Liam Simone
Como todas las noches, discuto con Antonella por mil motivos diferentes, y sé que nunca me dará la razón.
Pero hoy es un nuevo día. Me levanto tranquilo y me dirijo a la cocina. Saco algunas cosas nutritivas del refrigerador y las coloco en una pequeña canasta.
«You are the girl, what I like… ta ra ra», tarareo mientras empaco las cosas para Emilia, y justo en ese momento, mi esposa aparece por detrás.
—¿Por qué tan feliz esta mañana, mi amor?
Me giro para mirarla, cruzada de brazos, con la expresión fría. Encojo los hombros.
—Creo que, por fin, la vida nos quiere bien, mi querida esposa. Así que, voy a celebrar todos los días.
Ella asiente lentamente y observa la canasta que estoy empacando.
—¿Qué? ¿No me digas que le vas a llevar comida a Emilia?
—Sí, quedamos en que cada tercer día iría a llevarle.
Las mejillas de Antonella se tiñen de rojo, y siento que sus ojos me perforan. ¿Ahora qué hice?
—Pues no deberías. Esa mujer debe prepararse su propia comida.
—Sí, pero hay que dejarle una buena despensa para la semana.
—Claro, voy contigo.
Me mira fijamente, y yo niego con la cabeza. Para persuadirla, le doy un beso en la frente y la abrazo contra mi pecho.
—Mi amor, la psicóloga dijo…
—Sí, sí, ya sé lo que dijo. Bien, entonces estaré haciendo yoga y algunas compras. Quiero organizar el cuarto de nuestro bebé. ¿Me acompañarías en la tarde?
Me quedo pensando, tal vez en la tarde esté ocupado, además no me apetece pasar tiempo con ella.
—No lo sé, cariño, pero te prometo que haré todo lo posible por volver temprano, ¿está bien?
—Entiendo. Ah, y por cierto, no le prestes atención a nada de lo que diga Emilia. La mujer tiene algunos problemas, ya sabes —Antonella mueve su dedo en círculos cerca de sus sienes— está un poco loquita.
Sonrío y le doy un beso en la frente. Tomo la canasta, dispuesto a irme, pero ella me la arrebata de las manos.
—No le lleves nada, ¿entiendes?
Hago un gesto con los ojos y resoplo. Pasaré por el supermercado, Antonella es antipática y no lo considera.
—Hablamos luego, Antonella.
Me voy y la dejo allí, sin darle oportunidad a que me diga algo más.
Me subo al auto y paso primero por el supermercado para llevarle una buena despensa a Emilia. El viaje hacia la finca es largo, a un par de horas de distancia, pero se me pasan rápido.
Al llegar, noto que todo está en silencio. Abro la puerta de la sala principal y me doy cuenta de que no hay nadie.
—¿Emilia? ¡Emilia! ¿Estás por aquí?
No hay rastro de Emilia. ¡Mierda! ¡Esta mujer se fue! Recorro todas las habitaciones de la casa, pero todas sus pertenencias siguen en el cuarto donde la dejé. El control está en el sofá.
Voy al área de la piscina, pero no hay nadie. ¿Dónde diablos se ha metido?
—¡Emilia! ¡Emilia, mierda!
Bajo a la casa del servicio y escucho algunos ruidos en su interior. ¿Emilia?
Salgo corriendo y abro la puerta. Ella se desploma, estaba recostada sobre la pared, golpeándola. Al verla, siento que mi corazón se quiebra en pedazos. ¿Quién le hizo esto?
—Emilia, por favor… —la alzo en mis brazos y la llevo a la casa principal. Debo llamar a una ambulancia. Está congelada e inconsciente. Su rostro está lleno de morados, y su cuerpo parece tener hipotermia.
Tomo mi teléfono y marco a mi esposa. Ella contesta de inmediato.
—Antonella, Emilia está completamente herida, está descompensada, tenemos que llevarla a un hospital. ¿Qué pasó aquí?
—¿Qué pasó de qué? ¿A qué te refieres?
—Antonella, Emilia está golpeada, casi inconsciente, y la encontré encerrada en la casa del servicio. ¿Qué putas pasó?
Mi esposa guarda silencio, y eso me hace pensar lo peor. ¿Qué está pasando?
—No sé qué pudo haber pasado, pero no la lleves al hospital, ella… ella…
—¿Ella qué? —pregunto furioso.
—Ella es ilegal, y si la llevas al hospital, se la van a llevar presa. Y recuerda que posiblemente está embarazada. Te mando al doctor del pueblo. Y yo voy para allá.
—Aquí no vengas, yo me hago cargo. —Sospecho que Antonella tiene algo que ver con lo que pasó, así que cuelgo. No la quiero ver.
Llevo a Emilia a la habitación y salgo corriendo hacia la cocina. Caliento agua y enciendo una manta eléctrica de invierno. Se la llevo, la coloco sobre su cuerpo y ella apenas tiembla.
Con una gasa, comienzo a limpiar sus heridas, y poco a poco, Emilia va abriendo los ojos.
—Emilia, ¿quién te hizo esto? Por favor, dime.
Con los labios temblando y apenas con fuerzas, apenas puede deletrear una palabra.
—Su... su...
—¿Mi qué? ¿Mi esposa? —Siento un nudo en el estómago, me da miedo pensar que Antonella haya sido capaz de algo así.
—Sí —dice, y palidece. En ese momento escucho el timbre de la puerta principal. Abro y recibo al doctor.
El hombre la revisa, le pone suero y algunos medicamentos. Fueron como dos horas de atención. La pobre Emilia está delicada de salud, pero por suerte no necesita irse al hospital.
—Mire, señor Simone, estas son las recetas para cuidar a la señorita Romero. Solo es cuestión de descanso.
—Gracias, doctor.
La tarde cayó, y ella aún está allí, en la cama, dormida o inconsciente. No lo sé. No he dejado de mirarla ni un solo segundo. Miro mi reloj, ya son las siete. A esta hora es difícil pasar el peaje de la entrada a la ciudad. Parece que debo quedarme aquí, y de paso cuidar a Emilia.
Llamo a Antonella y me contesta de inmediato.
—¿Qué pasó? ¡Dime que Emilia está bien, carajo!
—La que tiene que decirme qué pasó eres tú, Antonella. Quiero la verdad. Emilia me dijo que tú fuiste quien le hizo esto.
—¡Perra! —chista Antonella con odio al otro lado de la línea, y eso me confirma que sí fue ella.
—Antonella, por favor, dime que no fuiste tú.
—Sí, fui yo, pero es que esa perra me trató muy mal. Además, ella me desafió primero y quiso golpearme, yo solo me defendí.
La sangre hierve en mis venas. Si había algo que no soportaba, era la injusticia. Apago el teléfono, me controlo para no tratarla como a veces se merece.
—Escúchame bien, Antonella. Hiciste algo muy grave, y si Emilia se atreve a denunciar, nos vamos a ir a la cárcel. Te exijo que, mientras ella esté aquí, no vengas a la finca.
—¿Por qué la defiendes tanto?
—No la defiendo, simplemente nos cuido las espaldas. Hiciste una estupidez, y no quiero que la cagues de nuevo. Y si ella llega a estar embarazada, te quiero lejos de ella, por el bien de nuestro hijo, que tanto hemos esperado. ¿Entendiste?
Antonella grita al otro lado de la línea, luego resopla.
—Sí, sí, maldita sea, tienes razón. Si debo dejar que ella… que ella esté bien.
—Por cierto, no alcancé a cruzar el peaje de la ciudad, me quedo esta noche aquí en la finca.
—¿Qué?
—Sí, como lo oyes. Y de paso, me hago cargo de Emilia. Que no haga nada estúpido. —Trato de persuadirla, porque lo único que quiero es cuidarla.
—Maldita sea, ¿te vas a quedar con esa puta?
—Ay, Antonella, por favor…
Cuelgo la llamada y apago el teléfono antes de que diga algo más. Me recuesto sobre el asiento junto a Emilia, prendo el calefactor y coloco una manta sobre mi cuerpo. Por suerte, me es fácil conciliar el sueño.
***
Me despierto con un fuerte dolor en el cuello, producto de la mala posición al dormir. Arrugo la frente y, cuando abro los ojos, me estrello contra una taza de café caliente.
Emilia tiene los brazos extendidos hacia mí, y aunque su rostro está golpeado, me sorprende que aún sonría.
—Buenos días, señor. ¿Cómo está?
—Adolorido, solo un poco. Pero tú, ¿Cómo estás?
—También muy adolorida, señor, pero ya mejor. Gracias por cuidarme.
Emilia sonríe y yo recibo la taza de café.
—Voy a ducharme, señor. Ya regreso.
—Tranquila —le respondo, y aprovecho para sacar mi teléfono. Lo enciendo y veo 100 llamadas perdidas de Antonella y unos cuantos mensajes. Le devuelvo la llamada, y ella contesta de inmediato.
—¿Dónde putas estás, Liam?
—En la finca, acabo de despertarme, pero quiero decirte que Emilia está bien.
—Asegúrate de que quede encerrada en la casa del servicio.
.
—No, claro que no. Si es por la denuncia, no te preocupes, voy a convencerla para que no lo haga. Esperemos esa semana que falta para saber si la fecundación fue un éxito; si no, lo mejor será mandarla de regreso a su país.
—Claro, como no —Antonella dejó escapar un tono sarcástico.
—Mira, Antonella, todo esto lo estoy haciendo, especialmente por ti, porque sé que quieres tener un hijo.
—¿Solo yo? Dime, ¿solo yo?
—Tenemos un sueño, así que tratemos de hacer las cosas bien. Tengo que colgar.
—¿A qué hora vuelves?
—En la tarde, debo ir al trabajo.
Colgué la llamada y me dirigí hacia la cocina. Pero al pasar por el baño, la puerta estaba entreabierta. Maldita sea, no pude evitar lo que vi.
Emilia estaba completamente desnuda bajo el agua, y pude ver su figura con claridad: su cuerpo torneado y su cabello castaño cayendo en cascada por sus caderas. Sus caderas, redondas y anchas. Se giró un poco para aplicarse jabón, y algo dentro de mí se detuvo. Mi mirada bajó, y no pude evitar admirar su parte delantera. Era aún más exquisita que la parte trasera, y me reprendí a mí mismo.
Soy un imbécil… Sentí cómo un calor me invadía el cuerpo y salí corriendo a la cocina. Me bebí dos tazas de café para calmarme.
Minutos despues, el olor en el aire era delicioso. Era ella. Me sentí como una mierda por verla así, golpeada, y saber que la responsable había sido la maldita de mi esposa.
—Emilia, siento mucho lo que te hizo mi esposa. Nunca imaginé que ella sería capaz de algo así.
—Tu esposa... no sé, está algo loca —respondió Emilia, y una sonrisa melancólica se escapó de sus labios.
Me acerqué a ella. Su respiración era tibia. Maldita sea, no quería ver su rostro así. Pasé la mano por su mejilla, acariciando el golpe, y sentí rabia. ¿Cómo putas Antonella fue capaz de esto?
—Si quieres irte, puedes hacerlo. Yo me hago cargo. Pero no la denuncies. Te daré una compensación.
Emilia dio dos pasos hacia atrás y me miró con enojo.
—Está bien, señor, no me voy, pero sí quiero la compensación. Mándele dinero a mi familia y déjame hablar con ellos. O voy a denunciar lo que me hizo su mujer.
Apreté los ojos y saqué el teléfono.
—Eres libre, haz lo que quieras —le dije mientras le entregaba el teléfono. Ella inmediatamente marcó y pude escuchar que, al otro lado de la línea, en su casa había problemas.
No supe cuánto tiempo estuvo hablando con su familia, pero la pobre Emilia estaba destrozada. Me sentí miserable, sabiendo que ella estaba allí, sufriendo en silencio.
Finalmente, me entregó el teléfono. Sus ojos, rojos de tanto llorar, me miran suplicantes.
—Mándele el dinero de compensación a mi familia, por favor. No los denunciaré, me quedaré aquí trabajando para ustedes, porque mi abuelita está muy enferma.
—¿Puedo saber qué pasa, Emilia?
—¡No! Solo mande el dinero, pero ya.
Hice lo que me pidió y envié los diez mil, que es el límite. Ella salió hacia la sala y comenzó a caminar en círculos.
—Emilia, por favor, dime, ¿Qué pasa?
Me mira con desprecio.
—Nada que a usted le importe, señor. Ahora, si no es molestia, pida que me arreglen el calefactor de la casa de servicio. No pienso quedarme aquí, en la principal. Y dígale a su mujer que nunca más me vuelva a tocar, porque si ella atenta contra mí, y yo estoy embarazada, atentaría yo contra ese hijo.
Sus palabras fueron frías, calculadoras, cargadas de una rabia, que es hasta comprensible.
Quise consolarla, pero ¿Quién soy yo? Su verdugo.
Ella regresó a la casa de servicio y yo me dirigí de vuelta a la ciudad, sintiéndome impotente. Le di un par de golpes al volante y maldije para mis adentros.
No sé cómo puedo permitir que Antonella cometa estas atrocidades. Está completamente loca.