Teresa se sintió entonces embargada de la misma emoción que cuando vio La Madonna en la Iglesia. Nunca supo cuánto tiempo permaneció sentada ahí, en la muda contemplación de aquel prodigio. La oscuridad de la noche se adueñó del paisaje y la luna, un trozo de plata contra el fondo del cielo, brillaba para añadir su luz misteriosa al esplendor de las estrellas. Teresa las observaba cautivada cuando, de pronto, escuchó unos pasos y advirtió que una sombra oscura se había interpuesto entre ella y el cielo. Levantó la vista, asombrada, sin saber si lo que veía era real o producto de su imaginación. —Pensé que la encontraría aquí— dijo una voz que reconoció en el acto—, no podría imaginarme que alguien que pintara, pudiera prescindir de esta vista. Teresa no contestó. Se quedó pensando po