—¡Palabras fuertes!— exclamó el Marqués en tono burlón.
—Por la forma como mi padre hablaba de ella, la imaginé siempre como una combinación de Lady Macbeth y la Reina de las Amazonas.
El Marqués se echó a reír de nuevo.
—Después de todo lo que me has dicho, ¡claro que aceptaré la invitación de la Duquesa!
—Creo que sería un error.
—¿Un error?— repitió el Marqués—. ¿Por qué?
—Porque desde hace algunos años, cuando su belleza empezó a marchitarse, se apartó de los salones de la alta sociedad y se retiró a Grimstone.
—Ese debe ser el motivo por el que no había oído hablar de ella— dijo el Marqués—, de cualquier modo, lo que me has dicho me intriga mucho.
—Me lo imaginé, pero últimamente he oído rumores muy desagradables acerca de lo que sucede en Grimstone, lo que me hace pensar que sería más inteligente de tu parte expresar tus quejas por carta y no hacerlo en persona.
—Ya has logrado aumentar mi curiosidad, así que me entusiasma la idea de conocer a la Duquesa.
—Estoy tratando de recordar lo que he oído de ella— dijo Charlie en actitud pensativa—, pero ya sabes lo que sucede cuando oyes algo de una persona a la que no conoces: lo que dicen te entra por un oído y te sale por el otro.
—Pues eso sucede con todo lo que yo te digo — bromeó el Marqués.
—No, en serio— dijo Charlie—, por lo que puedo recordar, la gente decente de los alrededores la rehúye, y ruedan historias, a menos que yo esté equivocado, de orgías en Grimstone que han escandalizado hasta a los que participan en ellas.
—¿Quién ha estado ahí, que conozcamos nosotros?— preguntó el Marqués .
—Tengo la impresión, aunque tal vez esté equivocado, de que Dagenham fue un invitado.
—¡Santo cielo! ¡Ese viejo depravado!
—¡Exacto! Tiene una reputación espantosa, como bien sabes.
Ambos estaban pensando en un Par del reino, un hombre disoluto que frecuentaba los burdeles más notorios de Londres, sobre todo aquéllos que ofrecían “4 placeres exóticos” que asqueaban a todo hombre decente.
—Haz lo que te sugiero, Mervyn —añadió Charlie—. Escribe a esa mujer e insiste en que te explique lo que ha estado sucediendo. No aceptes su invitación.
—¡No soy tan cobarde como estás insinuando!— replicó el Marqués—, después de todo lo que me has dicho has logrado convencerme de que lo único sensato que puedo hacer es ir a reconocer el terreno yo mismo. Además, si es en verdad tan mala como me la pintas, no voy a permitir que siga aterrorizando a mis arrendatarios.
Charlie se encogió de hombros.
—¡Allá tú!— dijo—, pero si vas a pasar una velada en compañía de tipos como Dangenham, ¡no me culpes a mí después!
El Marqués se dirigió a su escritorio.
—Enviaré un mozo ahora mismo a decir a la Duquesa que iré a su casa a las seis de la tarde— dijo—, no vuelvas a Londres, Charlie. Espérame aquí, y mañana te contaré todas mis experiencias que espero sean tan dramáticas como temes.
El Marqués se sentó a escribir, al mismo tiempo que decía:
—Como no quiero que te aburras en mi ausencia, será mejor que invites a cenar a varios de tus amigos. El chef se volverá perezoso si no lo mantenemos ocupado.
—¡Claro que organizaré una cena!— contestó Charlie—. Mientras tú bebes un mal clarete, porque ya sabes que ninguna mujer sabe escoger un buen vino, y conversas con Dagenham, o contemplas algún vicio peculiar que te revuelva el estómago, recuerda que yo me estaré bebiendo tu mejor champaña.
El Marqués no contestó. Terminó la breve carta, la firmó, y después de leer lo que había escrito hizo sonar la campanilla de plata que tenía sobre su escritorio.
Entregó la nota a un sirviente que acudió a su llamado y le dijo que enviara la carta en el acto a Grimstone con un palafrenero.
Al dar esa orden le pareció, aunque no podía estar seguro de ello, que una expresión de asombro asomaba a los ojos del hombre.
Entonces pensó que se estaba imaginando cosas y cuando la puerta se cerró tras el sirviente dijo a Charlie:
—Por cierto, ¿qué edad tiene ahora la Duquesa?
—Debe tener cuarenta y cinco años; o más, creo, aunque supongo que todavía sigue asumiendo el papel de mujer “difícil de conquistar”. Nunca faltan caza-fortunas, sin importar cuál sea la edad de una mujer, cuando ésta es lo bastante rica.
—Siempre te he considerado como un hombre que dice la verdad… al menos, me la dices a mí— dijo el Marqués—, pero creo que toda esta historia que me has contado es un verdadero disparate. Lo que me asombra es que no sólo tú hablas de ella como si fuera un dragón con faldas, sino también Jackson.
—Bueno, sería un buen chasco saber que es una mujercita tranquila, de cabellos grises y aficionada a tejer. Después de todo, no creo que sea culpa suya que haya desaparecido una chica de quince años…
—Tal vez son los rumores lo que la han convertido en un ogro de “mentirillas”, cuyo solo nombre asusta a todos en mi finca.
—Lánzate a tu viaje de descubrimiento— dijo Charlie—, y yo cuidaré de tu casa mientras vuelves. Mientras tanto, ¿puedo enviar notas a los amigos a quienes me gustaría tener aquí esta noche?
—Por supuesto— asintió el Marqués—, y supongo que será una reunión estrictamente masculina.
—Si me hubieras dicho que me ibas a abandonar así, me hubiera traído de Londres a una linda cortesana. No creo que haya mucho dónde escoger en Newmarket.
—La mayor parte de las mujeres que he visto por aquí hasta ahora —contestó el Marqués con sequedad—, harían caballos muy atractivos.
Charles se echó a reír.
—¡Alguien dice que termina uno por parecerse a los animales con los que convive! Pero, para una mujer… parecerse a un caballo debe ser un desastre.
— De acuerdo a tu descripción de la Duquesa, debe parecerse a una serpiente.
—A cualquier tipo de monstruo que quieras. Pero recuerda que, según me han dicho, de joven era muy hermosa.
—Debo repasar mis cumplidos— sonrió el Marqués—, y, ya hablando en serio, Charlie, creo que uno debe tratar de vivir en buena armonía con sus vecinos.
—Estoy de acuerdo contigo. Eso era lo que pensaba también mi padre.
Se detuvo antes de añadir con expresión traviesa:
—¿Sabes, Mervyn? Empiezo a sospechar que te estás poniendo viejo. Voy a echar de menos al audaz oficial que estaba siempre listo para arrastrarse en torno al enemigo y tomarlo por sorpresa.
—La forma en que lo dices hace que parezca bastante tonto— comentó el Marqués— pero si lo recuerdas, discutíamos cada movimiento, planeábamos cada paso y la razón por la que salíamos siempre victoriosos es que nunca dejábamos nada a la casualidad.
—Tienes razón— reconoció Charles—, pero lo que estás haciendo ahora es caminar directamente hacia las manos del enemigo y tengo la impresión de que vas a encontrarte en dificultades. ¡Te estás metiendo en un nido de avispas!
—Si es así, sabré retirarme ante la superioridad numérica del enemigo— dijo riendo el Marqués.
El Reverendo Teófilo Stanton se levantó de la mesa del desayuno y, cerrando con cuidado el libro que estaba leyendo para no perder la página en que se había quedado, se dirigió a la puerta.
Cuando se disponía a salir su sobrina exclamó:
—¡Tío Teófilo, olvidaste abrir la carta!
—Debe ser una cuenta, sin duda alguna— contestó su tío—, y no dispongo de tiempo ni de dinero para ocuparme de ella por el momento.
Salió de la habitación, cerrando la puerta tras de él. Deborah miró a través de la mesa, hacia su hermano gemelo, y se echó a reír.
— ¡Vaya con mi tío! Siempre trata de evadir las cosas desagradables.
—Es muy sabio de su parte— contestó Jerome Stanton.
Todos los que lo conocían le llamaban Jerry. Era un joven en extremo bien parecido; alto, de hombros anchos, de cabello rubio y ojos azules.
Su frente ancha no sólo denotaba inteligencia, sino que le daba un aspecto franco y abierto que hacía que la gente confiara en él desde el primer momento.
—¡Eres tan irresponsable como él!— bromeó Deborah.
Aunque eran gemelos, ella era muy diferente a su hermano. Deborah era pequeña, esbelta y muy hermosa; pero en lugar de tener el cabello rubio, el suyo poseía tonalidades de fuego que lo hacían parecer casi rojo y sus ojos eran de un azul más oscuro.
—¿Quieres más café?— preguntó ella.
—No, gracias— contestó su hermano—, pero, será mejor que abras la carta del tío y sepas de una vez lo peor. Espero que no se trate de una cuenta muy elevada.
Su hermana lo miró con fijeza.
—¿Andas otra vez corto de dinero, Jerry?
—¡Por supuesto! No tienes idea de lo costoso que es Oxford.
—Tú sabías, al ir allí, que tendrías que economizar en todas la formas posibles, porque el dinero que dejó mamá casi se ha terminado.
—¡Lo sé! ¡Lo sé!— exclamó Jerry—, pero es difícil, cuando convivo con tantos tipos mucho más ricos que yo, aceptar siempre invitaciones, sin corresponder nunca a ellas.
Deborah se quedó callada.
El tío con el que vivían tenía un sueldo muy modesto, y como ella había dicho a su hermano, el dinero que su madre les había dejado al morir, cinco años antes, se había ido gastando en el curso de los años en la educación de él, hasta que ya no quedaba prácticamente nada en el banco.
Como Jerry sabía tan bien como ella la situación en que se encontraban, no tenía objeto decir más. Deborah extendió la mano y tomó la carta.
Sorprendida, advirtió que no se trataba de una cuenta. Estaba escrita en un grueso pergamino blanco, tan costoso, que Deborah lo miró atentamente antes de darle vuelta. Luego, lanzó un pequeño grito de asombro.
—¿Qué pasa?— preguntó Jerry.
—Esta carta es de la Duquesa— dijo Deborah—. ¡Mira! ¡Aquí está la corona ducal, en el reverso!
Los hermanos se miraron uno al otro, mientras Deborah murmuraba con voz muy suave y asustada:
—¿Por qué le… habrá escrito al… tío Teófilo?
—¡Ábrela y averígualo!— sugirió Jerry—, me alegro de que no se haya dado cuenta de quién era la carta. Lo habría alterado mucho.
—Sí, por supuesto— reconoció Deborah.
Por un momento se quedó mirando la carta, como si no tuviera valor para enterarse de su contenido.
Después, con lentitud, abrió la parte superior del sobre con un cuchillo de plata para mantequilla.
Al tomar la gruesa hoja que había en el interior presintió, instintivamente, que recibiría malas noticias. De aquella carta parecían emanar vibraciones de maldad.
No habló, pero se dio cuenta de que Jerry la observaba mientras leía en silencio, hasta que su hermano, sin poder contener más su curiosidad, preguntó:
—¿Qué dice? ¡Léemela!
—¡No puedo creer que sea cierto!— exclamó Deborah.
—¿Qué dice?— preguntó Jerry de nuevo.
Deborah aspiró una bocanada de aire y con voz temblorosa leyó:
“Al Reverendo Teófilo Stanton:
Por instrucciones de Su Señoría, la Duquesa de Grismtone, se le comunica que, habiendo ya usted cumplido sesenta y cinco años, deberá retirarse de la vicaría y desocupar ésta en el plazo de un mes a partir de esta fecha.
Su seguro servidor,
Erasmo Carstairs, Secretario “
Cuando Deborah terminó de leer su voz se quebró y sus ojos se llenaron de lágrimas. Jerry, por su parte, dio un violento puñetazo a la mesa que hizo saltar platos y tazas.
—¡Malvada mujer!— exclamó—. ¿Cómo puede hacer una cosa así al tío Teófilo? ¡Es inhumano! ¡Es brutal!
—¿Cómo es posible que lo eche de aquí?— preguntó Deborah—, todos en el pueblo lo quieren mucho, lo mismo que él a ellos. Además, ¿adónde podemos ir?
Miró a través de la mesa a su hermano, y aunque las lágrimas le nublaban la vista, se dio cuenta de que estaba tan perturbado como ella.