CAPÍTULO I ~ 1803-2

2020 Words
—Estaba en lo correcto— asintió el Duque—, pero ahora que ya no puede continuar con esa farsa, ¿quiere decirme por qué viaja sola? En respuesta la joven se echó hacia atrás la capucha, dejando ver un cabello intensamente rojo, que caía en rizos desordenados alrededor de su cabeza... Sus ojos eran de un verde grisáceo muy oscuro, casi de color del mar, y a pesar de la penumbra que imperaba en el interior del vehículo, el Duque pudo ver que su piel era muy blanca, inmaculada y transparente. La muchacha sonrió y le dijo con voz alegre: —Me alegro mucho de no tener que seguir hablando con esa voz tan trémula. Lo engañó, ¿verdad? —Claro que sí— confesó el Duque—, pero eso se debió a que no tenía ninguna razón para sospechar lo contrario. —Tenía tanto miedo de que se negara a ayudarme… pero ahora que estamos ya, cuando menos, a cinco kilómetros de distancia de la posada, no puede hacer nada con respecto a mí. Su tono era tan confiado que el Duque no pudo evitar decir: —Por supuesto, podría dejarla a la orilla del camino. —¿Y dejarme morir de frío, con este tiempo? ¡Eso sería muy poco caballeroso! El Duque la miró. Percibió su rostro pequeño y puntiagudo y sus delicadas y finas facciones. No era una belleza deslumbrante, pensó, pero sí extremadamente bonita. Y había cierta fascinación en la forma en que sonreía, y en el brillo de sus ojos, que no había visto en ninguna otra joven. Era, sin duda alguna, una dama de buena cuna. Sintiéndose un poco inquieto, el Duque dijo: —Creo que sería mejor que fuera sincera conmigo. Le pregunté por qué viajaba sola. Ahora le repito la misma pregunta. —Es un secreto— repuso ella—, pero el caso es que debo entregar unos importantes mensajes en Londres. Un mensajero ordinario habría sido interceptado en el camino, pero es muy poco probable que alguien sospeche de mí. —¡Muy dramático!— comentó el Duque con sequedad—, y ahora, tal vez, quiera decirme la verdad! —¿No me cree? —¡No! Hubo un largo silencio antes que la joven dijera: —No quiero decirle la verdad. ¡Y no hay razón alguna para que usted me la exija! —Creo tengo derecho a ello— contestó el Duque—. Después de todo, está viajando en mi carruaje y, con toda franqueza, no quiero verme mezclado en un escándalo. —¡No es probable que eso suceda!— respondió la muchacha a toda prisa, tal vez con excesiva premura. —¿Está segura?— preguntó el Duque—. Tal vez sea mejor que le ordene al cochero que regrese. Su propio carruaje puede ser reparado, sin duda alguna, y usted puede esperar en “El Guaco y el Jilguero” a que esté listo. La muchacha se quedó pensando por un momento y luego, en un tono muy diferente, preguntó: —Si le digo la verdad, ¿promete ayudarme? —No puedo hacer ese tipo de promesas, pero le prometo escucharla con simpatía. —¡Eso no es suficiente! —¡No estoy dispuesto a ofrecerle más! De nuevo se hizo el silencio y por fin, en una leve vocecita, la joven dijo: —¡Me he… fugado! —Eso supuse— comentó el Duque. —¿Cómo lo adivinó? —Las damas, incluyendo a las escocesas, jamás viajan sin compañía, ni solicitan de un desconocido que las lleve en su carruaje. La joven no contestó y el Duque continuó diciendo: —En fin, ¿se fugó de la escuela? —¡Por supuesto que no! Tengo dieciocho años; ya soy una mujer. ¡En realidad, nunca he ido a la escuela! —Entonces, ¿se está fugando de su casa? —¡Sí! —¿Por qué?— como la vio titubear, el Duque añadió—, insisto en saber la verdad. Será más fácil que me la diga por su propia voluntad, a que tenga que arrancársela a la fuerza. Supongamos que, para empezar, me diga su nombre… —Jacobina. El Duque alzó las cejas, asombrado. —Entonces, supongo que pertenece a una familia de jacobinos, ¿no? —¡Por supuesto!— aceptó ella con decisión—. ¡Todo mi clan es jacobino! Mi abuelo murió en la rebelión de 1745. —Y ahora el joven pretendiente al trono, Carlos Estuardo, está muerto también— dijo el Duque—. No pueden seguir luchando por un rey que ya no existe. —¡Su hermano, James, está vivo todavía! Y si piensa que vamos a reconocer a esos advenedizos alemanes de Londres como nuestros legítimos monarcas, ¡está muy equivocado! El Duque sonrió para sí. Se daba bien cuenta de lo leales que eran muchos de los escoceses a sus Reyes Estuardos y no podía menos que admirar su valor. Los ingleses no habían podido destruir su persistente y obstinada adhesión al hombre a quien llamaban Bonnie Prince Charles. —Esta bien, Jacobina— dijo—, prosiga con su historia. —Me llaman Jabina— le aclaró la joven—. Jacobina es demasiado largo, pero así me bautizaron y ello me llena de orgullo. —¡Me lo imagino! ¿Pero cree que aquellos que la bautizaron se sentirían muy orgullosos de usted en este momento? Deduzco que alguien la persigue. —Pero no podrán encontrarme— dijo Jabina con firmeza. —¡Empiece desde el principio!— ordenó el Duque con el tono autoritario que empleaba para dirigirse a sus subalternos. —No quiero hablar sobre eso— protestó Jabina. —Me temo que debo insistir en conocer el motivo de su fuga. De lo contrario; tenga la seguridad, Jabina, de que la llevaré de regreso a “El Guaco y el Jilguero”. Ella lo observó con detenimiento, abriendo mucho los ojos. —Lo creo capaz de hacer algo tan infame— dijo—. ¡Ya me temía que no era hombre de fiar! —Pero confió en mí, o no estaría aquí. Está en mi carruaje y, por el momento al menos, soy responsable de usted. ¿De qué está huyendo? —¡Del... matrimonio!— exclamó Jabina en voz baja. —¿Está comprometida para casarse? —Papá intentaba anunciar el compromiso la semana próxima. —¿Le dijo a su padre que no deseaba ese matrimonio? —Se lo dije, pero… él no quiso escucharme. —¿Por qué no? —Le simpatiza el hombre que seleccionó para mí. —¿Y a usted no? —¡Lo detesto!— exclamó Jabina con ferocidad—. Es un viejo aburrido, gordo y desagradable. —¿Y qué hará su padre cuando se dé cuenta de que ha desaparecido? —¡Vendrá como una furia tras de mí, con mil miembros del clan blandiendo sus espadas escocesas! —¡Con mil hombres!— exclamó el Duque—. ¿No estará exagerando un poco? —Tal vez, pero estoy segura de que papá me perseguirá… ¡y estará muy enfadado! —¡No me sorprende! Pero, en lo que a mí se refiere, no intento verme involucrado en sus problemas matrimoniales. Debemos llegar a la próxima hostería antes que caiga la noche, y después, usted se las arreglará sola. —Jamás solicité que me llevara más allá!— dijo Jabina—. Estaré cerca de la frontera. Una vez en Inglaterra, puedo tomar una diligencia que me lleve a Londres. —¿Y que intenta hacer en Londres? —No me voy a quedar ahí— contestó Jabina con desdén—. Seguiré viaje a Francia. Ahora que la guerra con Bonaparte ha terminado, podré hospedarme con mi tía. Es hermana de mi madre, casada con un francés, y vive cerca de Niza. —¿Le ha informado a su tía de esta decisión? —No. Pero se alegrará mucho de verme… lo sé bien. Quería mucho a mamá, aunque nunca se llevó bien con mi padre. —¿Su madre está muerta? —Murió hace seis años. ¡Y sé que ella jamás le habría permitido a papá que me casara con un hombre a quien detesto! —Tengo entendido que la mayor parte de las jóvenes no tiene alternativa, ni derecho a elegir cuando de matrimonio se trata, pero estoy seguro, Jabina, de que su padre sabe que es lo mejor para usted. —Es el tipo exacto de frase pomposa que tenía que decir. ¡Tal como lo habría hecho lord Dornach! — ¿Lord Dornach? ¿Es el hombre con quien tiene que casarse? —¿Lo conoce?— preguntó Jabina. —No, pero me parece que sería un buen matrimonio, y eso es lo que la mayor parte de las jóvenes quiere. —No es lo que yo quiero— dijo Jabina enfadada. —¿No es un hombre acomodado este lord Dornach? —Es muy rico, creo. Pero aunque estuviera cubierto de brillantes, de la cabeza a los pies, eso no haría que me agradara más. Le digo que es viejo y aburrido. No me sorprendería que me encarcelara en uno de los calabozos de su castillo y me matara a golpes. —Sospecho que lo que a usted le ocurre es que tiene una imaginación demasiado fértil. —Eso es lo que dice mi padre. —¿Qué más dice él? —Dice que soy impetuosa, impulsiva, inestable. Y que necesito que una mano fuerte me frene —recitó con desdén. —La ha descrito con exactitud, me imagino— dijo el Duque con voz seca. Jabina movió la cabeza. —¿Le gustaría que lo casaran con alguien que usted no eligió y que se propone hacerle cambiar por completo su personalidad? Además, cuando lord Dornach me propuso matrimonio, ní siquiera dijo que me amaba. —Supongo— comentó el Duque con voz divertida—, que usted no lo alentó mucho a que lo hiciera. —¡Claro que no! Le dije: ¡Preferiría casarme con un bacalao que, con usted, milord! El Duque, sin poder evitarlo, se echó a reír. —Mucho me temo, Jabina— dijo después de un momento—, que su idea de viajar sola a Niza es del todo irrealizable. Claro que es triste que tenga que casarse con un hombre que no le gusta, pero, tal vez, después del susto que debe haber dado a su padre con su huida, lo encuentre más accesible a su regreso. —¡No voy a regresar!— exclamó Jabina—. Ya se lo he dicho… ¡Nada podría obligarme a hacerlo! —Entonces, es asunto suyo. En la próxima hostería donde pase una diligencia, usted y yo nos separaremos. —Habla como Poncio Pilato.. Se lava las manos ante un problema porque no sabe qué hacer con respecto a él. Por un momento, el Duque se quedó estupefacto. No estaba acostumbrado a que nadie le hablara de ese modo. —No es problema mío— dijo en actitud defensiva. —La injusticia y la crueldad son problemas de todos— lo contradijo Jabina—. Si fuera usted un joven caballeroso, como el héroe de una novela, estaría dispuesto a luchar por mí, a ayudarme a escapar de las fuerzas del mal. ¡Hasta sería capaz de llevarme en un brioso corcel a la seguridad de su Castillo! —Me temo que lee usted demasiadas novelas románticas. Por desgracia, mi Castillo, como usted lo llama, está muy lejos de aquí y si la llevara allí, me resultaría difícil explicar su presencia. El Duque sonrió al agregar: —Los caballeros que en el pasado rescataban doncellas en apuros, nunca parecieron preguntarse cómo podrían zafarse de ellas. —Es cierto. ¡Me sorprende que se haya dado cuenta! El Duque no contestó. Se concreto a fruncir el ceño y, después de un momento, Jabina dijo impulsivamente: —Siento mucho haberme mostrado un poco grosera. Usted estaba leyendo un libro muy antiguo, o eso me pareció al menos. Lo observaba, pero no parecía muy interesado en su lectura. —Es un tratado sobre manuscritos medievales. —¡Ahí tiene! ¿Ve lo que le digo? En verdad, usted no me pareció un hombre que supiera mucho de caballeros errantes y de doncellas en desgracia. —Tal vez mi educación ha sido un poco descuidada en ese tema en particular, Jabina. Pero, de cualquier modo, tengo que pensar en cómo convencerla para que regrese con su padre. —No necesita perder el tiempo en eso, ni desperdiciar palabras. No volveré. Voy a reunirme con mí tía. —¿Tiene dinero para hacer el viaje?— preguntó el Duque. Ella sonrió y él notó que se le formaba un hermoso hoyuelo en el lado izquierdo de la boca. —No soy tan tonta como cree— contestó ella—. Tengo quince libras en la bolsa, que tomé de los gastos de la casa, en un descuido del ama de llaves. Y traje todas las joyas de mi madre conmigo. Las tengo prendidas dentro del vestido, así que no se las puedo enseñar. Pero sé que son muy valiosas, y cuando llegue a Londres las venderé. Entonces tendré suficiente dinero para hacer el viaje a Niza. —Pero usted no puede hacer ese viaje sola— exclamó el Duque. —¿Por qué no? —Es muy joven, demasiado joven, por una parte. Ella esperó, con una leve sonrisa en los labios. —Continúen…— dijo. Como él titubeó, buscando las palabras adecuadas, ella añadió: . .y demasiado bonita, por la otra. Más vale que lo diga. Sé que soy bonita. Lo he estado oyendo hace años. —¿No es un poco vanidosa? —¡No, de ninguna manera! Mi madre era preciosa y yo me parezco a ella. Tenía sangre francesa y vivió en París antes de casarse con mi padre. —Usted no parece francesa— dijo el Duque. —Eso se debe a que, como muchas personas, usted supone que todas las francesas son morenas. Mi madre tenía el cabello rojo, como el mío, y sin duda alguna sabrá que Josefina, la esposa de Napoleón Bonaparte, es también pelirroja. Jabina movió de nuevo la cabeza, con un gesto que le era peculiar. —¡Espero ser un gran éxito en París! El Duque buscó en su mente las palabras adecuadas. Se preguntó cómo podría explicarle a esta impulsiva y joven criatura por qué no podía viajar sola a París. El tipo de éxito que obtendría no estaría de acuerdo, en modo alguno, con la forma en que había sido educada.
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