Isabella llegó temprano a la oficina esa mañana, mucho antes de que el bullicio habitual comenzara a llenar los pasillos. Llevaba horas sin poder dormir, dando vueltas en su cama, repasando una y otra vez la imagen de Valeria anunciando su embarazo ante todos, mientras Leonardo parecía tan desconcertado como ella. La rabia y la desilusión se mezclaban en su pecho, formando una tormenta que apenas podía contener. Tenía que enfrentarlo, exigirle respuestas. Ya no podía seguir así.
El despacho de Leonardo estaba en penumbra cuando llegó. La luz tenue del amanecer se filtraba por las cortinas, dándole al lugar un aire sombrío. La puerta estaba entreabierta, y desde dentro se escuchaban los pasos de Leonardo y el roce de papeles. Isabella no se molestó en tocar; empujó la puerta con decisión y entró.
Leonardo levantó la vista, sorprendido por la brusquedad de su entrada. Vestía un traje oscuro, pero su corbata estaba desajustada y el gesto de su rostro denotaba cansancio. Parecía que él tampoco había dormido bien.
—Isabella, ¿qué estás haciendo aquí tan temprano? —preguntó, intentando ocultar la incomodidad en su voz.
—¿Cómo puedes siquiera preguntarlo? —espetó ella, sin rodeos. El dolor se reflejaba en cada palabra—. ¿Qué clase de juego es este, Leonardo? ¿Por qué no me dijiste que Valeria está embarazada?
Leonardo soltó un suspiro pesado, bajando la mirada por un instante antes de volver a clavar sus ojos en los de Isabella. Había en ellos una mezcla de culpa y determinación.
—No lo sabía, Isabella —respondió con frialdad controlada—. Me enteré al mismo tiempo que tú. Valeria no me había dicho nada hasta el anuncio de ayer.
Isabella lo miró con incredulidad. Sabía que Leonardo podía ser reservado y mantener muchas cosas en secreto, pero esto… Esto la superaba. No podía entender cómo él, alguien tan meticuloso y calculador, había sido tomado por sorpresa con una noticia tan importante. Y aun así, por alguna razón, había algo en sus palabras que le resultaba creíble, aunque eso no aliviaba su dolor.
—No me importa si lo sabías o no. Me dijiste que era todo por compromiso, ¿Te la estás follando por compromiso? ¿Vuestro loco acuerdo familiar incluye la concepción de un varón para preservar vuestro legado? No eres más que un vulgar mentiroso y un cabrón Leonardo —replicó ella, sintiendo cómo la ira comenzaba a inundar su voz—. Lo que sí sé es que no puedo seguir aquí, no puedo seguir trabajando para alguien que me ha mantenido en medio de una farsa. Me voy, Leonardo. Me voy de Rossi Fashion.
El silencio que siguió fue casi insoportable. Leonardo frunció el ceño, sus ojos oscuros evaluándola con una intensidad peligrosa. Hubo un cambio en su postura, como si de repente se hubiera puesto a la defensiva. Isabella vio cómo la calidez habitual en su expresión se endurecía, y algo en su mirada se volvió acerado.
—No puedes irte, Isabella —declaró él, con una firmeza que no admitía réplica.
—¿Y por qué no? —desafió ella, dando un paso adelante—. No puedo seguir aquí viendo cómo todo se desmorona, mientras tú te aferras a un compromiso que ni siquiera parece ser sincero. Me voy. Lo quieras o no.
Leonardo la dejó hablar, pero en cuanto ella terminó, su expresión se volvió aún más fría. Se acercó a su escritorio y sacó un documento de uno de los cajones. Lo sostuvo en alto, dejándoselo ver claramente.
—Esto es por lo que no puedes irte —dijo, su tono bajo y peligroso—. ¿Recuerdas la cláusula de no competencia que firmaste cuando aceptaste el puesto? Estás atada a Rossi Fashion, Isabella. No puedes trabajar en ninguna otra casa de moda durante los próximos dos años si te vas.
Isabella sintió que el aire se le escapaba. Recordaba vagamente esa cláusula, algo que había pasado por alto en su momento porque nunca pensó que querría abandonar la compañía tan pronto. Pero ahora, esa cláusula se había convertido en una cadena, una prisión invisible que la mantenía atrapada en el mundo de Leonardo.
—¿Es en serio? —dijo ella, su voz temblando de rabia contenida—. ¿Vas a usar eso para mantenerme aquí a la fuerza? ¿Es así como quieres que sea, Leonardo? Porque si es así, no me quedaré para que me manipules como a todos los demás.
Leonardo no apartó la mirada. Se acercó a ella, con pasos lentos y calculados, hasta que quedaron apenas a unos centímetros de distancia. La tensión en el aire era palpable, cargada de emociones que ninguno de los dos estaba dispuesto a expresar abiertamente.
—Eres mía, Isabella —susurró él, su voz tan baja que solo ella pudo escucharlo—. No quiero que te vayas. No quiero perderte. Y si tengo que hacer uso de cada cláusula, de cada maldito contrato, lo haré. Porque no eres de nadie más.
Las palabras la golpearon como un latigazo. Isabella sintió que su piel se erizaba, no solo por lo que había dicho, sino por la mezcla de desesperación y posesividad en su tono. En otro momento, podría haber sido un gesto romántico, pero ahora lo sentía como una trampa, una prisión emocional de la que no sabía cómo escapar.
Los ojos de Leonardo ardían con una intensidad que la desarmaba. Por un segundo, Isabella sintió el impulso de gritarle, de romper esa tensión con un arrebato de rabia. Pero en lugar de eso, lo miró fijamente, tragándose las lágrimas que amenazaban con salir. No le daría el gusto de verla rota.
—Entonces eso es todo para ti —respondió finalmente, su voz cargada de amargura—. Una cláusula, un contrato. Perfecto, Leonardo. Haz lo que tengas que hacer. Pero no olvides esto: puedes retenerme aquí físicamente, pero jamás tendrás mi lealtad, ni mi corazón.
Con un último vistazo desafiante, Isabella giró sobre sus talones y salió del despacho, cerrando la puerta con fuerza detrás de ella. Sintió que su mundo se tambaleaba, pero sabía que no podía derrumbarse. No delante de él. No cuando todo estaba a punto de cambiar.