Capítulo 2: Un nuevo comienzo

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Luka. En lugar del irritante timbrazo que escuché durante tantas noches en vela, me parecieron las afinadas notas de una orquesta con violines, tambores y piano que sonaba solo para mí deleite. Incluso el mismísimo estruendo del escachalandrado portón abriéndose fue como el canto de divinos ángeles. Todo aquello era una jodida melodía. ¡Y al diablo! Cómo de bonitas se vuelven las cosas cuando estás de este jodido lado del jardín. El lado correcto. Impaciente, lo vi moverse de izquierda a derecha. Me crucé de brazos y zapatee el suelo, harto de esperar un solo segundo más. Era algo tan irónico que el sistema me encerrase durante años y que aún cuando era un hombre libre me obligase a esperar un poco más. No dejaba de creer que se trataba de una especie de recordatorio intencional del lugar al que podría volver. Me giré a penas un segundo para admirar por última vez la cárcel a la que nunca regresaría, casi con temor de despertar dentro de mi celda de nuevo. Los susurros abarrotaban mi cabeza todavía, últimamente siempre estaban allí por más pastillas que tomase. Susurros suaves y casi inaudibles, pero presentes al fin y al cabo. Mordí la parte interna de mi boca fuertemente, no me detuve hasta sentir la sangre mezclándose en mi paladar y que aquellos recuerdos del Cuarto de Observaciones se disiparan, negado a recordar absolutamente nada de ese maldito sitio. Había estado allí nueve años, nueve malditos años de mi vida desperdiciados en ese edificio de dementes, sin salir una sola vez y sin recibir la visita de cualquiera que no fuese mi madre y Christina, mi profesora particular. Y por más que me dijese a mí mismo que ellos no habían conseguido cambiarme en absoluto, sabía que no era el mismo chico que entró aquel día. Al principio casi pasaba las veinticuatro horas del día sedado por mis momentáneos -Y muy violentos- ataques de ira. Juraba verla a ella, la chica por la que estoy aquí, en cada maldito rincón, o vestida con los harapos que usamos nosotros los pacientes -Prisioneros-, incluso llegué a confundirla con varias de las enfermeras. Solo diré que ni ellas ni yo terminamos bien. Tengo que admitir que me fue como la mierda, cuando llegué casi esperaba encontrarme con esposas, camisas de fuerza y uno que otro enfermero con manos rápidas y tan necesitado de aquello que buscaría a un niño para que le hiciera el favor. Y aunque mis dos primeras predicciones no estaban tan alejadas de la realidad, afortunadamente no me encontré con ningún hombre pervertido. Sádico sí, más no pervertido, porque de lo contrario estaría en una cárcel de máxima seguridad por homicidio de segundo grado y no en este psiquiátrico de segunda por un intento fallido. Por otro lado, en vez de enfermeros con manos sueltas, me topé con enfermeras jóvenes y muy expertas en el asunto, más que dispuestas de compartir su inmensa sabiduría conmigo. Creían que era excitante hacerlo con un chico mal de la cabeza, o eso gritaban. En todo caso las que requerían de un psiquiatra eran ellas si consideraban la p*******a como algo normal. Pero yo no me quejaba. ¿Qué idiota lo haría? Sin embargo, toda la diversión de las enfermeras se oscurecía con la llegada de los doctores, y resulta algo más allá de lo irónico que precisamente allí, en ese edificio al que me exiliaron para ser sanado, terminara por pudrirme más por dentro. Descubrí que a la gente más enferma de este mundo le gusta disfrazarse, yo conocí a algunos que se ocultaban tras batas blancas y que no les agradaba que uno se resistiera. Mientras que yo me consideraba el mayor de los rebeldes. Tenía que filtrar mi ansiedad y enfado de alguna manera, así que ejercitaba hasta el cansancio. Necesitaba demostrarme que aún era yo quien tenía el control, porque estar allí encerrado ya era demasiado para mí y ser sometido a todo lo que fui, sería demasiado para cualquiera que se valorase. Con el pasar de los años comprendí cómo debía comportarme, qué debía decir o cuáles reacciones eran las esperadas. Poco a poco fueron perdiendo su interés en mi con la llegada de nuevos pacientes y también, poco a poco la voz iba disminuyendo, yo aprendí a ignorarla. Y bueno, ya que vamos al tema, en el loquero descubrí muchas cosas. Entendí que no debía obedecer a Oscuro, el nombre que le di a la voz, o volvería al mismo agujero mugroso del psiquiátrico. Entendí que lastimar a cualquier ser vivo no era correcto por más entretenido que me resultase; y que si comenzaba a jugar con animales, pronto querría hacerlo con personas de nuevo. Por lo tanto, tenia ambas cosas rotundamente prohibidas. Caminé al frente con seguridad cuando la molesta barrera hacia el exterior se hubo apartado. Me encontraba exaltado, eufórico mas bien. Gracias a "mi condición", como le decían los especialistas a mis transtornos de la personalidad, el juez dictó que no estaba mentalmente consciente de mis actos por lo que sería una injusticia que fuese a parar hacia una correccional dónde solo empeoraría mi estado. Tenía un cuadro de personalidad disocial con aptitudes de sociopata y rasgos esquizofrénicos, supuestamente todo causado por los maltratos que sufrí a manos de mi padre antes del accidente que le quitó la vida. A veces me preguntaba si todavía quedaba un trastorno en el mundo que yo no padeciera. Bueno, como les venía diciendo, el resultado de esa impresionante lista de cualidades, era beber diariamente un cóctel locamente variado de pastillas. Observé la salida con incredulidad y el estómago revuelto. Había esperado tanto este momento que por un instante llegué a creer que no sucedería nunca. Di un paso, luego dos, y así continué hasta cruzar finalmente la frontera entre el encierro y la libertad. Mi corazón estaba que no cabía en mi pecho, y me molestó tener una reacción tan mundana. Respiré fuertemente, como si del otro lado de la barrera no hubiese habido aire puro. Observè a los alrededores, con una sensación similar a la del hambre, el pulcro asfalto, la base de las altas montañas de arenisca, y los demás coches. Si ignoramos a la pelinegra que da brinquitos a un par de metros, mi madre, no había nadie cerca. Este hospital se encuentra lejos de la ciudad para la tranquilidad de sus pacientes. Anduve con soltura, tratando de recordar cómo era caminar al aire libre y acostumbrarme a la idea de que podría hacerlo siempre que quisiera de ahora en adelante. Era algo tan emocionante. Si no hubiera sido por las eternas horas de sesiones terapéuticas y psicológicas, los incontables exámenes médicos, la gran cantidad de mal gastada medicina, ¡oh! ¿Y cómo olvidarlo? Las rejas que me forraban hasta el culo; casi podía imaginarme en un hotel cinco estrellas. Por supuesto, toda una estancia de reyes, para reyes. Con instalaciones y servicio de primera. Reconozco que de las dulces enfermeras no me puedo quejar, no me interesa si ustedes creen que pervirtieron la consciencia de un chico de doce años, porque lo cierto es que este chico en particular ya tenía una consciencia llena de abolladuras y poco le importaba. Supongo que lo que sí se les pasó mencionarle a mi buena madre fueron los métodos tan ortodoxos con los que llevarían a cabo cada una de las cosas que expusieron en su publicidad. Antes creía que aquello de las sesiones con descargas eléctricas eran prácticas medievales, pero a mí me ayudaron mucho, por supuesto, gracias a esas maravillosas sesiones ya me siento un poco menos desquiciado. Hoy día no disfruto tanto como antes el desmembrar una rata, ahora solo lo hago cuando me aburro en exceso. Gracias, en verdad gracias. Estela, mi madre, está parada no muy lejos con los ojos cristalizados y las manos sobre su pecho. Casi quise girar y tomar rumbo a pie por la autopista, pero supuse que la ciudad estaba demasiado lejos. —¡Luka! –Corrió y me rodeó con sus brazos, un gesto que no le devolví, sin embargo, tampoco la aparté porque estoy de buen humor y se supone que "ya estoy curado". Eso incluye aceptar las fastidiosas e innecesarias muestras de afecto de Estela. Y bueno, ella fue la única que nunca me abandonó por más que la hubiese estropeado. —Me alegra que ya estés conmigo, bebé. —A mí también, mamá. Me apretó contra su pecho y sollozó. Ella es mucho mas baja que yo, por lo que apenas llegaba a mi pecho. Pecho que comenzaba a empapar de lágrimas. —¡Te había extrañado tanto, cariño! Al fin podremos estar juntos, irás a la universidad, tendrás un trabajo y una vida normal de ahora en adelante. Todo será perfecto, mi pastelito. Lo prometo. Yo... No fue hasta otras docenas de lágrimas y palabras cursis por parte de la mujer que finalmente subimos a su coche nuevo, o bueno, nuevo para mí que no veo el auto de mi madre -Ni ningún otro- desde hace nueve u ocho años. En todo caso, es un coche rojo muy brillante. Un coche que usaré próximamente.
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