Capítulo 2: Una Obra de Arte

2446 Words
Las campanadas de la Basílica siempre eran el primer sonido de las mañanas. Los padres haciendo sus oraciones matinales; mis guardias revisando los silenciadores de sus pistolas 9mm y el cuerpo perlado en mi cama de quién fuera había satisfecho mis apetitos la noche anterior. Mi día a día comenzaba así y agradecía la rutina que me ofrecían mis mañanas antes de reunirme con el Capo di Tutti Capi. Antes de que mis negocios comenzaran, todo era relajación y puro silencio. Mi acompañante esa mañana era un chico que había sido lo suficientemente atrevido como para invitarme a un trago a pesar de la amenaza de Corlio, mi mano derecha y primer guardaespaldas. Había sido entretenido verlo alzar su mirada por encima de la espalda de Corlio para observar como yo cruzaba las piernas en aquella sección del VIP de mi bar. Él tenía hambre de mi cuerpo, y yo quería degustar de él, así que acepté darle la oportunidad. Gulio era su nombre... Gulio o algo por el estilo. La verdad fue que no intercambiamos muchas palabras. Me extenuaban las pláticas pequeñas y sin sentidos. Él sabía quién era yo, pero yo no tenía ningún interés en saber quién era él, o lo que hacía o si quería compartir conmigo sus opiniones acerca de cualquier tema de supuesto mutuo interés. Lo único que esperaba de aquel Gulio era la satisfacción que su cuerpo pudiera ofrecerme y su habilidad para llenar ese vacío que a cada instante se agrandaba dentro de mí. Él bebió poco y yo bebí incluso menos. Un buen whisky a las rocas era suficiente para ponerme de humor. Su cabello crespo rubio y sus ojos negros eran agradables a la vista. Sus labios rojos sabían dulces para mi lengua. Gulio esparció una ralla de GB54 sobre la mesa y enrolló un billete de 100 de su bolsillo. —¿Quieres un poco, preciosa? —me ofreció con su voz melosa, pero cruzándome de piernas nuevamente para que él bajara sus ojos hacia mí, negué su oferta. —La primera regla es nunca tomar de tu propia mercancía. —¿Y cómo vas a comprobar su calidad? —retó él subiendo poco a poco su mano derecha a mi centro, por dentro de la falda y presionando por encima de mi tanga. Sonreí ante su tacto y pasé mi lengua por mis dedos índice y del medio. Aplasté la ralla de polvo violeta sobre la mesa y me senté sobre sus piernas. Gulio estaba duro y su masculinidad presionaba su pantalón, deseosa de adentrarse en mí, así que tantee sus libidinosos deseos introduciendo mis dos dedos en su boca y permitiendo que el chico los succionara mientras marcaba el ritmo del movimiento con mis caderas. Abajo, en la pista de baile, el desenfreno y el sudor olía a GB54, a alcohol y a sexo y nada me ponía más cachonda que saber que había ojos en mí mientras montaba a un hombre. La música ahogó mis gemidos y mis dedos en la boca de Gulio ahogaron los de él cuando finalmente se introdujo en mí de una lenta estocada. Siguió mi vaivén hasta el punto del colapso y aunque fue satisfactorio en parte, había algo de mí que había dado por sentado que aquel chico no era suficiente. De camino a casa, se adentró entre mis piernas con su lengua. Con movimientos lentos, me hizo el amor en el asiento trasero del carro, luego en el elevador, después en la cama y quizás, le permitiría follarme en la ducha esa mañana, pero luego de eso le pediría a Corlio que lo dejara en alguna calle cercana a su casa y le pidiera amablemente (de ser posible) que no me volviera a buscar más, o afrontaría las consecuencias. Había algo en mí que quería más, pero no de él. El camino a La Residenza, la casa del Signore Lucio y centro de todas las operaciones de la familia, estaba plagado de autos en un horrible espectáculo de estrés matinal. Almas en desgraciada, desesperadas por llegar a sus trabajos de 8 a 4, para cobrar sus salarios mínimos y continuar con la vida cíclica que llevaban. Si bien, yo seguía en parte aquel mismo estilo de vida, despreciaba lo mundano de aquel ritmo. Había cosas que anhelaba y una de ellas era el silencio de una isla desierta solo para mí. Eso, y el roce de alguien que alguna vez fue querido para mí, y aún desconocía. El sentimiento de que algo conocido y misterioso para mí, me acechaba desde que había despertado en el hospital luego del accidente. No tengo recuerdos previos al tiroteo que había acabado con la vida de mi familia, solo lo que había figurado en las noticias y aquello que los señores Piccolomini habían decidido compartirme. Una camioneta de atraco de la familia Franco, un cartel ya erradicado por los Piccolomini, había comenzado el tiroteo contra el embajador británico y su familia en plena calle. Las bajas comenzaron por los guardaespaldas de dicha familia y se extendieron hasta los civiles que se interpusieron en el camino de las balas; entre ellos, mi familia. Las fotos de los cuerpos no fueron liberadas a la opinión pública. Había sido una masacre y no hubo mucho que hacer para identificar los cadáveres. El embajador y su hija de 14 años habían Sido acribillados por las balas hasta el punto de ser irreconocibles. Su esposa había sufrido menos porque había corrido en dirección contraria, pero su intento de escape no había sido suficiente. Mi familia estaba al pie de la acera, demasiado cerca de lo que aconteció. Según me explicaron, mi padre y mi madre habían corrido la misma suerte que los dignatarios británicos, solo mi hermano mayor y yo quedamos con vida, aunque muy mal heridos. Él falleció en el hospital a las pocas horas de haber sido ingresado, o eso me dijeron. Solo recuerdo el tacto cálido de una mano sobre la mía y un susurro de promesa en unos ojos verdes que se negaban a separarse de mí. —Consigliere Salvatore, Il Signore espera su respuesta al teléfono —bramó el chófer mientras apuntaba a la señal parpadeaba en rojo en el tablero del Rollo Royce Phantom; uno de los tantos autos que tenía a mi servicio. —¿Eres nuevo? —reparé al verlo mirar con impaciencia el monitor y aferrarse al timón con sus manos cubiertas por guantes blancos. —Martin DeVois —se presentó con una sonrisa tensa y vi claramente una gota de sudor correr por su cuello y perderse en su camisa. —Il Signore, ¿no? —alcé una ceja y ladeé la cabeza en señal de duda mientras descolgaba el teléfono—. Giorno, bastardo. ¿Qué quieres tan temprano? La risa al otro lado del teléfono resultó en el alivio del conductor, que se había tensado al escuchar la informalidad con la que había saludado a la llamada del Signore Lucio. Él era nuevo y no sabía que Rafael, el hijo menor de Lucio era el único que me llamaba antes de llegar a La Residenza. —¿Por qué diablos no viniste a la fiesta anoche? —inquirió Rafa en un tono molesto—. Nunca es lo mismo sin ti, Mon Amie. —Otra vez con el chico francés, ¿no es cierto? —reí al escuchar su francés chapucero, pero que había estado intentando aprender desde que aquel modelo de Avignon lo había enredado para salir con él. Rafael era el menor de los dos hijos de los señores Piccolomini y todo un alma salvaje. Su madre se había rendido con él y su deseo de que heredara parte del 'negicio' familiar cuando se dió cuenta que Rafa era un alma libre, amante al arte y a los mecenas que aparecieran en su camino (y su cama). Era un chico de cabello castaño cobrizo y ojos azules, cómo la señora Ekaterina. De estatura alta, figura refinada y esbelta. Portador de un encanto que lo hacía irresistible para cualquiera. Al tener mi misma edad, 29 años, Rafa y yo habíamos sido cercanos desde nuestro primer encuentro, siendo yo su confidente favorita y su pilar fundamental a la hora de hacer transacciones por grandes montos de dinero y obras de arte que luego se convertirían en invaluables, gracias a su buen ojo. —Tenemos un evento esta tarde —comenzó él con un tono que simulaba ser autoritario. —¿Tenemos? —sonreí por su atrevimiento—. No creo haber recibido una invitación a ningún evento. Y mucho menos, haber aceptado dicha invitación. —Dicha invitación está en mi poder porque sabía que no ibas a aceptar. No hay excusas, Liz. Hace demasiado que no hacemos de las nuestras en una exposición de arte y me prometieron talentos jóvenes y frescos. —Si tal parece que vas a una cata de vinos —reí pero mi semblante se tensó al divisar la fachada de La Residenza. —Creo que una cata sería más interesante, pero tendremos que posponer tal plan —continuó Rafa sorbiendo algún tipo de líquido, que para aquellas horas de la mañana, bien podría ser un café o un energizante—. Ya nos comprometí con la Universidad... —Espera, ¿Universidad? —objeté entrecerrando los ojos—. ¿Acaso vamos a ir a una exposición de tercera de un montón de colegiales? Así es como pretendes que pase mi noche de sábado... —Es la RUFA, la Universidad de Bellas Artes de Roma, Liz, y no es una exposición de simples colegiales, sino de los nuevos Masters en Bellas Artes. No seas dramática —intentó parecer interesante—. Además, ¿no me dices siempre que tengo que tener mis ojos en piezas que nadie más haya descubierto aún? Para una vez que escucho tus consejos... Rafa continúo hablando, pero al pasar por los puntos de control y el escáner facial de la entrada principal de La Residenza, dejé de escucharlo. —No me des más lata —lo detuve porque era capaz de quedarse hablando el resto del día con tal de convencerme—. Voy a ir, pero me las vas a pagar, Rafael. —Te pagaré con algún cuadro... O algún artista de tu gusto —rió al otro lado de la línea. —Dudo que disfrute algo de alguno de tus frígidos y torturados artistas —dije volteando los ojos en blanco mientras nos acercamos al parqueo subterráneo—, pero aceptaré un cuadro o escultura horrible como pago por una perfecta noche desperdiciada. La risa de Rafael fue lo último que escuché antes de colgar la llamada. Al menos, no tendría que estar otra noche más en la oficina o en algún antro, V.I.P. o bar, siendo un número más entre la multitud y con el pesar y el vacío calándose un hoyo dentro de mi pecho. Corlio abrió la puerta del auto. Ya se había deshecho de Gulio y estaba en la mansión para escoltarme hacía la sala de reuniones dónde, me avisaron, Il Signore quería desarrollar la discusión. En La Residenza, el arte era exquisito. El principal negocio que contribuía al lavado de dinero de la familia, era la compra y venta de obras artísticas de excelente calidad. Rafael hacía su parte dentro del negocio familiar, siendo la cara legal a todas las transacciones que se lavaban en su nombre y gracias a su talento y buen ojo. Lucrezia, por otra parte, la hija mayor y heredera de los negocios turbios de la familia Piccolomini, era la cara de la creación y distribución de la nueva droga sintética que se estaba esparciendo por el mercado como fuego en medio de una sequía. —Giorno, sorella —me saludó Lucrezia con dos besos en las mejillas. Justo como Rafael, ella también me consideraba su hermana, aunque con la rubia de ojos azules, yo era menos presta a dejar salir mi personalidad más extrovertida. Lucrezia era seria y todo negocios. Incluso cuando estuvo en cama durante su segundo embarazo, la mujer se las arregló para supervisar el trabajo de los superlaboratorios dónde se fabricaba el GB54. Que fuera una diligente madre de dos preciosos niños, no le quitaba lo cruel y despiadada que la convertía en el lugarteniente de sus padres. —¡La mia piccola farfalla! —exclamó Signore Lucio al verme entrar al salón en compañía de Lucrezia. Los rostros de los representantes de las otras familias afiliadas a los Piccolomini estaban sudorosos y pálidos, a causa de algún cambio en el juego. Sin embargo, Lucio y Ekaterina permanecían imperturbables, mientras Lucrezia sonreía altanera. —Consiglieri —saludó el capitan de la policía, a quien el capo tenía en los bolsillos. A su saludo siguieron más reverencias de todos los otros presentes. —¡Esto es la verdadera definición de avance, ¿no es cierto?! —exclamó Lucio, con una amplia sonrisa en el rostro y alzando sus manos hacia nosotras—. Dos mujeres fuertes e independientes liderando La Familia. Los negocios nunca han sido tan prósperos cómo ahora que Lucrezia puso en circulación el polvo y Alicia redirigió los ojos de la fiscalía a otros problemas más insignificantes. Por problemas insignificantes, se refería a la filtración de desfalco en una empresa millonaria que afectaba a los contribuyentes y a nuestros negocios. —Sin embargo, la distribución del GB54 no está siendo tan rápida como nos habían prometido —añadió con saña el jefe de una familia opositora que se había subordinado a los Piccolomini—. Las ganancias no son tan substanciales cómo fue prometido... —Las ventas reportan un 30% de ganancias, de las cuales, un 5% termina en sus bolsillos —le interrumpí—. Un trato justo, si tenemos en cuenta que ni usted ni su familia está vinculado directamente a la producción o distribución del polvo. —La mia leonessa... —sonrió Lucio. —Quizás las ventas no estén a la altura de lo esperado en términos de inversión y capital, pero entre los jóvenes ha despegado con bastante peligrosidad —apuntó el policía corrupto—. Los agentes de la Quinta están intentando frenar el flujo y el Fiscal Lorenzo DiMaria quiere abrir un caso contra la familia Piccolomini. —¿Bajo cuáles cargos? ¿Presentando cuáles pruebas? —volví a intervenir atigrando los ojos. —Bajo el pretexto de una investigación en tu contra, Alicia —espetó el capitán, dejándome con un mal sabor en la boca y completamente confundida—. Eres el eslabón débil de La Familia.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD