Prólogo.
En lo más profundo de una montaña aislada, rodeada por un denso bosque de pinos y enmarcada por picos escabrosos de rocas afiladas se alzaba la imponente silueta de la abadía de Stjernefrost, su arquitectura gótica se erguía como un testigo silencioso de siglos de fe inquebrantable y sacrificio que se conservaban gracias a una mujer mayor que como herencia le fue otorgado ese lugar de roca sólida. Dentro de los muros de la abadía, los rezos y los cánticos se elevaban en una sinfonía celestial para sus miembros, pero escalofriante para el resto de las personas que vivían abajo en el pueblo, cada noche las velas arrojaban parpadeantes destellos de luz sobre las imágenes sagradas y las rosetas de vidrieras multicolores, pintando un escenario que parecía haber sido arrancado de un cuento de hadas, pero bajo esa apariencia de paz, se escondían oscuras y complejas historias de vida.
Emely Redford nació un catorce de diciembre en San Petersburgo, Rusia, eso era lo único que sabía de su vida antes de llegar a la abadía, su madre, Carolina, nunca le quiso decir el nombre de su padre ni por qué la había abandonado cuando tan solo tenía cuatro años, tampoco quiso explicarle porque terminaron viviendo con monjas donde todo lo relacionado con la tecnología estaba completamente prohibido y era condenado duramente. Emely llevaba trece largos años de su vida encerrada en ese lugar donde solo había mujeres que pasaban los treinta años de edad y ella era la única jovencita, no podía tener amigas porque en aquellas mujeres no se podía confiar, sabía que los muros de la abadía guardaban muchos secretos, pero las mujeres que la ocupaban no sabían lo que era un secreto porque todo se lo contaban entre ellas sin ningún tipo de escrúpulo.
La abadesa no era una mujer de mucha paciencia, sus años encima la hacían una mujer muy amargada que no soportaba las risas de una niña juguetona y eso Emely lo aprendió a las malas, si tocaba algo que no le era permitido tocar, recibía azotes como castigo, una broma a cualquiera de las monjas y eran más azotes, preguntar era movió de ir a las mazmorras a pasar días solo con agua y pan, orando constantemente para que Dios aplacara los pensamientos morbosos de la curiosidad diabólica; así eran las reglas que la abadesa tenía para con todas las monjas, pero quien más se la paso encerrada fue Emely porque su curiosidad era algo difícil de controlar, incluso para su propia madre que a escondidas trataba de saciar sus dudas porque conocía cómo era su hija y le dolía mucho verla castigada en aquel lugar tan feo, pero estaba tan cegada con las palabras torcidas que se tragaba el malestar.
Emely nunca supo de cumpleaños, regalos o golosinas, porque la abadesa solo comprobaba lo necesario para mantenerse muy bien alimentadas y el resto eran solo productos para alimentar la gula del hombre, pero Emely se las ingenió para conocer un poco sobre las cosas que habían más allá de las murallas y sabía de la existencia del internet, los celulares y otros aparatos electrónicos gracias a un chico joven que era el encargado de llevar los suministros a la abadía, habían madrugadas donde Emely escapaba por uno de los desagües con las rejas oxidadas que podían soltarse y se la pasaba con aquel joven conociendo más sobre lo que se le estaba prohibido conocer.
El nombre del joven era Aegir y era dos años mayor que Emely, era el hijo del dueño de un pequeño supermercado en el pueblo y la forma en que se conocieron fue de pura casualidad pues nunca dejaban que Emely estuviera afuera cuando el joven llegaba a dejar la despensa, pero ese día estaba recogiendo agua del pozo y fue Emely quien escapó de los muros para encontrarlo en el camino mucho más abajo, el chico no comprendía porque Emely lo veía con tanta curiosidad y desde lejos hasta que se dio cuenta de que ella jamás había visto a otro igual que ella, fue difícil comprender que en tiempos modernos aun hubieran personas que vivieran alejados de toda la modernidad, pero Aegir fue bastante comprensivo y paciente cuando ella comenzó a hacerle preguntas sobre todo. Se convirtieron en amigos cuando ella tenía quince años y por lo menos tres veces al mes se reunían para conversar, Aegir llevaba su laptop y se sentaba al lado de Emely a enseñarle todo lo que él sabía e incluso un poco más provocando que las dudas en su mente comenzarán a acrecentarse mucho más.
Emely se dio cuenta de que vivía dentro de una secta religiosa de la cual no iba a poder escapar nunca y más cuando su propia madre estaba convencida de que ese era el único lugar donde podrían vivir seguras, sin embargo, se negaba a decirle que se estaban escondiendo desencadenando en ella una ira y frustración que era difícil de manejar, sobre todo para una adolescente que comenzaba tardíamente su etapa hormonal. Para cuando Emely cumplió los dieciséis años fue la primera vez que lo celebró comiendo un pastel y soplo una vela como en los cumpleaños tradicionales, fue la primera vez que Aegir le pudo llevar un pastel sin que ella se negara por miedo a lo que pudiera pasarle si lo celebraba porque la abadesa le había dicho que si comía pastel en su cumpleaños iba a tener muchos dolores de estómago como castigo por su desobediencia, pero resultó que eso nunca ocurrió y entonces Emely tuvo muchos más deseos de escapar de ese lugar a pesar de tener miedo a lo que todavía seguía siendo desconocido.
El contraste entre su pureza y la sombría realidad que la rodeaba era tan palpable como el choque entre la luz del día y la noche sin luna, había dedicado su vida a la devoción y al servicio a Dios según las normas establecidas por la dueña de la abadía encontrando consuelo en los rezos y en la tranquilidad de las paredes del convento a pesar de sus deseos inquietos por conocer el mundo, el destino es conocido por desafiar las expectativas y desenredar las tramas más elaboradas a medida que sus caminos se comenzarán a cruzar, contra toda lógica y prudencia sus almas resonaran en una armonía extraña y atractiva, adictiva y seductora. Los votos que había tomado y las promesas hechas a sus dieciséis años parecían tambalearse en la balanza de su corazón, mientras descubría que las emociones que sentía no eran solo un capricho pasajero, sino una fuerza incontrolable que amenazaba con derribar los muros que había construido a su alrededor por miedo a lo desconocido.