Prólogo
ANIKA
Conocí el amor de una manera tan estrepitosa que me dejó sin aire cuando lo vi por primera vez y no tuve remedio.
A mis catorce años comencé a sufrir los estragos de un amor no correspondido, pero es que Aiden Fortune, tenía esa chispa que podía dejar como una boba a cualquier mujer, especialmente a mí.
Y eso quedó claro cuando lo vi acercarse con sus amigos en dirección a mí. Su mata de cabello n***o, que brilla con la luz del sol como una gema oscura, me deslumbró tanto que dejé de tomar de la piñada que traía en la mano, olvidándome de respirar y sí, babeando en un sentido literal por él.
Tan pronto sentí el líquido frío sobre mis pechos, que estaban tapados por la blusa de un traje de baño que le pedí prestado a mi abuela, di un saltito como reflejo de mi cuerpo, lo que me hizo perder el equilibrio y que cayera al agua. Y todo habría estado bien, de no ser por el hecho de que no sabía nadar.
— ¡Auxilio! —Alcancé a gritar como pude— ¡No sé nadar! —Grité con terror antes de que el agua me abrazara y me quitara el aliento. Lo único que escuché fueron gritos, y lo único que lamenté fue que le había arruinado la fiesta de sus quince años a mi amiga Perla.
Todo quedó n***o ante mi vista.
Tosí, era lo único que mi cuerpo quería hacer al reclamar el aire que me devolvió a la vida. Abrí los ojos y entonces me topé con la heterocromía de sus ojos, esa condición que le dio un ojo color miel y otro verde aceitunado, lo que hizo preguntarme si había llegado al cielo.
— ¿Estás bien? —Fue la voz más masculina y grave que había escuchado en toda mi vida. Si eso era el amor a primera vista me podía morir en paz.
— Sí —. Fue lo único que pude decir a mi salvador.
Esa fue la vez en la que Aiden Fortune y yo nos conocimos. Supe por Perla que su hermano me había sacado del agua y me había dado primeros auxilios para revivirme. Sí, el amor me mandó al hospital y estuve eternamente agradecida con Aiden por salvar mi vida.
Durante los siguientes días me debatí en confesarle mi amor, pero los días se volvieron semanas, las semanas se volvieron meses, los meses se volvieron años, y me resigné a no decirle que lo quería. Supongo que me quedé con la idea de que él, siendo un hombre de veinte años, no iba a voltear a ver a una niña de catorce años. Habría sido muy extraño.
Y a pesar de que los años pasaron y que casi he doblado mi edad, nunca dejé de pensar en él de la manera en como lo hice cuando era aquella tímida adolescente.
Hoy, doce años después de ese primer encuentro, estoy vistiendo un veraniego azul holgado con mis converse favoritos, sentada a un lado de Perla, presenciando la boda de Aiden. Mi amiga está consternada, con lágrimas en los ojos, por la conmoción de la felicidad que siente por su hermano, quien se está casando con una hermosa mujer, hija de un empresario multimillonario francés.
Yo estoy acompañando sus lágrimas, con la única diferencia de que las mías eran de dolor, porque nunca tuve el valor de confesarle mi amor. Presenciar su boda me hizo darme cuenta de que nunca había tenido una sola oportunidad con él, y estaba condenada a amarlo en silencio por el resto de mi vida.
— Puedes besar a la novia —. Dijo el orador.
Vi cómo Aiden se acercaba a su esposa con una sonrisa que daba envidia. Acunó su rostro entre sus manos y la besó. Una lágrima más se resbaló por mi mejilla como si fuera ácido.
Enterré mis sentimientos en lo más profundo de mi ser, y de esa manera mantuve mi amor en secreto.