Capítulo 1

1729 Words
Recordé aquella vieja promesa, donde juré darle muerte a quien se atrevió a darme cacería en una ocasión. Después de todo ese tiempo, al fin había encontrado la verdadera razón de mi fracaso. Aún recordaba su sonrisa al verme clavar mi daga en su pecho la primera vez. Su enfermizo m********o era repugnante al extremo. Hoy, cuando sacaba mi daga por segunda vez de su pecho, lograba darle fin a su existencia. Había descubierto el truco de su "inmortalidad". Su dextrocardia ya no me era un conocimiento ajeno, y tan pronto deduje el misterio, no dudé en acabar con Ariel. Mi mentor yacía en el suelo, mientras lo contemplaba en silencio pensaba en los dos años que transcurrieron desde que abandonamos el monasterio. Pensaba en toda la sangre que corrió desde que ambos nos juntamos, potenciando el mal que ya navegaba por este mundo. Éramos el caos y la destrucción de cada pueblo con el que nos topábamos. El dolor de los inocentes y el karma de los bandidos. Aún escuchaba sus últimas palabras retumbando en mis oídos, robándome el aliento y alterando cada fibra de mis nervios. Cuando lo alcanzara en el más allá, probablemente correría a buscarlo sólo para continuar con la cacería. Haría que se arrepintiera desde el mismísimo instante en que se atrevió a ponerme un dedo encima. Mientras mi respiración intentaba desesperadamente recuperarse, dejé de contemplar aquel cuerpo mutilado y visualicé aquel espejismo que se le desprendía. Lucharía con aquella espantosa alma carroñera si así lo quería, pero aunque lo veía muy dispuesto a ello, primero debería sortear su suerte con sus "buscadores". Así es, "Los Buscadores" eran sombras que aparecían justo cuando se levantaba un hedor tan desagradable como el que provocaba cualquier criatura muerta al tercer día. Seres a los que llamé "Buscadores" porque aparecían cada vez que un asesino moría, como si reclamasen por sus actos, llevándoselos a cuál infierno más cruel. Un destino atormentador para mi alma descarriada, que sólo podía contemplar aquella escena una y otra vez, cada vez que sacaba mi daga del cuerpo de uno de los míos. Asesinos desalmados y despiadados, conocíamos muy bien qué nos esperaba después de este mundo. Por esa razón, muchos de los nuestros se emperraban en hacer lo que se les antojara en este otro. Un mundo que no les había mostrado más que amarguras y que amoldándose a ése modelo, convirtieron la vida de los demás en un infierno mismo. No podía negar que temía aquel final, pero cada vez que veía a los buscadores y contemplaba la forma en cómo se llevaban a rastras a mis victimas, comprendía que todo debía de tener un balance. Toda alma debía aprender qué fue lo que hizo mal, ya sea por las buenas o por las malas. Debía aprender lo básico, siendo básico... así quizás volvería a ver a mi mentor nuevamente en esta vida, convertido en alguna mosca molesta o en forma de una larva bajo la bosta de un animal. Fuera cual fuera el ser diminuto en el que volviera, su ciclo comenzaría y sólo esperaba que al igual que él, yo también tuviera mi oportunidad de renacer. Ya que de nuestra alma sólo quedaba una pizca de ilusión, el resto había sido infestado por nuestras acciones. La verdad era que, no creía que tuviéramos esperanzas ni él ni yo. Habíamos hecho demasiadas atrocidades como para recibir tan tremendo perdón. No lo merecíamos, no lo necesitábamos. Porque probablemente, tarde o temprano caeríamos en lo mismo. Aquellos pensamientos fueron tan pasajeros e inconsistentes que no les di pie ni cabida, estaba enfocada en encontrar un lugar seguro donde pudiera lavar mi culpa con un poco de agua. Cuando sentí el agua del río corriendo libremente entre los dedos de mis pies, no dudé en abalanzarme sobre él. Mis prendas ensangrentadas no perdían los rastros de sangre, el único legado que me quedó de mi mentor. Nadé en el río desnuda, lavando mi cara una y otra vez, que poco a poco notaba más enrojecida. Estaba entrando en shock, y lo único que quería hacer era lavarme la sangre que se empeñaba en no salir. Sin embargo, la cuestión no era ésa. Mi cuerpo no era el que estaba manchado por la culpa, sino mi pobre alma que sentía cómo repercutían directamente sobre ella todas las consecuencias de mis propios actos. Estaba sola. Respirando el frío del invierno más crudo. Desnuda nadando en un río cuyas aguas heladas no alcanzaban para purificar a todo mí ser. Contemplé aquellas montañas con una nostalgia que apenas podía percibir, ése no era más que el principio de una tarea que había dejado dormitar por un breve instante de distracción. Debía volver a mi centro, ignorando el dolor y cualquier rasgo de sentimientos. Cuando comprendí que el frío no haría nada por mí, me salí del agua y me vestí con las prendas que había robado en el último poblado. Era ropa que jamás había usado, por lo que me pareció adecuado para la ocasión. Contemplé los harapos manchados de sangre, y los dejé atrás. Avancé en mi camino, dejando un cuerpo mutilado y una parte de mí que ya jamás volvería a ser. Caminé desde ese día, sin mirar atrás. Caminé hasta que los pies me sangraron y no me dejaron avanzar. Caminé hasta que perdí la consciencia por la sed. Definitivamente no estaba preparada para el desierto. Lo estaba para muchas otras cosas, pero jamás para perderme en el abismo de la soledad desértica. Desde el momento mismo en que me separé del bosque me arrepentí de dejar su abastecedora sombra. Hacía días que caminaba en círculos por aquel mar de arena. En las noches, las estrellas de poco me servían, no cuando desconocía el lugar al que quería llegar. ¿A dónde iba? No había un lugar al que pertenecer. Sólo me limitaba a vagar por aquel espacio rotundo a donde había ido a parar. Lo único bueno de aquel destino había sido la suerte de no encontrarme con ningún ser vivo durante días. Eso me había hecho pensar con claridad sobre los eventos de mi vida. Los que fui eliminando, recuerdo por recuerdo hasta quedar varada en la mismísima nada. De ese modo, me era más fácil lidiar conmigo misma. Hacía días que había bebido la última gota de agua. Mi piel me advertía desde hacía rato que mi cuerpo tampoco la estaba pasando bien. Que debería autoabastecerme pronto sino quería perecer. Pero qué torpeza pensar en sobrevivir, cuando la finalidad del asunto era terminar con mi vida, sin ser yo misma quien hiciera ése penoso trabajo. Había dejado al destino que se encargara de mi propio final, dejaría que la vida hiciera justicia por sí misma y decidiera cuál fuese el final más justo para mí. Se había cobrado venganza al dejarme desterrada en el medio de la nada, sin agua ni provisiones. Dejándome desplomada bajo un suelo tan arrasador como lo era el sol en su punto más alto. Estaba a punto de perecer, lo sentía, pero muy en el fondo, aunque no lo quisiera, sabía que lo que padecía no alcanzaba a cubrir ni siquiera la primera cuota del karma. Tenía miedo de que cuando llegaran las estrellas no pudiera contemplar la luna platinada que aprendí a seguir hasta el cansancio. Estaba arrojada a mi suerte. Contemplando sobre una pila de arena cómo la luna amanecía majestuosamente por el horizonte. Mientras veía con esfuerzo el brillo de las estrellas frente a mí, apareció de entre la oscuridad misma del universo: un misterioso forastero. Aquel me observó extrañado desde un ángulo poco usual para él y entonces, hizo lo que acostumbraba. Me arrastró por el desierto, como el animal que era, con su torpe ayuda prácticamente llegué más muerta que viva hasta su pueblo. Digamos que llevarme a rastras por más de 5 kilómetros no era demasiado caballeresco que digamos, pero no soy quién para quejarme, aquel camello había salvado mi vida al llevarme al aljibe más cercano.  Siempre me pregunté si lo había hecho adrede o si simplemente mi pié se le quedó atascado entre las sogas de su montura. Aunque realmente lo lógico era lo segundo, las actitudes de aquel animal a menudo me sorprendían y me hacían dudarlo. Cuando desperté, recordé los ojos de aquella criatura misteriosa durante la noche y me levanté sobresaltada por la imagen de una pelea que ni fui capaz de dar al ser acarreada contra mi propia voluntad. Al instante percibí los efectos de la deshidratación y la hambruna, cayendo de rodillas al suelo y hundiendo mis manos en la arena fresca debido a la noche que ya se despedía. Aquel camello me olfateó por curiosidad y, al permitir que me sujetara de su cuello, me ayudó a incorporarme. La cabeza me daba vueltas y a duras apenas podía comprender dónde me encontraba. Lo primero que vi fue el aljibe y sólo pude apoyarme sobre él para abrazarlo, derrotada por el hecho de que mis brazos no alcanzaran a tocar el agua. — Supongo que quieres un poco. Cuando escuché su voz, ni me molesté en sorprenderme, estaba molesta de no haberme dado cuenta antes de que había alguien más allí además del camello y yo. Lo miré despiadadamente. Me había desafiado al hacerme sentir como toda una ridícula al echarme en cara de cuán estupidizados estaban mis sentidos. Cuando nuestros ojos se encontraron, quedé anonadada. Cualquiera en mi lugar le hubiera sucedido lo mismo. Podía esperar encontrarme con cualquier animal carroñero pero no con una niña de esa apariencia. Parecía una dama en miniatura. Prendas de seda con un estilo un tanto extraño para mi ojo ajeno a sus costumbres, de color blanco y trazos dorados que realzaban su pureza. Hacía cuánto tiempo no veía una niña con un semblante tan lleno de inocencia como el que tenía ella. — ¿Y los buscadores? — le pregunté, mirando un punto ciego en el horizonte. No me atrevía a verla cuando me diera la respuesta. — ¿Buscadores? — inquirió confundida. —... Se suponía que ellos...— intenté continuar mi explicación, pero ella tomó la palabra tan pronto bajé la voz. — ¿Te refieres a los guardias? No te preocupes, ellos no saben que estoy aquí, pero si intentas capturarme, haré que te corten la cabeza. — contestó con autoridad. — ¿Capturarte? ¿Quién rayos eres? — le cuestioné sin medir el tono de mis palabras mientras luchaba por levantarme del piso al entender que no era más que un delirio mío el de suponer que aquella niña era una especie de ángel o algo por el estilo.    
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