De monstruos, hombres y otros demonios

3698 Words
–Diga su nombre completo, por favor –me ordenó el inspector con un sobrado tono despectivo mientras tomaba mi declaración jurada y revisaba los datos personales de mi extenso expediente policial. –Vincent Harper –dije aclarándome la voz y cruzándome de manos, intentando aparentar que estar en aquella sala de interrogatorios no me ponía nervioso en lo absoluto, pero mi póker face se desvanecía con cada trazo que el investigador escribía sobre su pequeña libreta de notas. –¿Fecha de nacimiento? –continuó. Con cada hojeada a mi ficha me juzgaba más crudamente y se iba creando su propia versión de mí en su cabeza. Supongo que el juzgar por los actos y las apariencias es una más de nuestras arraigadas costumbres, pues yo solo con mirar su incesante necesidad de aflojar el nudo de su tensa corbata a rayas, constaté que aquel oficial de cuadradas gafas translucidas no era más que un hombre tan reprimido emocionalmente que solo podía liberarse de su frustración maltratando a los que, decidía, eran la crápula de la sociedad. –14 de noviembre de 1995 –respondí resoplando por la monotonía del proceso. –¿Dirección? –prosiguió a preguntar el hombre. –Creo que ya hemos pasado por esto antes –comenté, colmando la paciencia del oficial, quien me dirigió a más dura de las miradas mientras realizaba una pequeña anotación en mi ficha policial–. No tiene la necesidad de hacer preguntas de rutinas, si todo está escrito en ese expediente y su última actualización fue hace unos pocos meses. – –En efecto, señor Harper, usted ha sido un testigo principal en tres casos de suicidio en la última década –hizo notar el curioso personaje–. Dígame, ¿cómo es posible que solo se trate de una coincidencia? –dejó caer con malicia. –No lo sé –respondí con absoluta sinceridad–. Me he estado preguntando lo mismo mi vida entera –continué con una mueca de asombro total en mi rostro–. Es como si la muerte me persiguiera. – –¿Y no será usted quien la persigue a ella? –sugirió, y aunque sus palabras insinuaban mi participación directa en alguna de las tragedias acontecidas, no era menos cierto que parecía ser yo el catalizador y detonante de los sucesos. –Puede ser –me encogí de hombros–. O puede ser que desde mi primer roce con la muerte, ella quedó prendada por mí. – –Cuide sus palabras, señor Harper –me habló el hombre retirando sus lentes y limpiándolos con un pañuelo de algodón–. No sabe si algún día las palabras que dice tan a la ligera serán tomadas de forma literal. – –Si usted supiera, oficial –le sonreí–, que vivo porque ese día llegue. – –Durante la investigación del suicidio de un tal James Scott, usted declaró que se sentía culpable por lo sucedido, pues días antes el fallecido le confesó sus intenciones de atentar contra su vida –hizo notar el hombre levantando una de sus cejas por la incredulidad de la cercanía de los eventos–. ¿A qué se debió tal conversación entre ustedes? – –Jamie y yo usualmente discutíamos ese tipo de tema en nuestras conversaciones…– –¿Y el suicidio era un tema recurrente entre su grupo de amistades? –se apresuró a preguntar el oficial. –No –respondí con un sobrado sarcasmo que el hombre no se tomó para nada bien, pero mi talento para añadir leña al fuego en situaciones delicadas no se iba a desperdiciar, por lo que proseguí con mi respuesta para el disgusto del oficial–. La realidad es que hablamos de muchos otros temas cuando estamos juntos. Jaime y yo éramos participes de todos ellos. – –Verdaderamente un grupo de letrados –igualó mi tono y mi intención–. ¿Temas como cuales trataban ustedes?– –Como la idiotez del ser humano, el misterio del Triangulo de las Bermudas, la incapacidad de auto sustentación de los sistemas sociales actuales, los aliens en el Área 52, las desapariciones en Roswell– enumeré, colmando la paciencia de mi interrogador–. ¿Acaso soy ahora sospechoso de un caso de desaparición? – –No, usted no ha sido testigo en ningún caso de desaparición, sino en tres de suicidio y en mi profesión, no existen las coincidencias, sino las conexiones y los motivos. – habló con una mirada acusadora por encima de sus lentes. –Pero se equivoca en un detalle –le sonreí aclarando un punto importante que él había omitido–. No fui testigo de la muerte de Jamie ni la de Sean. De haberlo sido, no se hubieran suicidado. – –¿Está usted seguro? – preguntó para sacarme de mis cabales y hacerme actuar con mis peores instintos. –Totalmente. – –Pero usted sí fue el único testigo ocular de la muerte de su madre. – Su comentario me llego al nervio. Las viejas heridas sanan y cicatrizan en nuestra alma, pero algo tan delicado como aquello jamás sería superado. No solo por mí, sino por nadie. Cualquiera que haya presenciado la muerte de un ser humano se vuelve más inestable y se familiariza con la oscuridad en formas que son totalmente indescriptibles. Mi cuerpo se puso rígido y mi ceño se frunció, pero aún si me retorcía por dentro del dolor que me causaba revivir ese momento, no dejaría que nadie más lo utilizara para martirizarme. Solo yo podía auto mutilarme con el recuerdo. –Sí, y no pude hacer nada al respecto excepto gritar por ayuda –relaté colocando mis manos sobre la mesa y acercándome tanto como pude a él. Mi mirada, repleta de ira, se reflejaba en sus lentes mientras ladeaba la cabeza y hablaba–. Si se hubiera tratado de alguno de mis dos amigos, habría hecho hasta lo imposible por detenerlos. No trate de comparar las situaciones porque yo no era la misma persona en ninguno de los tres casos. Teniendo diecinueve años, es mucho más sencillo razonar con una persona de mi misma complexión, pero a mis siete años era muy complicado detener a mi madre mientras se abría el cuello con un cuchillo y se desangraba en el suelo de la cocina frente a ti –hablé provocando un escalofrío en el oficial–. Así que sí; solo grité y lloré por casi dos horas y media hasta que mi hermana regresó de la escuela y pudo llamar a la policía, porque yo estaba inmóvil, sentado sobre la sangre de mi madre, mis lágrimas, mi orine y mi mierda; incapaz de hablar siquiera. – Las palabras salieron como si no significaran nada, y eso fue lo que me estremeció en el momento. Solo dos de mis amigos sabían del incidente que me había moldeado de esa forma tan indolente, porque no era capaz de hablarlo con el resto y someterme a la tortura de revivir el traumático recuerdo. Y, sin embargo, le había relatado el suceso a aquel hombre como si hubiera sido un evento aislado sin mayor importancia. El sentimiento de culpa vino después de haber hablado tan impulsivamente, y aunque mi manera tan ligera de expresarme acerca de mi madre retumbaba en mi cabeza, sentía que, visto desde la perspectiva en la que me encontraba, ni siquiera era tan relevante. Después de todo, ¿Cuánta gente había visto morir, y cuantas aún me restaban por ver? Yo no fui el único que se sintió ofendido por la crudeza de mis palabras. Si mi objetivo era incomodar al inspector, lo logré con creces. El hombre estaba tan indignado por mi relato que tragó en seco mientras continuaba tomando sus ilegibles apuntes, aunque por algún motivo no se extrañó de mi comportamiento ni hizo un paréntesis al respecto. –Según los paramédicos, usted fue quien encontró el cadáver, pero no hizo la llamada a emergencias para reportarlo, sino que fue otra persona desde un hospital –me recordó el oficial. Era momento de explicar mi reacción muy a pesar de que ni él ni nadie lo comprendería–. ¿Puede decirme por qué no informó el incidente? – –Ronnie me llamó para avisarme que Ed había hecho un paro cardíaco y se encontraba en estado de coma. Se suponía que yo iba a buscar a Sean para llevarlo al hospital; por eso estaba en su casa –expliqué–. Estaba en shock por verlo ahí… muerto. – –¿Y cómo describe usted su relación con el fallecido? – –Como un desastre absoluto –me sinceré exhalando profundamente. La mirada del oficial me dejó saber que estaba en la obligación de explicar mis palabras–. Éramos amigos, por supuesto, pero éramos todo lo contrario: Sean y yo. Supongo que puedes ser cercano a una persona que no tiene tu misma forma de ver la vida. Él era tan sentimental y empático que quizás fue por eso que hizo lo que hizo. – –¿Y para usted tiene sentido que él mismo se haya quitado la vida por motivos tan banales como los explicados en su nota suicida? –preguntó mostrándome el borroso papel que explicaba de la más inestable de las formas las razones por la cual Sean se quitado la vida. –¿Ver morir a la única persona que ama es un motivo banal? – –Todos nos hemos antepuesto a la pérdida de un ser querido, señor Harper –sentenció el oficial. –Pero no todos somos iguales, o sentimos las emociones de igual forma –me apresuré a hablar y por un momento sentí como si, por esa única vez, comprendía plenamente a Sean–. Él era una de esas personas que lo sentía todo intensamente y se dejaba envolver por las situaciones sin ver la salida a la luz. Su empatía lo llevaba a ser vulnerable ante la pena ajena y aunque él no estuviera viviendo el dolor físico de Ed, el daño emocional era demasiado para que su espíritu lo soportara. Sobre sus hombros llevaba toda una vida de dolor y la espada de un hombre solo puede soportar hasta que la columna colapse; la mente es igual –expliqué, y poniéndome de pie fuente a aquel metódico oficial, continué–. Si usted está intentando buscar algún culpable para lo que sucedió, trate de culpar a Dios o al destino. – –Yo no puedo interrogar a Dios, señor Harper –señaló el hombre mientras me dirigía a la puerta de la sala de interrogatorios. –Entonces yo tampoco puedo contestarle el porqué un hombre desesperada hace lo que hace y ve en las sombras de la muerte una salida a todos los problemas. – En realidad, sí podía, porque me veía a mí mismo en esa situación todos los días, pero no era ni el lugar ni el momento adecuado para proyectar mis temores. Parecía como si nunca fuera el momento preciso para dejarme llevar por mi torbellino interno, y mientras más intentaba someter mis emociones, más luchaban por desatarse dentro de mí. El caos amenazaba por apoderarse de mi persona y yo quería permitírselo, pues, quizás, mi atormentada alma tendría algo de descanso si llegaba a apagar el interruptor de mis pensamientos. En la sala de espera, Ronnie aguardaba por mí. Su cuestionario había sido antes del mío y ambos estábamos tan agotados por el proceso que solo queríamos marcharnos de aquel lugar lo antes posible, o al menos, eso quería hacer yo. –¿Cómo te fue? –preguntó el de los ojos avellana mientras bajábamos las escaleras del precinto. –Como una mierda –respondí. Sentía que el inminente ataque de pánico me golpearía en cuestiones de segundos. Le quité un cigarro y lo encendí–. ¿Qué tal tú? – –Igual que siempre –habló él encendiendo otro y tomando una enorme bocanada, continuó entre el humo que exhalaba–. Ellos no creyeron una palabra de lo que dije. Hablaron de mis problemas de conducta… de mis pasados episodios de violencia… de mi orden de alejamiento contra el profesor de la universidad. – –Tranquilo –intenté calmarlo–, ellos intentaron comparar el escenario de la muerte de Sean y Jaime con la muerte de mi madre. – Ronnie se estrujaba el cabello con rudeza y evitaba que las lágrimas salieran de sus ojos en los más rudos gestos. Estaba tan ultrajado por todo lo sucedido como yo mismo, pero a diferencia de mí, él no se esforzaba por ocultarlo. Quizás yo tampoco lo ocultaba, sino que guardaba mi dolor para mi soledad, donde lo pudiera disfrutar más plenamente. –Tal vez ellos tengan razón, Vince –me dijo escondiendo sus temblorosas manos dentro de su chaqueta–. Quizás la violencia llame a más violencia, y la muerte atraiga a la muerte. – –Entonces estamos todos condenados, porque eso es todo lo que hay en la vida. –sentencié. Ronnie no quería oír aquellas palabras, tampoco yo quería pronunciarlas, pero era una realidad que se escapaba del alcance de todos nosotros. –Tengo que irme, Vince –habló Ronnie súbitamente–. Dejé a Liam en el hospital, y por lo mucho que vomitó cuando le conté lo sucedido con Sean, necesitaba más él una intravenosa que el propio Ed –se excusó. –Sí. Yo entiendo. – –¿Estarás bien solo? – No quería ir a casa; no quería ver a mi hermana ni a Mike. No quería ver a Alice. Realmente no quería ver a nadie que no comprendiera lo que estaba sucediendo a mí alrededor, ni quería explicar cómo me sentía, pero no quería estar solo con mi perturbada mente. Me apetecía estar con mis amigos; incluso si era solo en silencio mientras tomábamos algo para olvidarnos del mundo, pero todos necesitaban un poco de paz. El único que necesitaba el caos era yo. –Estaré bien –asentí y viendo como Ronnie se dirigía al metro con un pesado andar, di media vuelta y decidí dejarlo en paz. El camino a mi casa se me hizo dolorosamente largo, por lo que hice algunas paradas para comprar dos o tres suministros que harían de mi período de duelo, la más interesante de las terapias. Tropezando con todos a mi paso y esquivando las miradas indiscretas de quienes se cruzaban en mi caminar logré completar la mayor parte del viaje. No podía evitar ver los dedos apuntándome mientras caminaba y la imagen de las más diligentes madres apartando a sus hijos de mi lado fue un moralista escenario que me hizo sonreír en más de una ocasión, pero cómo no comprender la consternación de los otros hacia mí: yo iba bebiendo de una botella de alcohol y mis manos y las mangas de mi abrigo blanco aún estaban manchadas de la sangre de Sean. Era la sangre de un amigo; su testimonio, su voluntad y yo lo anunciaba al mundo. ¿Quién era yo para desafiarlo? Llegué a mi edificio. El apartamento 7B del quinto piso esperaba por mí con ansias de sumirme en mi peor depresión. Pasaba tanto tiempo fuera de aquel lugar que ni siquiera podía considerarlo mi hogar, sino una pocilga que a duras penas podía costear. Lo había rentado luego de que una de las golpizas de Mike me llevó a comprender que mi hermana era incapaz de protegerme, o protegerse a sí misma, ante semejante monstruo. Decidí independizarme hacía ya algún tiempo, pero odiaba aquel reducido y lúgubre espacio, y solo era soportable para mí cuando tenía la compañía de mis amigos, pero luego de la muerte de mi amigo, estar en el cuarto en el que él solía vivir junto a mí no era más que una terrible tortura que no podía soportar por mucho tiempo. Tiré la llave sobre el colchón que esperaba en el suelo, todo hecho un desastre, rodeado de botellas vacías y cajas de comida para llevar. Mi cabeza era un hervidero de ideas que no me aportaban ninguna tranquilidad. Mis extremidades estaban rígidas y nuevamente sentía la demoniaca presencia posada sobre mis hombros. La puerta del baño estaba abierta. Verla fue como revivir la escena de la muerte de Sean, más, esa vez, no me quedé estático frente a ella o me apresuré a indagar con macabra curiosidad. Esa vez, algo diferente se movió dentro de mí; algo que me hizo caer de rodillas en el suelo frente al umbral. No era tristeza, no era ira, era todo lo contrario y a la vez igual. Era soberbia conmigo mismo y contra el universo, lo celestial y lo mundano. Los primeros gritos fuero de rabia, pero los que le siguieron fueron de completa desesperación. Comencé a golpear el suelo con toda la fuerza que fui capaz de extraer de mi cuerpo. Quizás necesitaba romper algo para sacar de mi sistema todo aquel odio inagotable hacia mí mismo y las personas a mi alrededor, poco importaba si era la madera la que se astillaba por mis golpes o mis propios huesos. Lo añorado por mí en ese momento era doler y sangrar. Y lo hice. No tardé mucho en lastimarme los nudillos y que las gotas de sangre mancharan en el suelo como recordatorio de que había logrado mi objetivo. Nuevamente volví a sentirme como cuando era un niño pequeño, incapaz y débil, mientras abrazaba mis rodillas entre las lágrimas y el sudor. El instante de adrenalina pasó rápido, y en su lugar, un abrumador sentimiento de culpa se apoderó de mí, haciéndome sollozar por motivos que yo se escapaban de mi entendimiento. Mis emociones y pensamientos me superaban. Pasaban por mí tal cual mi alma estuviera fuera de mi cuerpo. Se sentía como si alguna entidad superior estuviera jugando con un interruptor en mi interior y no fuera ni siquiera consciente de lo que estaba pensando. No era más dueño de mí mismo, pero ¿cuándo lo fui? Desconocía qué podía hacer para recuperar la compostura. No podía dejar de llorar. Me era imposible moverme y no logré ponerme de pie por mucho que lo intenté. Era como si algo jalara de mí hacia el infierno. Primero culpé a Dios, pero dudé de su existencia de inmediato. Todo lo que había conocido en mi vida había sido el demonio, pero la dualidad y los contrarios opuestos eran el punto cumbre de nuestro mundo, por lo que me replanteé la dirección de mi odio. El demonio sí existía y mi mente era la prueba de ello. Por contraposición, Dios tenía que existir. Yo mismo había sido tocado por el dorso de su mano. Me sentaba a su izquierda y había sido besado en la frente por unos labios rojos que anunciaban la miserable tristeza en la que se sumirían todos los que realmente amaba. Era una maldición, pero ¿acaso ser bendecido por el demonio no equivale a un llamado divino, en la más retorcida de sus formas? Mi indomable cólera, mi odio a mí mismo y las deplorables condiciones mentales en las que me encontraba me sumían en el más volátil de los estados. El resentimiento hacia Dios era mi stigma de Caín; la marca por la cual ardería con fuego y azufre en el fin de los tiempos. Durante un diminuto instante intenté cambiar mi actitud, quise alejarme de los rencores, pero todo camino parecía conducir al sufrimiento de los que me rodeaban y al mío propio. Para mí, renunciar voluntariamente a mi cuerpo era la única opción plausible que mi mente fue capaz de encontrar, aunque estuviera condenado a convertirme en un árbol sangrante cuando las arpías se alimentasen de mí, allá en el séptimo círculo del infierno. Anhelaba ponerle un punto final a mi sufrimiento y desterrar los recuerdos traumáticos de mi mente, pero lo sarcástico es que el sabor amargo de estas experiencias es embriagadoramente y duradero. No sabemos que estamos a merced de la oscuridad hasta que el ectoplasma nos llega al cuello y el fétido éter se abre paso por la garganta hasta llegar a las vísceras, pudriendo todo a su paso. Y se siente bien ser arrastrado hasta el infierno. Es la cumbre del masoquismo. La más alta expresión de subyugación que el hombre pueda experimentar es ser un instrumento del destino y ser castigado por su propia mente, por su propia culpa. La caída a lo inevitable es tentadora y nuestra naturaleza autodestructiva sale a floto tan pronto la depresión dice presente luego de un ataque de ira. En esa hora, una de las más oscuras de mi vida, lo sentí todo. Sentí todo el peso de lo acontecido clavarse en mi pecho. Mis costillas amenazaban con astillarse mientras una mano invisible hacía presión sobre mí y mi corazón aceleraba el latir en su palma. El dolor en mi pecho iba y venía con oleadas más fuertes. El ataque de pánico en el que me sumí, me impedía respirar e incluso así mi ansiedad me prometía que lo peor aún faltaba por llegar. Mis ojos estaban demasiado cansados como para estar abiertos y mi cerebro solo imaginaba las más creativas formas de acabar con aquella tortura de una vez y para siempre. Me sentí a la merced de algún depravado demonio, sediento de mi dolor, tal cual salido del más recóndito pasaje de las escrituras, pero la realidad era que solo mi mente estaba tendiendo tales redes sobre mi alma. Se sentía como un monstruo, pero era solo el duelo, la depresión y el dolor lo que se sentaba sobre mi cabeza como un grotesco y obeso ser de un solo ojo. Para mí, sus punzantes dientes amarillos roían mi cerebro como si se tratara de carroña; su boca susurraba dulce mentiras y calumnias contra mí mismo, y sus garras se clavaban en mis piernas, impidiéndome avanzar o retroceder, dejándome inmóvil en la misma situación, viviendo en un eterno bucle de tormento y automutilación psicológica. Hubiera querido que fuera un monstruo, pero solo era yo mismo.
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