Alexander, con sus penetrantes ojos azules y su cabello negr0 perfectamente peinado, se admiraba en el espejo mientras una sonrisa maliciosa se dibujaba en sus labios. ―Debo actuar muy bien para que no sospechen de mí―murmuró, con su rostro serio alzando una de sus cejas―. Por suerte… a Charlotte nadie la reclamará aquí en los Estados Unidos y en Francia no tuvo muchos amigos. Solo tú y el peluquero marica, el tal Spencer porque era una amargada―una risa burlona escapó de su garganta―. Jaja…era…toda menuda y altiva a pesar de que era pobre. Eso… la hacía sexy―sus ojos brillaron con un destello de lujuria al recordar. Con un gesto teatral, se persignó, con su expresión transformándose en una máscara de falsa piedad. ―Que descanse en paz―pronunció con fingida solemnidad. La toalla blanca