Antonella Simone
No pegué el ojo en toda la noche. Mis ojos, hinchados de tanto llorar, me queman; el dolor de cabeza no me da tregua. Suspiro frente al espejo. Mi esposo no me quiere. Me odia. Ese hombre no tiene ni una pizca de compasión por mí. No le importo en lo más mínimo.
Siempre busca contradecirme, llevarme la contraria en todo. Y ahora, como si fuera poco, *dizque* Emilia en mi casa, usando mis cosas. Eso no lo puedo permitir. Respiro hondo, me aplico maquillaje y dejo mi cabello impecable. Aquí no ha pasado nada.
Tomo mi cartera y bajo hacia la sala de la mansión. La empleada está limpiando cerca del ventanal. Al verme, me dedica una sonrisa servicial.
—Mi señora, ¿quiere desayunar? El señor está comiendo solo en el comedor.
—No quiero nada —respondo con firmeza—. Pero voy al comedor. Tú ve al jardín, a la piscina... no sé, encuéntrate algo que hacer por allí.
Ella asiente con rapidez y desaparece obediente. Camino hacia el comedor con pasos firmes. Allí está él, sentado, comiendo como si nada. Con una mano sostiene el periódico de las noticias locales, mientras con la otra usa el cubierto sin apuro alguno.
—¿Qué lees? —le pregunto mientras me siento a su lado. Sin esperar invitación, tomo un pedazo de fruta de su plato y me lo llevo a la boca.
—Las noticias del día —contesta sin mirarme—. Reportan más mujeres desaparecidas. Es raro, ¿no? ¿Dónde estarán todas esas personas que se pierden a diario?
Su comentario me hace fruncir el ceño. Por un momento, intento procesar lo que acaba de decir, pero niego con la cabeza.
—Muchas de esas mujeres se van de parranda sin avisar. Luego, sus familias están preocupadas por situaciones que ni siquiera existen.
—Sí, puede ser —admite con un tono que no me gusta—. Pero, bueno, para los casos reales, ojalá las autoridades puedan hacer algo.
Lo observo de reojo, tratando de leer algo más allá de sus palabras, pero su rostro permanece inexpresivo. Como si el tema no le importara en lo más mínimo. Y quizás no lo hace.
—¡Ah, ja! —asiento con la cabeza mientras me acerco a él. Lo tomo por la espalda, mis dedos recorren su cabello con suavidad, mientras apoyo su cabeza contra mi pecho.
—Mi amor, perdóname por lo de anoche. No quise parecer una psicópata otra vez, pero hay cosas que simplemente me sacan de quicio y... no logro mantener la calma. Discúlpame, por favor.
Él deja escapar un leve suspiro, aparta la vista del periódico y comienza a acariciar mi mano.
—¿Volviste con el doctor? —pregunta, soltando el periódico sobre la mesa con aparente interés.
—Sí, estoy tomando mis medicinas —miento sin dudar, con una sonrisa que espero suene convincente.
Se levanta de la mesa con un movimiento pausado, pero lo que realmente me desarma es cómo me mira. Hay algo en sus ojos que no veía hace tiempo: una chispa de compasión. Quizás lo que ocurrió anoche realmente sirvió de algo, quizás... estamos mejorando.
—Cariño, sé que lo del embarazo te tiene muy alterada, y es entendible. Pero creo que debemos confiar más, tomarnos las cosas con calma, preciosa. Hagamos las cosas bien.
—¿Crees que nuestro matrimonio pueda salvarse? —mi voz se quiebra mientras las lágrimas comienzan a llenar mis ojos.
Él me toma con delicadeza y, para mi desconcierto, deposita un beso en mi frente. No en mis labios. No. En mi maldita frente.
—Tal vez sí —dice con un tono sereno—, pero debemos ir despacio. No te apresures, por favor. Te quiero.
—Yo te amo —confieso con voz entrecortada.
Él no responde. Solo se aleja, dejándome allí, sola con mis pensamientos, mientras su figura desaparece por el pasillo.
—Debo ir al trabajo, hay muchos pendientes. Nos vemos en la noche.
Liam sale con su habitual indiferencia, y siento cómo mi día se amarga en un instante. Tomo la comida de su plato y la lanzo lejos, sintiendo el impulso de mandar todo al diablo. Si un hijo no arregla esta maldita situación, juro que lo voy a matar.
No puedo permitir que Liam me deje.
Tomo mi cartera con fuerza y me dirijo hacia la puerta.
—¿A dónde vas tan temprano, hija? —pregunta mi madre desde las escaleras, aún con su bata de levantarse.
—A la finca.
—Hija, ¿a qué vas a ese lugar? Entre menos vínculos tengas con esa mujer, mejor. La psicóloga recomendó que, en casos de inseminación como este, lo ideal es no involucrarse con ella. Es por el bien de tu bebé.
Aprieto mi cartera, respirando con frustración. ¿Ahora también mi mamá quiere llevarme la contraria?
—Mira, mamá, ni siquiera se ha confirmado que la inseminación haya sido un éxito —respondo con un tono cortante—. Sin embargo, Emilia sigue siendo de mi interés. Necesito hablar con ella porque, si llega a abrir la boca con Liam, mi matrimonio se va a la mierda. Y todo lo que he sacrificado para llegar hasta aquí no va a valer nada. ¿Y sabes algo más? Nos vamos a ir a la cárcel.
—¿Nos vamos a la cárcel? —mi mamá abre los ojos con incredulidad y se lleva la mano a la boca, angustiada.
—Sí, ¡nos vamos! —grito, sin filtro alguno.
—No, hija. Espera, me arreglo rápido. Dame quince minutos, voy contigo. Quiero asegurarme de que esa estúpida no haga nada contra nosotras, porque, si lo hace, tendremos que matarla.
—Mamá, es que si la inseminación no es un hecho... Emilia Romero se muere.
—Espérame, Antonella, espérame, porque voy contigo.
El calor de la rabia me sube hasta las sienes. Con los dedos temblorosos saco el teléfono de mi cartera y marco un número.
—Walter, ven por nosotras. Necesito que nos lleves a la finca.
—Ya voy para allá, señora —responde él con eficacia.
Me dejo caer en el sofá de la sala y, en lugar de un café, me sirvo una copa de whisky. Es temprano, lo sé, pero no me importa. El ardor en la garganta me ayuda a centrarme, a mantener bajo control los nervios que amenazan con desbordarse.
Mi madre no tarda más de veinte minutos en estar lista. Aparece con paso apresurado, vistiendo un conjunto que intenta ser elegante, pero que solo delata su prisa.
—Listo, hija. Pero debemos desayunar primero, me ruge la panza.
La miro de arriba abajo, incrédula, como si acabara de decir el disparate más grande del día.
—¿Crees que tenemos tiempo de comer?
Ella suspira, resignada, y niega con la cabeza, aunque sé que su estómago sigue protestando.
—Entonces, vámonos.
La camioneta de Walter nos espera a la salida de la casa. Me siento junto a él, mi madre se acomoda en el asiento de atrás.
—¿Has llorado? —pregunta Walter con tono suave.
—¿Qué te importa, Walter? —respondo con voz baja y controlada—. Y ya te dije, que delante de mi madre, ni de nadie, me tutees.
Me pongo el cinturón de seguridad y él arranca sin añadir una palabra más. En pocas horas, estamos en la finca de mi madre.
Efectivamente, la mustia de Emilia no está en la casa del servicio. Cada paso que doy hacia la casa principal se siente pesado, como si cada segundo que paso aquí me acercara más a un abismo del que no puedo salir. Abro la puerta de golpe y ahí está: sentada en mi gran sofá, con el control remoto en la mano, mirando la televisión, dándose la gran vida.
—¡Emilia! —grito con fuerza, y ella da un sobresalto.
—Señoras, yo... —balbucea nerviosa—. Yo estoy aquí porque él señor...
—¡Sal de esta casa, ahora mismo! —exijo, con la voz rota por la ira.
Ella asiente rápidamente, se levanta y sale de la casa, caminando deprisa. Pasa junto a nosotras, con la cabeza gacha, pero no puedo evitar la rabia que me consume. Cuando la tengo al alcance, le doy un golpe en la cabeza, un golpe fuerte, para que sienta mi presencia. Ella se detiene y se vuelve, con los ojos llenos de miedo.
—¿Qué le pasa, señora? —pregunta, entre temblorosa y sorprendida.
—¿Qué te pasa a ti, mugrosa? —le digo, apretando los dientes—. No te creas con derechos. Y si vuelves a ponerte en mi casa, te arranco los pelos.
Emilia me mira con desprecio, y una sonrisa irónica se dibuja en su rostro.
—Pero si usted debería agradecerme, porque soy yo quien lleva en mi vientre a su hijo.
Su frase me raspa la piel, pero intento mantener la calma.
—No sé si estás embarazada todavía. Hay que esperar unas semanas.
—Pero, de todas formas, sin mí, su maldito sueño de ser madre no sería posible. Así que, a mí, trátame con respeto.
Sus palabras me desagradan tanto que mi cuerpo tiembla de furia. Si no fuera porque lleva la salvación de mi matrimonio dentro de ella, la mataría con mis propias manos. Pero me esfuerzo por no perder el control. Sin embargo… no se va a ir así no más.
—Walter, sujétala —ordeno, con voz cortante—. Sostenla fuerte.
Él no duda y la inmoviliza, mientras yo la miro fijamente. Veo el miedo en sus ojos, pero su mirada no pierde la provocación. Sabe que tiene algo que quiero.
—¡Maldita! —le doy una cachetada con toda mi fuerza, la golpeo con tal fuerza que la hace girar. Apenas emite un grito—. No me desafíes.
Comienzo a golpearle el rostro, con mis anillos, y las pulseras que llevo puestas se estrellan contra su piel y veo como salen chispas de sangre de su nariz y boca, lo peor es que la perra no pide compasión.
—¡Basta! —mi madre grita —¡Basta! Si tu esposo la llega a ver mal, va a ser peor, Antonella, por favor, se consciente de que estás haciendo las cosas mal, ¿Qué te pasa?
—Es que, si ella no aprende a que debe obedecer, yo le voy a enseñar —le escupo en su cara y hago que Walter me siga hasta la casa del servicio —él la bota adentro y ella cae al suelo.
Salgo, y hecho pasador a la puerta, le quito la electricidad, y el agua limpia.
—Maldita, así debe aprender a obedecer —Digo ante Walter y mi madre y ambos se quedan en silencio, sorprendidos, me sobo la mano, porque producto de los golpes siento dolor, y arreglo mi cabello.
Tiene que obedecer, o se muere, no me importa si se pierde el bebé que viene en camino.
NOTA DE AUTOR: ¿QUE PIENSAN DE ANTONELLA? Yo digo que es maldad pura, una mujer llena de malas cosas, opinen, espero sus comentarios.