Emilia Romero
La suave brisa de la mañana acariciaba mi piel canela, mientras me detenía un momento en la entrada de mi hogar en México. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el canto de las aves lejanas, pero mi mente no estaba en el presente; estaba enfocada en el futuro que tanto anhelaba. Este era el momento que había esperado con ansias: la oportunidad de cruzar la frontera y alcanzar el sueño americano, donde una vida mejor me esperaba. Sin embargo, era consciente de que el camino estaba lleno de peligros.
Con mi mochila ligera al hombro, revisé los pocos objetos que había decidido llevar: algunas fotos familiares, mi cuaderno de dibujos y un par de prendas.
Olí por ultima vez las flores de mi rancho, y decidida, quise dejarlo todo atrás, pues mi familia, lo único que necesitaba en ese momento, era un buen ingreso.
—Emilia, mi amor, hija de mi alma, tengo un mal presentimiento —dijo mi lita Sofía mientras me tomaba de la mano y me daba un suave apretón. —No te vayas para el otro lado, mamita; piensa que tu vida está aquí, con los tuyos.
—¡Lita, no te preocupes! Es normal que te sientas así. No me voy a ir de la mejor forma; será un largo viaje, pero he llevado toda la comida que me has dado, también una foto tuya. Y cuando esté allá, en los Estados Unidos, juro que te mandaré unos dolaritos para que tú y mi abuelo arreglen este rancho, y mis hermanitos tengan comida a diario.
—¡Ay, Emilia! —mi lita me abrazó con todas las fuerzas de su menudo cuerpo, y sentí que mi corazón se quebraba. Dejarla allí me estaba costando demasiado, pero ¿qué más podría hacer por ellos? La travesía debía empezar.
—Escúchame bien, lita. Serán días muy duros. Tal vez no me comunique por un buen periodo de tiempo, pero te dejo los datos del coyote. Si en un mes no te hablo, por favor, denuncia a la policía y repórtame como desaparecida. ¿Está bien?
—¡No! Pero Emilia, ¿cómo me dices eso, chamaca del demonio? Vas a hacer que me infarte muy pronto. —Mi lita se echó a llorar en mi pecho, y pestañeé rápidamente para tragarme el duro nudo de la garganta, separándome de ella.
—Es hora de irme, lita. Despídeme de todos; los amo demasiado.
Me desprendí de ella y salí a la carretera principal. Todo estaba acordado: iríamos directo a Arizona, a atravesar aquel desierto. Mi destino, como una mojada más, me estaba esperando, pero confiaba en que algo bueno había reservado para mí.
***
Unos días más tarde.
Los pies me dolían y el agua se me estaba acabando. El sol había quemado mis mejillas y las plantas de mis desgastados zapatos estaban perdiendo la cubierta. Mis pies quedaban casi desprotegidos, y la travesía parecía no tener fin.
—¡Sí, ven! ¡Allí, la frontera! ¡La frontera! —Amalia, la chica que venía desde Uruguay, señaló nuestro paso al otro lado, y todas comenzamos a vitorear. Sí, la puerta estaba lista para cruzar al otro lado.
Sin embargo, el coyote llegó y nos miró con recelo mientras masticaba una hoja de espiga entre sus pútridos dientes.
—No canten victoria. Ya saben que deben decirle a los de la migra que muchas de ustedes son mujeres maltratadas, que no vienen a buscar marido, están huyendo de él. ¿Entendieron? De aquí para arriba, no me hago cargo de ninguna.
Miré a Amalia y a otra chica, Judith. Ambas estaban tan emocionadas por llegar al otro lado. Por lo menos, Amalia tenía planes, y a Judith la esperaba un enamorado. Mientras tanto, a mí no me esperaba nada más que la compasión de migración para quedarme como refugiada.
Al cruzar las rejas, comenzaron las requisas. Me hicieron dejar todo en una especie de cajita, incluyendo mi teléfono. Desde ese momento, entendí que mi familia estaba lejos y el corazón se me arrugó. ¿Cómo iba a llamarlos?
—¿Your name? —dijo el guardia de la frontera.
—¿Qué? —pregunté nerviosa, bloqueada por el miedo.
Amalia me guiñó un ojo.
—¿Qué? ¿Cómo te llamas, guapa? Dile tu name.
Miré al hombre y, tragando saliva, respondí: —Me llamo, me llamo Emilia Romero.
—¿Por qué estar aquí? —preguntó con su inglés enredado.
—Yo… —miré a Amalia, que frunció el ceño—. Yo… fui golpeada por mi marido y me amenazó con matarme. Sí, por eso estoy aquí. Es un hombre violento y quiere… kill me. —Moví mi dedo alrededor de mi cuello, haciendo un gesto que pareció gracioso, y el gringo puso algo sobre mis papeles.
—Al calabozo.
—¿Qué? —pregunté, pálida.
—Tienes que volver a tu país. En unos pocos días saldrá un avión de regreso. Ahora, ¡vete de aquí!
Cuando el guardia me dijo eso, recordé los miles de pesos que había gastado en este puto viaje. Mi corazón se estremeció. ¿Y ahora cómo iba a pagarle a los prestamistas ese dinero si me devolvían a mi país, sin nada?
Me eché a llorar mientras me llevaban a ese frío lugar, donde más personas, con la ilusión del sueño americano, esperaban para regresar a su país, sin esperanza y sin anhelos. Los días siguientes fueron muy duros, muy disfuncionales. Ni siquiera tenía esperanzas ni ánimos de nada, y la comida que nos daban —apenas una zanahoria, manzanas y leche— no me mantenía en pie. Eso, sumado a mi llanto desesperado, solo aumentaba mi ansiedad.
—¡Hey, morena! —la voz de una chica, blanca y latina me sacó de mi aturdimiento.
—¿Qué pasa? —pregunté, confundida.
—Deja de llorar y arréglate esos pelos. Vienen los americanos. ¿Todavía quieres quedarte en este país?
Levanté la mirada de inmediato y dejé de llorar. Sacudí la cabeza y le pregunté, confundida:
—¿Sí? ¿Por qué?
—Mira, manita. Los americanos, por una extraña razón, vienen aquí a la frontera y escogen mujeres para que les cuiden sus hijos. Se llevan mujeres bonitas y jóvenes, así como tú y como yo.
—¿Qué? ¿Y a razón de qué?
—No lo sé, solo me han dicho que te sacan de aquí y te llevan a sus casas, como sus empleadas, obviamente. Lo hacen para evitar impuestos y todos los gastos que deben pagar por una legal.
—Pero no creo que me elijan a mí, mírame cómo estoy.
—Muestra tus dientes, bonita. Mientras estén saludables, eres la elegida.
Organicé mi cabello y me senté en el planchón de la celda. En ese momento, sentí los pasos de algunas personas y sus voces más cerca de nuestra celda. Balbuceaban algo en inglés que ni siquiera pude entender, y mi corazón dio un vuelco cuando tres mujeres y una guardia se asomaron a mi celda.
—¡Abre la boca, mexicana! —gritó la guardiana.
Hice lo que me pidió; era mi última alternativa de quedarme en ese país. Una mujer rubia, como yo de joven y con un rostro precioso, asintió con la cabeza.
—Ella me gusta, pregúntale.
—Mexicana, ¿quieres conquistar el sueño americano, o regresas esta noche a tus tierras?
Las manos me temblaban mientras la chica de al lado me miraba, como si fuera un triunfo lo que estaba pasando. Recordé el dinero de los prestamistas, el mal presentimiento de mi abuela, pero también todos mis sueños. Y, como una estúpida, asentí.
—Está bien, sí quiero conquistarlo.
Las mujeres sonrieron satisfechas y yo fui liberada… también entregada a esas mujeres sin ninguna información.