Día dos de diciembre, Seúl, Corea del Sur.
Bajé con torpeza del avión que contrató mi padre.
El no aceptaba viajar en el mismo lugar que el resto de personas y aquello me parecía una gran estupidez por su parte, además de un gasto tonto de dinero.
Sin habar mucho, entramos en un coche color n***o con los cristales tintados. Su sirviente – del cual no conozco el nombre – nos abrió la puerta y, seguidamente, hizo una reverencia de noventa grados perfecta.
Eso me pareció incómodo, pero era su trabajo y supongo que hacer aquello era una obligación.
El camino a la casa – más bien mansión – de mi padre estuvo lleno de nostalgia: las calles, edificios, las personas, todo.
En mi niñez viajé bastantes veces a Corea, incluso hice un año de infantil aquí. En este hice a una amiga inseparable: Kim Min So. Cuando éramos pequeñas podíamos llegar a hablar la una con la otra gracias a nuestras madres. Conforme pasaban los años conseguimos mantener el contacto a duras penas, pero en mi visita a Corea con quince años fue cuando al fin pudimos intercambiar nuestros propios números de teléfono. Desde aquel momento no dejamos de hablar ni un día.
Sumergida en mis pensamientos y, sin darme cuenta, el vehículo estacionó en la parte trasera de la vivienda.
Era enorme. Incluso había veces en las que llegaba a pensar que cada año crecía un poco más.
Allí los sirvientes me trataban muy bien, por suerte la plantilla de empleados no ha cambiado mucho y conocía a la mayoría llegando al punto de ser amiga de alguno de ellos.
Cuando era pequeña, en España mi madre siempre me hablaba en español, pero mi padre en coreano para que no perdiera ninguno de los dos idiomas. Es por eso que por suerte mi coreano era fluido y bueno, así que nunca tuve problemas de comunicación.
Tras saludar y hablar con todos los allí presentes, subí a mi habitación.
Todo estaba tal y como lo recordaba. Mis paredes llenas de dibujos y fotos. El suelo estaba cubierto por una suave moqueta marrón claro, el armario estaba repleto de pegatinas de diferentes personajes de dibujos animados hasta pequeños recortes de actores que me gustaron en mi pre adolescencia.
Mi cama, con la colcha algo descolocada, estaba repleta de peluches. Dejé mi maleta al lado de mi escritorio sobre el cual había alguna que otra libreta, y puse mi teléfono móvil sobre la mesita de noche que había en el lado izquierdo de la cama.
Sin pensarlo dos veces me lancé sobre la cama haciendo que uno de los peluches se cayera al suelo.
Giré mi cara sobre la almohada para poder verlo. Lo observé durante un par de segundos y estiré la mano para recogerlo.
- Tiempo sin verte Don Broches, ¿cómo has estado? – dije cogiendo a mi conejito azul con las dos manos y estirando los brazos para tenerlo cara a cara.
- Yo he pasado por unas dificultades increíbles. Mamá se fue y ahora tengo que vivir aquí – suspiré – Llevo años sin hablar con mis peluches, debo de parecer loca.
Me reincorporé y me dispuse a coger mi maleta, apartar los peluches y ponerla sobre la cama para colocar todas las cosas.
Durante unos segundos escuché a mi padre andar por el pasillo. Fui a hablar con él, pero desapareció: se fue a su despacho y no salió de este.
Arrugué mis labios a modo de descontento y me giré para seguir desempaquetando todo.
Aquello me llevó varias horas, pues además de eso, estuve cambiando algunas cosas de la decoración de mi dormitorio.
A pesar de la insistencia de uno de los sirvientes, no bajé a comer y usé como pretexto que tenía comida en la mochila.
Y no era mentira.
Aquella bolsa de patatas fue mi cena.
No pasó mucho tiempo después hasta que me quedé profundamente dormida sin siquiera ponerme el pijama.
La única vez que desperté fue cuando mi padre salió a las cinco de la madrugada para irse a la empresa.
Y fue de esta manera que no le vi durante toda la semana, solo el domingo.
Me pasaba las horas sin saber qué hacer. Salía a la calle a dar un paseo, pero se sentía demasiado vacío. Podría quedar con Kim Min So, pero aún no le conté sobre el fallecimiento de mi madre y tampoco estaba de ánimos como para quedar con alguien más. Estaba en un trance de contradicción del que no conseguía salir.
Uno de los días, un martes para ser más exactos, desde mi ahora llamado "zulo", escuché como tocaron al timbre y el mayordomo fue a abrir, intercambió unas cuantas palabras con la persona que llamó y vino en mi búsqueda.
- Señorita Lee, debes salir, tienes que ir con el chófer a la discográfica para ver a tu padre, quien que quiere hablar contigo.
-Vale - respondí feliz, ¡iba a ver a mi padre en horas de trabajo! Sería la primera vez y no podía evitar emocionarme.
Rápidamente cepillé mi pelo y me vestí con unos vaqueros y una sudadera, seguidamente subí en el coche a la vez que el mayordomo me hacía una de esas incomodas reverencias de noventa grados, y fui camino a la discográfica.
Una vez en el lugar, me despedí del conductor – cosa que le sorprendió bastante - y fui con la mujer que me guió hasta la cuarta planta, me dio unas indicaciones para llegar hasta donde estaba mi padre y, después, continuar con su trabajo.
Pero me perdí....
A pesar de intentar seguir sus indicaciones, aquel lugar era demasiado grande. Fui por un pasillo, giré unas cuantas veces y vi la puerta.
> me dije a mi misma con un atisbo de esperanza.
Pero cuando la abrí, se perdió.
Una sala, al parecer de ensayo, con un gran espejo que cubría toda la pared del fondo y siete niños algo despeinados y sudados.
- L...Lo siento – dije rápidamente mientras hacia una pequeña reverencia a modo de disculpa.
- No....no pasa nada - dijo el más alto sorprendiéndose por la inesperada visita.
Fui a cerrar la puerta mientras mi espalda seguía levemente inclinada cuando, rápidamente, volví a abrirla.
- Disculpad, tengo una pregunta, ¿sabéis dónde está el despacho del director?
- Sí, ¿Quieres ir allí? - pregunto otro de ellos
- Por favor, me perdí hace un rato y no sé cómo, llegué aquí – hice una pequeña mueca avergonzada.
- Es muy fácil. Sigue recto, a mano izquierda, la segunda puerta a la derecha.
Tuve que procesar aquellas indicaciones por unos segundos. Se me hizo bastante lioso cuando las escuché.
- De acuerdo, muchas gracias – sonreí agradecida – Adiós - me despedí con otra reverencia mientras cerraba la puerta y me fui sin darles tiempo a responder.
Estaba muy emocionada. Al fin vería donde trabaja mi padre: su oficina.
Pero...ojalá nunca hubiera entrado en ese despacho...