Despierto temprano esta mañana; el sol apenas comienza a iluminar el horizonte. El suave canto de los pájaros resuena en el aire fresco, mientras el aroma a hierbas y tierra mojada envuelve el modesto recinto que compartimos con la señora Amelia.
Cuidadosamente, me levanto de la cama, procurando no despertar a la pequeña Victoria, que descansa plácidamente a mi lado.
Han pasado tres meses desde el nacimiento de mi hija, un acontecimiento que es un rayo de felicidad en mi vida y que me impacta de manera positiva, obligándome a ser valiente y luchar en este nuevo e inesperado comienzo. La señora Amelia es una mujer sabia y compasiva, quien me acoge en su hogar y me ha ayudado a superar las dificultades de la maternidad y de la misma sociedad. Hoy, me llevará al pueblo para mostrarme los lugares donde suele vender sus hierbas y obtener provisiones.
Mi atuendo es sencillo, pero pulcro. Mi camisa blanca es ancha y de manga corta bombacha, muy similar a las usadas por la mayoría de la servidumbre de la época, mientras que la falda recortada color café cubre adecuadamente mis tobillos para evitar generar malos pensamientos en los hombres.
En general, me siento bien con mi ropa, pero el problema está en mis senos crecidos por efecto de la lactancia, los cuales me obligan a cambiar de manera seguida los trapitos que recogen la leche saliente cuando mi bebé lleva rato sin alimentarse. Aunque el clima es caliente, he tomado por costumbre usar de manera permanente un chal que cubra mis hombros y de paso mi busto, evitando posibles accidentes bochornosos.
Después de arreglar a mi bebé y desayunar adecuadamente, vamos con la señora Amelia y dejamos a mi niña al cuidado de la vecina, quien nos espera con una expresión amable en el rostro. Emprendemos así el camino hacia el pueblo de Hortua, un lugar que, aunque ya he visitado en varias oportunidades, no deja de sorprenderme.
A medida que nos acercamos, mis ojos se ensanchan al contemplar la animada actividad del mercado. No me acostumbro a esto, pues mi pueblo natal era mucho más pequeño y apacible. Carruajes tirados por majestuosos caballos circulan por las calles adoquinadas, y elegantes damas y caballeros pasean con vestimentas de colores vibrantes, creando un espectáculo de esplendor y lujo que ni en mis más locos sueños habría podido imaginar.
La señora Amelia me guía a través de los callejones, deteniéndose en diferentes puestos donde vende sus hierbas medicinales y ungüentos. Ella es admirable; mucha gente la busca para encontrar remedios para diferentes dolencias y consejos sabios. Incluso hay algunos temas de carácter íntimo masculino que la mujer es capaz de tratar y los cuales yo no soy capaz de pronunciar en voz alta. La señora Amelia es querida y respetada por ayudar especialmente a la gente humilde como nosotras, y es así, pues de otra manera, muchas personas se quedarían sin oportunidad de tener una atención. Solo los ricos pueden darse el lujo de pagar un médico.
A medida que avanzamos, me doy cuenta de las marcadas diferencias sociales. Las damas y caballeros de alta posición llevan trajes lujosos, bordados con hilos de oro y plata, mientras que la gente del pueblo, con vestimentas más sencillas, trabaja arduamente para ganarse la vida.
En mi recorrido, algunos hombres de los comercios me miran con interés y preguntan por mí a la señora Amelia.
—Es mi nieta, Amalia. Es preciosa, ¿verdad? —un brillo juguetón se filtra en sus ojos— y mi bisnieta, se ve que será una hermosura también.
Ante ese comentario, muchos de los comerciantes más prominentes me miran con desdén, pero en cambio, los dueños de los negocios más pequeños me observan de manera comprensiva. Quizás aún recuerdan lo que es la vida dura y cómo funciona realmente el mundo, sobre todo para las mujeres.
No me siento indigna, solo me preocupa que al crecer mi pequeña se sienta mal. En este mundo no somos tratadas bien las mujeres de origen humilde, menos si se tienen hijos que llegan por fuera del matrimonio, sea o no, culpa de la mujer. El repudio generalizado al manchar el cuerpo, como lo llaman muchos, casi siempre termina en s******o por la cantidad de puertas cerradas y la imposibilidad de encontrar un trabajo decente.
Nuestro recorrido nos lleva a la panadería y posteriormente a la tienda de telas, donde dos hombres jóvenes captan mi atención.
De apuesto rostro, sonrisa cautivadora y modales corteses, Darío provoca en mí sonrojos cada vez que nuestras miradas coinciden, pero ver el cuerpo de Juan es un nivel completamente diferente. Esa tez bronceada y espalda ancha me hace pensar no en las cosas bonitas y casi inocentes que imaginé con Darío, sino en esas acciones que aceleran el corazón y humedecen parte del cuerpo.
—¡Qué horror! —digo en voz baja mientras abanico mi rostro rápidamente con mis manos, tratando de enfriarlo un poco, al reconocer lo pecaminoso de mi pensamiento.
Debo admitir que, pese a lo vivido, soy una cobarde, pues mi vista cae al piso huyendo de ellos. Definitivamente, debo confesarme antes de la misa dominical.
La señora Amelia nota mi reacción y, con una sonrisa cómplice, continúa con su camino, ignorando por el momento mis acciones.
A pesar de las apuestas distracciones, sentir mi camisa húmeda bajo el chal me hace recordar que siempre debo pensar primero en mi deber como madre y el propósito de su visita al pueblo. Después de recoger hierbas y provisiones, regresamos a la cabaña. Tras descargar las cosas, tomo rumbo a la cabaña de la señora Ortencia para por fin volver a tener a mi hija en brazos y alimentarla.
De vuelta en la humilde morada, reflexiono sobre el día. La belleza del pueblo, las miradas de los jóvenes y la agitación del mercado quedan grabados en mi mente. Sin embargo, la responsabilidad como madre me recuerda mi verdadera misión. Mientras acuno a mi hija entre mis brazos, pienso en lo agradecida que estoy por la compañía y sabiduría de la señora Amelia y tengo la certeza de que, a pesar de las distracciones, mi deber primordial siempre será el cuidado y amor hacia mi pequeña.