Prólogo-1

2006 Words
El rey Hermón Cordillera sabía que todos lo llamaban el Rey de la Montaña. Era un nombre apropiado, así que no le importaba. Su castillo era como una ilusión que engañaba a los ojos. Construido en las cumbres del Rames, y mezclándose perfectamente con la roca gris y las nubes oscuras, la magnífica estructura se camuflaba aún más bajo cielos a menudo melancólicos. Esta, por supuesto, era la razón obvia detrás del nombre, una forma de que la gente pudiera hablar de él sin acusaciones de traición. Sabía que el hecho de que le llamaran el Rey de la Montaña también se debía al miedo, y tal vez a una pizca de respeto. Aunque nunca había oído rumores de disturbios civiles, si alguna vez se producía un levantamiento, él aplastaría a todos los implicados; la gente del Reino de Osiris lo sabía. Si se le presionaba, contento, se conformaría con gobernar nada más que rocas y sus valles de tierra tras la montaña. El suyo era el único reino que seguía en pie en el lado oriental del Mar Istmo bajo el Antiguo Imperio. Gobernaba el Reino de Osiris de un modo muy distinto al de su padre. Su padre y su abuelo se habían conformado con su parte del trato. Hermón aspiraba a la grandeza y no veía ninguna razón por la que no pudiera expandir su reinado. Cada día estaba más cerca de hacer realidad su sueño. Sí, sí, se derramaría sangre, se perderían vidas, pero eso era una necesidad de la guerra. síLas últimas semanas habían resultado beneficiosas. Con muchos de sus objetivos cumplidos, lo que había adquirido le ayudaría a comenzar su trabajo para convertirse en el nuevo emperador del Viejo Imperio. Tenía en su poder tres talismanes encantados: un cáliz, una daga y un espejo. Con ellos podría invocar a tres poderosos magos que llevaban siglos ocultos. Los objetos estaban guardados en la habitación de Ida. Allí estaban a salvo bajo su protección. Su hechicera se había probado a sí misma una y otra vez. Su recompensa, si mantenía el rumbo, sería justa y potencialmente ilimitada. El premio, sin embargo, estaba encerrado en la mazmorra. Dentro, la maga, Galatia, estaba atada y amordazada. Esto le impedía agitar las manos y crear magia. Aunque encontrara la forma de liberarse de sus a******s, la mazmorra y la propia celda que ocupaba estaban encantadas. Ida había ayudado a lanzar ese hechizo particularmente poderoso. Impedía que Galatia escapara. Cruzar el umbral la mataría con tanta certeza como un rayo atravesándole el cráneo. Ida le impresionaba; su magia era cada día más potente. Por el momento, era la hechicera más fuerte del Imperio Antiguo, y quizá de todos los imperios. Recorrió los pasillos de su castillo. Nada era mejor que el sonido rítmico de sus tacones pisando fuerte sobre suelos de roca. Estandartes con el emblema de la familia colgaban de las paredes entre altas y finas vidrieras. Antorchas montadas ardían desde el atardecer hasta el amanecer, dejando que sus sombras parpadearan mientras caminaban a su lado. Estiró los dedos de los guantes de cuero n***o, subiendo los extremos hasta más allá de las muñecas. De guardia frente a la puerta con cerrojo, el capitán le vio acercarse y se puso en posición de firmes. —Señor. —El capitán Mansel parecía estar conteniendo la respiración. Llevaba un triángulo invertido de pelo en la barbilla, bajo el labio inferior. El bigote bajo la nariz era largo y fino. Llevaba el casco a los pies, de acero mate y abollado por el uso, por lo que su aspecto era aceptable. El capitán sostenía una lanza con ambas manos, inclinada desde el suelo junto a su pie izquierdo hasta más allá de su hombro derecho. La empuñadura de su espada era fácilmente accesible en caso de necesidad. El capitán estaba bien entrenado y era un guerrero más que capaz. Podría considerar que proteger las mazmorras era una tarea servil, pero si comprendía el valor del prisionero que tenía debajo, el cumplido sería mucho más evidente. —Buenas noches, capitán Mansel. ¿Cómo está nuestra invitada? —El Rey de la Montaña arqueó una ceja, curioso, pero sin esperar realmente un informe que sugiriera algo distinto de lo normal. invitada—Bien, señor. Ni un sonido de ella. —El capitán sonrió satisfecho. Era una cabeza más alto que el rey. Su larga cabellera le llegaba a los hombros. Tenía los ojos oscuros y muy juntos, demasiado pequeños para su rostro. Cuando sonreía se convertían en pequeñas rendijas, acentuadas por las arrugas en las comisuras de las sienes. —Es bueno oír eso. Apártese, capitán. —No es que Hermón no confiara en la palabra del guardia, porque lo hacía, pero era imposible que Galatia no guardara silencio. La última vez que lo comprobó, los grilletes de hierro habían rozado la piel de las muñecas de sus brazos extendidos y los tobillos de sus piernas abiertas. El sabor de su magia le hizo agua la boca. Había llegado el momento de aprovechar su poder. Mientras Ida hacía los preparativos necesarios, aún necesitaban la participación de la maga. Sólo ella sabía cómo utilizar los talismanes, que era lo que hacía a su prisionero inestimable. Con el tiempo suficiente, se rompería y se doblaría en su presencia. Sin embargo, el problema era el tiempo. Su impaciencia por el poder se agotaba. Con todo lo que había deseado desde la muerte de su hermano ahora tan cerca, no estaba seguro de cuánto tiempo más podría esperar. La única forma de acelerar la ruptura de alguien con una voluntad fuerte era aumentando el nivel de incomodidad. era Se acabó el tiempo. Las innumerables ocasiones, oportunidades y gangas que le había brindado ya no estaban sobre la mesa. Era una pena que ella le hubiera o******o a tomar este camino, pero no estaba demasiado decepcionado. Sus gritos ahogados eran a menudo una sinfonía para sus oídos. No tardaría en entregar las instrucciones, aunque fuera a costa de su propia vida. El Rey de la Montaña silbó una melodía fuerte y casi sin melodía mientras descendía por la escalera irregular y húmeda. Las paredes cubiertas de musgo goteaban agua, recordando a Hermón las lágrimas perpetuas. El núcleo de la mazmorra era gélido porque ésta se hallaba en las profundidades de las entrañas de la montaña; las paredes nunca accedían al calor de los rayos del sol. El penetrante olor a sudor, sangre derramada y moho asaltó sus fosas nasales. También había otro olor. Éste era quizá más fuerte que los otros, y mucho más nítido. Olía el miedo. Una antorcha ardía al pie de la escalera. La luz que proporcionaba apenas penetraba en la oscuridad. La oscuridad estaba casi viva en las mazmorras, como una entidad que respiraba. La mente, naturalmente, temía la oscuridad, veía sombras en ella que podían o no estar ahí. Siempre parecía haber algo moviéndose delante y detrás. Si uno escuchaba atentamente, los sonidos acompañaban a la oscuridad. Rasguños. Susurros. Gemidos. De niño, Hermón siempre estaba convencido de que algo vivía en la oscuridad que lo rodeaba. Como adulto, como rey, sabía que no era así. La oscuridad ya no lo asustaba. No le permitía tener ese tipo de poder sobre su vida. El peligro no venía de las sombras, sino de él. El rey Hermón levantó la antorcha de su soporte. La sostuvo frente a él mientras pasaba junto a puertas de madera maciza cerradas y atrancadas. Continuó silbando. Cada paso era lento y calculado. Sus pisadas aún resonaban en el suelo de roca, pero el eco desaparecía casi de inmediato. El sonido se volvió plano, casi amenazador. Las celdas estaban excavadas en la roca; eran pequeñas habitaciones de techos bajos y paredes irregulares. A la altura de los ojos, cada puerta tenía tres barrotes de hierro, con la abertura justa para que un guardia controlara a un prisionero. La comida, si se permitía, se introducía en la celda por debajo de la puerta. Al final del bloque, en una sala empotrada, había celdas con barrotes y el calabozo propiamente dicho. La estantería estaba en el centro de la habitación, una larga mesa imponente. A Hermon le encantaba el aparato. Con los brazos y las piernas de los prisioneros sujetos con cuerdas o cadenas, el amo de la mazmorra hacía girar una manivela. Con el tiempo, los miembros se dislocaban. Si la manivela continuaba, eran arrancados del cuerpo. A diferencia de las pisadas, aquí abajo resonaban los gritos. En la esquina derecha había una silla grande y tosca con el asiento, el respaldo y los brazos cubiertos de cientos de pinchos. Unas correas de cuero sujetaban los brazos, el pecho y las piernas al asiento, de modo que uno no podía despegarse de los pinchos hasta que concluyera el tratamiento. La muerte era casi segura. Aunque había mucha sangre, parecía que la infección de las heridas no tratadas era la mayor culpable. La pera de hierro colgaba de un gancho cerca de la segunda mesa de madera. El amo de la mazmorra le dijo al rey una y otra vez que prefería esta herramienta. Cuatro hojas cerradas se introducían en un orificio, elegido en función del delito. El amo giraba una manivela abriendo las hojas. Cuando se utilizaban en la boca, la mandíbula y los dientes se rompían y las encías se destrozaban. Gretta, una campesina declarada culpable de adulterio, había sufrido un destino espantoso. El amo de la mazmorra le clavó la pera en el lugar donde se originó su pecado. Nunca tendría hijos. Hubiera preferido la muerte por sus actos. La pera hacía más que desgarrar la piel, mutilaba permanentemente a las prisioneras. Gretta todavía caminaba con un bastón. El rey Hermón recordó cuando colgaron a Boxman por los pies de una viga. Había asesinado al hijo de un vecino. El hombre no estaba bien de la cabeza. Se le veía en la cara, con los ojos caídos y la boca siempre abierta. No hablaba, sólo gruñía. Se necesitaron dos torturadores para este artilugio en particular. El guardia y el jefe de la mazmorra utilizaron una cuchilla. Pusieron los dientes de la cuchilla en la ingle de Boxman, y luego serraron hacia adelante y hacia atrás cortando al hombre hasta llegar al ombligo. Sangre, heces e intestinos brotaron del tajo. El hedor alcanzó niveles insoportables y el rey se vio o******o a retirarse fuera de la mazmorra. Galatia colgaba boca abajo y abierta contra la escarpada pared rocosa. Tenía la cara roja. Tan roja que parecía probable que la sangre de todo su cuerpo se hubiera acumulado en su cerebro. Le habían metido en la boca una gran bola de plata, sujeta con una correa que parecía un cinturón con hebilla detrás de la cabeza. El Rey de la Montaña dejó de silbar e hizo ademán de quitarse los guantes, dedo a dedo. Levantó la pera del gancho de la pared, se sentó en el borde del estante y giró la manivela del instrumento. Sus ojos se abrieron de par en par, como sorprendidos, cuando las cuatro hojas se abrieron. —Ese pelo antinaturalmente verde. —Se acercó a su prisionera. Pasó los dedos por los mechones y se detuvo cuando la punta tocó la amatista púrpura en forma de lágrima que llevaba al cuello—. Y esto. ¿Un recuerdo? Has pasado algún tiempo viviendo con las sirenas, ¿verdad? Son un grupo desagradable. Una r**a de criaturas asquerosas y malolientes. La hechicera lo observó con ojos muy abiertos y aterrorizados. Se quitó el collar de un tirón y ahuecó la rara joya en la palma de la mano. —Te des cuenta o no, responderás a mis preguntas; seguirás mis órdenes. ¿Crees que callándote me demostrarás lo fuerte que eres? Pues no. Te romperé. Y entre tú y yo, disfrutaré del trabajo. Así es. Yo. No dejaré que otro me robe el placer de hacerte gritar. El derecho es mío. ¿Esos talismanes? Convocarás a los otros magos. Los llamarás aquí.
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