El diablo El campesino permanecía de pie frente al médico, delante del lecho de la moribunda. La anciana, tranquila, resignada, lúcida, miraba a los dos hombres y les oía charlar. Iba a morir; no se sublevaba, su tiempo había terminado, tenía noventa y dos años. El sol de Julio entraba a raudales por la ventana y la puerta abiertas, arrojaba su luz cálida sobre el suelo de tierra oscura, abultada y pisada por los zuecos de cuatro generaciones de labradores. Hasta allí llegaban los aromas del campo, arrastrados por la sofocante brisa, olores de hierbas, de espigas, de hojas, abrasadas bajo el calor del mediodía. Las cigarras bordoneaban, saturando el campo con un crepitar limpio, parecido al sonido de las carracas de madera que venden a los niños en las ferias. El médico, alzando la voz,