanas en una vieja mesa pegada en la pared más lejana a la mesa del comedor y caminé hacia mis progenitores que me esperaban para recitar el Padre Nuestro antes de consumir algún alimento.
Les tomé una mano a mis padres, alcé los brazos y cerré los ojos. Era un secreto que siempre que orábamos yo no prestaba atención al ritual, sólo pensaba en otras cosas, como qué cosas haría el resto del día. Y esta vez, sólo me limité a disfrutar el sonido de la lluvia pegando contra el techo de zinc sobre nuestras cabezas. Mi padre terminó de hablar, dije amén y levanté mis párpados.
Ese día el desayuno era el mismo que el de hace una semana, el mismo que probablemente estaría sobre nuestra mesa unos cuantos días después; consistía en un caldo salado de fideos con papas. Para más tristeza esto no sólo era lo que teníamos para desayunar, también era el almuerzo y si el hastío a este único menú no nos vencía, también sería la cena, un plato con el mismo caldo caliente y amarillento.
—Parece que el clima no me dejará aporcar las plantas de zanahoria hoy —refunfuñó él, quejándose de la lluvia.
—Piensa en el lado positivo —le animó mi madre sorbiendo de su cucharilla, tragó—. El agua le será de mucho beneficio a la siembra. Imagina cuando vendamos unas cuantas cestas de zanahoria.
Mi padre no respondió nada, sólo pareció imaginarlo. Seguramente clamaba al cielo que esa inversión se diera con éxito, era lo único que teníamos, con lo único que trabajaba, ya que el señor se resistía a ser obrero de alguien más. Pero hasta que esa siembra prosperara y diera los resultados estimados, tendríamos que atenernos a la misma sopa de papas y fideos de cada día. La única esperanza de variar en lo mínimo era los intereses que me aportaría la venta de algunas manzanas cosechadas del único árbol, erigido a unos cuantos metros de nuestra casa.
Terminé de comer y me levanté, limpiando mi boca con el dorso de la mano, después de todo no era que toda la sopa se me regara en la cara.
Caminé hacia la mesa vieja sobre la cual estaba el canasto con las frutas.
—No quiero que regreses de noche —demandó Mark, sin siquiera levantar la vista hacia mí.
—Está bien —musité, cogiendo también el sombrerito de paja y colocándolo sobre mi ondulada cabellera roja.
—Dios te bendiga, hija —expresó mi madre, con voz más dulce y gratificadora.
—Amén —contesté en voz baja ya de pie bajo el umbral, agradeciendo en silencio que la lluvia haya cesado.
***
La niebla se negaba a disiparse aquella mañana y me arrepentí de no haberme puesto una camisa más gruesa y no la franela manga larga con cuello de tortuga que vestía bajo el traje de braga de jean.
—Señorita —una voz anciana detuvo mis pasos tímidos e indecisos—, ¿Cuánto cuestan esas manzanas? —el enjuto hombrecito canoso se acercó a pasitos torpes mirando mi cesto con aparente entusiasmo.
—Cinco por un dólar —sostuve con una mano contra mi cintura el cesto y con la otra tomé dos y se las mostré, amable y receptiva.
—Muy bien, muy bien, jovencita —las miró y con una mano parkinsoniana se sacó del bolsillo de su pantalón un montoncillo de billetes arrugados—, aquí tiene —me tendió uno de esos tras haberlos separado—, llevaré las cinco manzanas. Mis nietos se alegrarán en casa.
Sin decir nada, pero con una sonrisa pintada en la cara (más por alegría de haber vendido algo que por ser amable con el anciano), entregué las frutas que luego el señor depositó en un bolso que cargaba consigo.
Me despedí con una sonrisa simple y él con un animado adiós, seguidamente me volví a enfrentar a la calle invadida por la niebla, traspasada sin ser afectada por las voces de cada comerciante en aquellas frecuentadas calles.
Nunca he sido supersticiosa, pero en ese momento sentí el peso de una mirada que posiblemente me veía desde algún lado, volteé sintiéndome observada, escaneando a mis alrededores cautelosamente en busca de alguien que estuviera al acecho, pero todas y cada una de las personas que alcanzaba a notar a pesar de la niebla estaban inmersas en sus asuntos. Así que traté de disipar esas ideas innecesarias que pretendía germinar mi mente asustadiza.
El suelo de asfalto estaba húmedo y por las cunetas a lado de las aceras chorreaba agua sucia. Por suerte ese día elegí los zapatos que no tenían agujero debajo, así que no tendría que preocuparme de que mis rotas medias no se mojaran.
Me acerqué a pasos dudosos hacia una tienda de costura, empujé la puerta de cristal y crucé el umbral, pero antes sacudí mis zapatos en el tapete de la entrada.
—¡Ester! —se alegró Cyntia, la dueña del pequeño establecimiento.
—Espero que esté teniendo un buen día —dije sonriendo radiantemente, o al menos así me sentía, quizá me veía flacucha y demacrada—, traigo su merienda diaria.
—Ya estabas tardando —dijo ella de buen humor.
Aún con tenía un alfiletero en sus manos ante un escritorio que utilizaba de mesa y sobre la cual habían cintas métricas y trozos de tela con la que le hacía detalles a un vestido.
—La lluvia —dije tartamudeando un poco, con algo de vergüenza.
Cyntia hizo un gesto con la mano de restarle importancia.
—Tú tranquila —reparó, sacando de una gaveta de su escritorio un billete y ofreciéndomelo.
—Yo… —dudé en tomar el dólar—, no tengo cambio.
La mujer de cabello rizado se encogió de hombros.
—Tómalo como pagos por las manzanas que traerás mañana, pasado y después. Ya sabes, una diaria. Cuando ya cubra el costo, te daré otro billete, y así.
Asentí, sintiéndome afortunada y grandemente agradecida. Antes de llegar el medio día ya había recolectado dos dólares, amaba la idea de que al final de ese día quizá cenaría pan con mantequilla. Sin embargo, sin tener por qué, divagué en la idea de que seis manzanas vendidas eran seis, el número de Lucifer. Dibujado tres veces daría un total de seiscientos sesenta y seis. Quizá eso de las primeras seis manzanas repartidas ese día y el hecho de que para que completara el sello del diablo debía ponerse tres veces, hacía que me preguntara si ese múltiplo llamado tres querría decirme algo.
—Ester, bonita —la voz de Cyntia me sacó de las cavilaciones—, ¿Pasa algo? —preguntó con gesto de preocupación.
—Sólo pensaba —respondí al mismo tiempo que sacudía la cabeza—, sacando cuentas de las cosas que tengo para hoy.
Sin querer mis ojos enfocaron el periódico diario nacional que reposaba a un lado de la máquina de coser sobre el escritorio. Y en efecto, la señora de algunos cincuenta años se percató de mi curiosidad sobre la imagen de la portada.
—Es terrible, niña mía —expresó la mujer refiriéndose a la noticia del periódico—, las cuatro chicas estuvieron de algún modo relacionadas con quien ahora lleva las riendas de esa empresa, comenzando por ser empleadas básicas —negó con la cabeza al parecer sintiendo lástima—, desde que murió el señor Björck Tarskovski es que empezó toda esa secuencia de desgracias.
Analicé la portada y el anexo en la página, en ella estaba impresa una fotografía tipo carnet de una joven mujer pelinegra sonriente, la misma que había muerto a causa de asfixia mecánica en el interior de su hogar, específicamente sobre su cama. Por lo que había escuchado de la boca de mi padre (que de todo se entera), la joven vivía sola y el asesinato fue efectuado en la madrugada, el presunto homicida aún permanece en el anonimato ya que en las pesquisas los forenses no encontraron huellas dactilares, restos de sudor o piel que no fueran de la víctima, no hubo hebra de cabello o saliva que determinara quién la había estrangulado.
—Como la policía no encontró prueba que incriminase a alguno de la familia Tarskovski, no cerraron la empresa —prosiguió, comentando la noticia de la familia que en ese momento era la comidilla de la pequeña ciudad de Forks—. Las autoridades dijeron que no podrían proceder sólo basándose en sospechas sin fundamento, las investigaciones continúan —lo próximo que dijo Cyntia fue enfatizado—, ahora, dicen por allí que puestos de trabajo para mujeres están vacantes, ya que nadie quiere postularse para tener un trabajo que tan mal precedido ha estado. Me contaron que están solicitando secretaria que suplante la que perdieron, ofrecen una buena paga —lo demás lo pronunció como quien se quema una mano con una chispa de aceite hirviendo y a la vez te advierte que la tajada se volvió carbón—, pero lo que le espera a quien acepte el puesto ha de ser bien feo, sólo alguien con falta de buen juicio arriesgaría el pellejo.
—Tiene usted razón —dije asintiendo y apartando la vista del titular de la noticia—, sólo una persona tonta haría semejante cosa.
Y precisamente eso era yo, una completa tonta.