05. De Leales y Rebeldes.

1561 Words
Gwen sentía cómo la oscuridad la envolvía en tanto su vista se nublaba. La sangre y el polvo en sus manos se mezclaban, haciéndole difícil distinguir entre el dolor y el agotamiento. Entre una danza con el inconsciente, escuchó pasos suaves acercándose. Diego apareció a su lado, con una expresión de preocupación que no podía ocultar. Se arrodilló junto a ella, observándola con una mezcla de alivio y angustia. —Gwen… no puedo dejarte así. No ahora —susurró, ofreciéndole una mano firme—. Vamos, salgamos de acá. Ella levantó la vista, sorprendida de verlo allí. Había asumido que había huido tras lo sucedido, como cualquier otro lo habría hecho. Pero Diego seguía ahí, y a pesar de todo, sintió que no la abandonaba. —Te dije que no podías ocultarlo para siempre —dijo, ayudándola a levantarse—. Si seguís negándote a usar tus habilidades, te van a matar. Las palabras de Diego perforaron la mente de Gwen, desgarrada entre la necesidad de sobrevivir y su propia lucha interna. En su estado de agotamiento, apenas podía procesar lo que decía, pero una parte de ella reconocía la verdad. Aunque Diego no conociera del todo su situación, ella sentía que él tenía la razón. La negativa a usar las Habilidades Plasmáticas no solo la ponía en riesgo a Gwen, sino también a quienes, como Diego, intentaban protegerla. Pero la sombra de sus propias promesas la paralizaba. —No soy quien crees —murmuró Gwen, su voz apenas un susurro—. No puedo seguir así. ¿Pero quién era entonces? Sanguínea por nacimiento, Plasmática por necesidad… y ahora sin nada que la definiera. Era una abominación, como decían. Diego no respondió, pero sus ojos reflejaban resolución. Cuando Gwen intentó apartarse, mantenerse en pie por sí misma, sus piernas no respondieron y cedió. Diego la sujetó antes que cayera, y la sostuvo con firmeza sin permitir que se tambaleara. —Te llevo —dijo, decidido—. Esta vez no podés pelear solita, Gwen. Diego no hizo preguntas. Simplemente la cargó con cuidado, como si fuera lo más frágil que hubiera visto. Gwen apenas podía resistirse; su cuerpo, exhausto y dolorido, ya no respondía, y su mente flotaba entre el dolor y la incertidumbre. Ella guardaba secretos, pero en ese momento, parecía que a Diego nada importaba más que llevarla a un lugar seguro, lejos de las miradas y de los peligros que acechaban. El cielo se oscurecía mientras Diego avanzaba por las calles con Gwen en sus brazos, dejando atrás el caos, la traición y las heridas profundas que la batalla del día había dejado en su piel y su espíritu. Pero incluso en la seguridad temporal que la noche ofrecía, ella sabía que el verdadero peligro todavía no había terminado. * * * El ambiente teñido de rojo en Pueblo Plasmar se desvanecía con la llegada de la noche, cubriendo las calles con una calma inquietante. Diego, caminando en soledad, se adentró hacia la Zona Sur en busca de un respiro tras el largo día. Al pasar frente a una tienda, escuchó voces elevadas. Una discusión acalorada se desarrollaba entre dos hermanos, Gael y Miguel, y dos recaudadores municipales, Alba y Afil, reconocibles por los emblemas que adornaban sus uniformes, los cuales ostentaban su poder y autoridad. La disputa giraba en torno a deudas con el municipio. —No podemos pagar más —decía Gael, el mayor de los hermanos, con el rostro endurecido por la frustración—. Si lo hiciéramos, tendríamos que cerrar la tienda. Aprovechando la distracción, Diego tomó un par de tomates del mostrador. —Nos estamos quedando sin opciones, Alba. Ya han clausurado dos negocios en esta calle —añadió Miguel, mirando con impotencia a los recaudadores—. Si siguen así, nadie tendrá un lugar donde ganarse el sustento. Alba, con un atuendo que evocaba la elegancia de un pirata clásico, contrastaba con el de Afil, quien lucía como un caballero templario. Ambos mostraban la misma indiferencia. —Despidan a alguien y podrán cumplir con las cuotas —dijo Alba con desdén—. Recuerden que cada impuesto es una contribución para el bienestar del pueblo. Gael intentaba defenderse, pero Alba insistía en que los recaudadores también eran habitantes y necesitaban "apoyo". Diego, al escuchar esto, no pudo contenerse. Sin pensarlo dos veces, lanzó uno de los tomates directamente a la cabeza de Alba. El impacto la sorprendió, haciéndola tambalear. —¡¿Qué haces, muchacho?! —gritó Alba, limpiándose el rostro con indignación—. Lo que has hecho es un ataque contra la Mandataria y contra el pueblo mismo. Diego sostuvo su mirada fija en Alba, una chispa desafiante brillaba en sus ojos. —Si quieren imponer leyes, tal vez deberían vivir como nosotros —replicó con calma. En un movimiento rápido y sin dejarla responder, Diego la agarró por el chaleco y la empujó hacia atrás, haciéndola tropezar contra Afil. —Este no es tu problema, chico —dijo Afil, alzándose con una voz grave mientras señalaba su emblema como advertencia—. Ahora la Mandataria se encargará de ti. * * * Diego estaba a punto de replicar cuando, desde la parte trasera de la tienda, apareció Rouge, una chica de su edad. Llevaba un par de latas de conservas y observaba la escena con una mezcla de curiosidad y fastidio. —Qu'est-ce qui se passe ici? —preguntó, arqueando una ceja—. Ah, Diego… Ces deux-là, ils ne me plaisent pas. Alba, recuperándose, la señaló con desconfianza. —¿Y esto? Primero el muchacho Nouvaerense, y ahora esta chica Parisiense. ¿Acaso esta tienda le da cobijo a los Sanguíneos? —preguntó con los ojos entrecerrados—. Si es así, lo pagarán caro. Ni la vida será un buen precio. Rouge lanzó una lata al aire y la atrapó con destreza. Diego captó la indirecta, intercambiaron una mirada cómplice y juntos comenzaron a lanzar las latas hacia los recaudadores. Miguel, viendo su oportunidad, también se permitió unirse al ataque. Las conservas volaron, forzando a Alba y Afil a retroceder. —¡Esto no quedará así! —vociferó Afil mientras se cubría, las latas seguían cayendo—. La Mandataria se enterará. ¡Clausuraremos este lugar y les cortaremos la cabeza a todos! Diego sonrió con astucia y replicó: —Solo seguimos órdenes. Marta ordenó que los habitantes debían atacarse entre sí, ¿no fue así? Ustedes también son habitantes, ¿o no? Con una última mirada de odio, Alba y Afil se marcharon. Rouge, aliviada, cerró la compuerta tras ellos y soltó una carcajada. —Brillante, Dieguito. Nos has salvado por hoy —comentó Miguel, con una expresión de gratitud. —Siempre digo: si hay una ley, hay una artimaña —respondió Diego, aún sonriente. Gael, sin embargo, no compartía su entusiasmo. —Solo les diste más razones para volver. Y ahora por esto, seguro nos suben los impuestos. —Y han arruinado mis conservas —intervino Ismael, el dueño de la tienda, mirando con fastidio el desorden—. ¿Quién va a pagar por esto? Diego lo miró con una sonrisa desafiante. —Tu tienda no estaría en pie sin nosotros. ¿O ya te olvidaste quién cosecha lo que vendés? Rouge, observando a Ismael y Diego, intervino antes de que el conflicto escalara más. —Si tanto problema les da, podemos comerlas antes de que se desperdicien —sugirió, señalando las latas golpeadas. Ismael frunció el ceño y negó con la cabeza. —¿Comerlas? ¿Ustedes? ¿Mi mercadería? ¡Páguenla antes! La discusión escalaba su tono, pero finalmente Ismael cedió y calmó los ánimos, extendiendo una manzana a Diego en señal de agradecimiento, aunque con una advertencia implícita. —No se confundan, muchachos. Sé que esta tienda sigue aquí gracias a ustedes. Solo tengan cuidado. Diego aceptó la manzana, pero no la compartió, mirando a Rouge con una expresión amarga. —Me la comeré yo. Vos sí tenés los medios para pagarla, trabajaste para Marta. En cambio, ¿sabés lo que es vivir día a día sin saber si sobrevivirás al próximo berrinche de esa tipa autoritaria? Decime, Rouge, ¿de qué lado estás? Rouge evitó su mirada, su incomodidad evidente, incapaz de responder con sinceridad. La lealtad y las alianzas se volvían cada vez más confusas para ambos. Rouge lo miró en silencio, intentando mantenerse firme. —En dos años te enseñé a hablar como ellos; incluso te apegaste a mi acento, hice más que suficiente. Esta manzana será mi p**o por todo. Además, si no hubieras estado tan cerca de la mandataria, los recaudadores no estarían acosándonos —añadió Diego, su tono lleno de reproche. Rouge evitó su mirada. Respiró hondo antes de responder. —Sabés que si te sigo, Diego, es porque necesito adaptarme. No soy la misma que trabajaba para Marta. Pero si no te alcanza con lo que demuestro… no sé qué otra prueba querés. Un silencio cargado de tensiones quedó entre ellos, mientras ambos se preguntaban si podían confiar el uno en el otro. Sin embargo sabían que, a pesar de las diferencias, seguían luchando contra el mismo enemigo, y por ahora, eso sería suficiente. Diego sabía que la lucha por su autonomía continuaba y encontraron una tregua en su camino por desafiar el orden impuesto que la Mandataria Local ejercía sobre el pueblo.

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