La belleza estéril Una victoria de mucho postín, tirada por dos soberbios caballos negros, aguardaba al pie de la escalinata del palacete. Sería finales de junio, sobre las cinco y media, y entre los tejados que enmarcaban el patio de honor, asomaba un cielo lleno de luminosidad, calor y alegría. La condesa de Mascaret apareció en la escalinata justo en el mismo momento que su marido, que estaba de regreso, entraba por la puerta cochera. Se detuvo unos instantes para contemplar a su mujer, empalideció un poco. Era muy hermosa, esbelta, distinguida, con el rostro ovalado, la tez de marfil dorado, sus enormes ojos grises y sus cabellos negros. Subió al coche como si no hubiera reparado en su presencia, con unos ademanes tan marcadamente distinguidos que el infame monstruo de los celos que