Las luces de las patrullas iluminan el rostro pálido de Lucrecia, y sus ojos buscan los míos con desesperación, como si esperara que yo pudiera arreglar todo esto con un chasquido de dedos. Pero el pánico me ha atrapado, y por un segundo, soy incapaz de reaccionar. La realidad me golpea en oleadas de miedo, desolación y rabia. Mónica, la hermana de Lucrecia, nuestra sombra acechante, había logrado lo que tanto temía: se llevó a nuestro hijo. —Ferit... ¿qué vamos a hacer? —murmura Lucrecia, con la voz quebrada, sus manos aferrándose a mi camisa con desesperación. —Vamos a recuperarlo, nena —le susurro, tratando de sonar seguro, aunque ni yo mismo sé cómo. Me acerco a Sara, que se aferra a la camilla, y le tomo la mano, mi rostro ardiendo de desesperación. —Sara... dime todo. ¿Qué pasó?
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