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1948 Words
El hombre parecía no afectarle el hecho de que intentase hacer que el ascensor se hubiera parado. Sin más, empecé a golpear las puertas de acero con la palma de la mano, la que no tenía las cartas, mientras decía: — ¡Estamos aquí! ¡Qué alguien nos ayude, por favor! — Sólo son las nueve menos veinte. No creo que haya mucha gente todavía – habló tranquilamente. — ¡Ya lo sé! ¡Pero yo no puedo quedarme encerrada en un ascensor… y menos con un hombre! — le grité, nerviosa. Ese comentario hizo que el hombre girase el rostro hacia mí, pero yo no paraba de golpear las puertas de acero y gritar. Él estaba sorprendido, se podía notar en sus ojos al mirarlo fijamente por los cristales de los lentes. Conforme los minutos pasaban, mi nerviosismo aumentaba cada vez más. Me dejó caer con una mano en el pecho debido a que estaba empezando a sentir palpitaciones, golpeteos del corazón y también aceleración de la frecuencia cardíaca. “La última vez que estuve encerrada en el ascensor con un hombre… fue cuando…” pensaba, poniéndome más nerviosa. Los temblores hicieron acto de presencia, mientras que mi cuerpo comenzaba a sudar y la sensación de que me costaba más respirar con normalidad me atenazaba. — Oiga, ¿qué le ocurre? — me preguntó el hombre. Fue a tocarme pero me aparté bruscamente. — ¡No me toque! — grité, echándose hacia la pared, donde me dio en el brazo. — Auch… — Déjeme ayudarla — dijo él. — ¡No, no quiero! ¡No quiero que un hombre me toque! — volví a gritar. La sensación de ahogo aumentaba con cada minuto que pasaba en aquel lugar. También tenía molestias en el tórax, náuseas y malestar abdominal. Notaba que mis piernas comenzaban a perder inestabilidad y la sensación de mareo aumentaba pausadamente. Me abracé a mí misma cuando noté que tenía escalofríos. Al sentir hormigueos en mis piernas, caí de rodillas sobre el suelo del ascensor y como pude, me apoyé en la pared, mientras que tenía una mano en el pecho. — Es mejor que se calme — me aconsejó él. — No… no puedo… — dije con dificultad. — Si sigue así, lo único que conseguirá es que empeore. Él se agachó hasta ponerse a mi altura y me mostró una sonrisa reconfortadora. Poco a poco, él me fue diciendo trucos para que me pudiera calmar y no pensara que estaba encerrada en un ascensor. Después de eso, el hombre estiró el brazo y presionó el botón en el cual se veía una campana amarilla durante unos pocos segundos y esperó a que alguien le respondiera, pero no hubo respuesta. Lo estuvo presionando varias veces más, para no tener respuesta. Se aflojó un poco la corbata. También se estaba empezando a agobiar. Hacía calor, mucha calor en ese espacio reducido. Se sentó a mi lado, dobló las rodillas y apoyó los brazos sobre las rodillas. Buscó algo en el bolsillo del interior de la chaqueta y sacó un celular. Levantó el brazo en busca de señal pero no había ninguna. ¿Cómo era posible que le pasara aquello? Giró la cabeza hacia mí y su mirada se mostró desconcertada al verme, mientras yo respiraba con la ayuda de una bolsa de papel marrón sobre la boca y la nariz. — Piense que pronto nos sacarán de aquí y cuando eso pase, se pondrá mejor. A lo largo del día acabará riéndose — me comentó él, para que no pensara en lo que estaba pasando. Asentí lentamente. Continué respirando hasta que me encontró más tranquila, me quedó apoyada en la pared con la bolsa en una de las manos. Mi cabello caía por los lados de la cara impidiendo que él viera mi cara. De vez en cuando, el hombre miraba el reloj para comprobar el tiempo que llevaban metidos en ese lugar. De pronto, cuando habían pasado cincuenta minutos desde que nos habíamos quedado encerrados, el ascensor comenzó a moverse. Miré hacia arriba y luego miré al hombre con el que estaba, con cara de alivio. Antes de que las puertas se abrieran, me limpió las mejillas sonriendo un poco y me recogí el cabello en una coleta baja, dejando varios mechones sueltos. — ¿Sabe cuándo viene el Director General? — inquirió él, mientras yo seguía en el suelo. — A las nueve y media… normalmente pero hoy debe venir a las nueve. Nada más abrirse las puertas, salí a gatas, todo lo rápido que podía, del montacargas. Una vez fuera, respiró hondo para tranquilizarse pero en ningún momento se levantó del suelo. El hombre me observaba en silencio y decidió salir antes de que se volviera a quedar encerrado. Las personas que estaban en la planta treinta se quedaron sorprendidas al ver como salía del ascensor. Me giré hacia el ascensor pero no encontré al hombre. Volví mi vista hacia adelante y lo encontré a horcajadas enfrente de mí, mientras que me ofrecía una mano. Acepté y me levanté con su ayuda. En ese momento, me percaté de que ese hombre era guapo. Él llevaba un traje de color azul marino con una corbata azul, una camisa marrón y los zapatos negros. A simple vista, su cabello era sedoso, brilloso y rubio, con el cabello engominado hacia atrás. Sus ojos eran de un tono verdoso. Su piel de color canela llamaba mucho la atención. Sus piernas eran largas, al igual que sus brazos. El hombre se puso de pie junto a mí. Era bastante alto, por lo menos mediría unos 1.95 m y se podía ver que era delgado. También tenía una barba de unos tres días sin afeitar que le hacía irresistible. — Gracias por ayudarme — le agradecí, mientras me ponía bien la chaqueta. — Ha sido un placer — me mostró una pequeña sonrisa. — ¿Otra vez ha pasado eso? — se escuchó detrás de ellos. — Pero, ¿no lo arreglaron el otro día? Nos giramos para ver quién era, mientras nos soltamos las manos. Al girarse, vimos a un hombre moreno con los ojos azules. Tenía una sonrisa picarona. Llevaba un traje n***o que le quedaba como un guante junto a camisa azul y una corbata del mismo color que el traje. No pasaría de los treinta años y cinco años. — Buenos días, señor Davis — lo saludé con una pequeña sonrisa. — Kaia, ¿qué haces aquí? — preguntó el hombre recién llegado descolgando el teléfono. — ¿Qué te ha pasado? — dijo preocupado. — Digamos que hemos tenido un pequeño problema con el ascensor — respondió el hombre castaño. — Ese ascensor está dando más problemas últimamente… — suspiró el señor Davis. — ¿Cuántas veces te he dicho que me llames Joshua? Eres la mejor amiga de mi novia. — Perdón… — contestó ella con los hombros encogidos. — Este hombre me ha preguntado por usted. Ambos hombres se quedaron mirándose mutuamente y en silencio. Sin más, Joshua cerró los ojos y sonrió. Se acercó a mí y tras ponerme una mano en el hombro, me aconsejó: — Ve al baño, échate agua y cuando estés más calmada, vuelve a tu puesto de trabajo. Si alguien te ve, pensará cosas que no han pasado, ¿cierto? — No ha pasado nada — le dije seria. — Lo sé, por eso quiero que vayas al baño – me sonrió. Asentí en silencio y me dirigí hacia el baño que se encontraba hacia el lado derecho de esa planta. ... Me encontraba en la cafetería, que se encontraba en la planta baja, junto a recepción, acompañada por mi gran amiga, Madeleine. Ella era una mujer de treinta y cinco años, guapa, de buen cuerpo y morena. Sus ojos eran de un extraño color n***o, pero brillantes. Maddie era la secretaria del Director de Recursos Humanos y también la novia del Gerente de esa empresa. En cambio, yo era la secretaria de Gerente General. Por lo que sabíamos, la empresa en la cual trabajan tenían más Delegaciones en otras partes, siendo Chicago, Los Ángeles, Filadelfia, Boston y Detroit. En Inglaterra y Europa también estaban repartidas varias Delegaciones. La empresa central se encontraba en Múnich, Alemania. — ¿Ya te encuentras mejor? Joshua me ha dicho que te has quedado encerrada en el ascensor — comentó Madeleine, mientras echaba el azúcar a su café. — Sí, ya estoy mejor. Gracias al hombre con quien me he quedado encerrada, no ha sido tan malo — respondí sonriendo. — Pensaba que me iba a quedar ahí para siempre. — ¡No digas eso! En algún momento te hubieran sacado. Imagínate que te pasa lo mismo que te pasó hace cinco años, cuando empezaste a trabajar — dijo Madeleine. — ¿Qué pasó hace cinco años? — preguntó una voz detrás de nosotras. Al girarnos, vieron al Gerente General con el hombre castaño que me había ayudado en el ascensor. Miré a mi amiga sin saber qué decir. No quería recordarlo y menos que nadie en la empresa supiera lo que le ocurrió y que por eso, tenía miedo de quedarme encerrada con un hombre en un ascensor. Volví a girarme, omitiendo la pregunta de uno de esos hombres. Empecé a untar la mantequilla en mi tostada. Joshua se acercó a nosotras, seguido del otro hombre, y se sentaron a nuestro lado. El moreno al lado de su novia y el hombre castaño al lado de mí, pero antes de sentarse, preguntó: — ¿Puedo sentarme o me gritará? — Haga lo que quiera — dije con desdén y los ojos cerrados. — Chicas, os presento a Stefan Schmidt. El dueño de Verlag… y de muchas empresas que tengan la familia Scmidt repartidas por el mundo — lo presentó. Se me cayó la tostada al plato, al saber que era mi jefe. — Así que, lo que decían era cierto… — comentó Madeleine. — Que el Presidente de la empresa era guapo y joven — dijo, al ver cómo el hombre castaño la estaba mirando. — Oh… así que ya hablan de mí — dijo Stefan con una sonrisa pícara. — Sí y tenga cuidado de que ninguna loba intente “cazarlo.” Porque aquí de esas hay muchas — habló la mujer morena. Su novio le dio con el codo suavemente. — Sabes que es cierto, Joshua — dijo de mala gana. — Lo sé pero ten más cuidado hablando — la aconsejó el Gerente. — ¿Y qué hace aquí? — pregunté, volviendo a ser la de antes. — Estoy supervisando algunas Delegaciones que tengo en el extranjero. Empecé por la de Detroit y ahora toca la de Seattle — me contestó él. — ¿Usted no sabrá de alguna secretaria que esté disponible para mí mientras me encuentre aquí, verdad? — Pues no — dije tranquilamente, agarrando la tostada y untándola de mantequilla. — Yo creo que sí. Tú serás su nueva secretaria, Kaia — me comunicó Joshua. — Me prometiste que… — le comencé a decir al novio de mi amiga. — Lo sé pero ha sido él quien lo ha pedido así que… no me puedo negar. Ya le he advertido que no intente nada contigo… porque entonces, me dará igual jugarme mi puesto de trabajo con tal de protegerte. Además de que se lo prometí a Oscar antes de que se marchara. — ¿Por qué iba querer algo con una empleada? — interrogó extrañado el hombre alemán. "Por Dios, pero qué pedante", pensé con cierta molestia.
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