Capítulo XXII: ¿Qué tan profundo es el océano?

1763 Words
—¿Por qué está todo solo? —respinga al darse cuenta de que el lugar está solo, además de impecable. Se ve precioso de eso no hay duda, pero el silencio lo abruma por completo. —Creo que este no es… —Sí, sí lo es. —susurra con suavidad en su oreja aquel de ojos violetas. —¡Ah! —se aleja asustado, causando carcajadas en el rubio. —Bienvenido, señor Hans. —Eres un… —voltea y se traga sus palabras al ver aquel hombre tan guapo y elegante. —¿Algo que decir? —se inclina ligeramente para atrapar aquella mirada dulce y gatuna. Suspira con fuerza y se compone. —No me hagas perder el control tan rápido. —Yo no he hecho nada. —dice con suavidad sin dejar de verlo. —Me voy. —¿Por qué? —impide su huida. —Porque me asustaste y estoy muy nervioso. —Decidido a avanzar toma paso y empuja al rubio. —No, suéltame. —chilla al ser atrapado por sus fuertes brazos. —Lamento informarle, señor Hans, que no lo puedo dejar ir porque vamos a tener una cita romántica. —Vaya romanticismo el que tienes. —palmea su hombro y rompe en carcajadas de manera inevitable. —Hans, deja de provocarme. —dice entre dientes y lo deja sobre la silla alborotado. Rápidamente, se sienta frente al chico, apretando sus puños. —Oye, esto es extraño. —Lo es. —se compone en la silla. —Hans. —¿Qué? —Deja de reírte así, de verme así y de respirar así. —relame sus labios y exige, demandante. —Dramático, ahora resulta que no puedo hacer nada. —Esto es increíble. —sonríe inevitablemente sin saber qué decir. —Hans Murphy esta es una cena muy costosa, ¿sabes? —Lo sé, gracias, pero ¿y qué? —ríe a carcajadas al ver el rostro ofendido del rubio. —Estaba bromeando, perdón. —inconscientemente, hace ojitos al rubio, un hábito del cual nunca se percata, pues hace parte natural de su ser inconsciente. —No me mires así, me haces enojar más. —Estás sonriendo, no mientas. —¿Has escuchado sobre la sonrisa furiosa? —Sí, el papá de Danny Torrance lo tiene. —ríe nuevamente y se levanta retrocediendo al ver que el magnate multimillonario tensa su mandíbula. —Siéntate, ahora mismo. —aprieta su puño sobre la mesa. —No quiero. —Oye, te estás condenando. Además, se supone que esta noche sería una cena romántica. —Parece como si fueras a una reunión con algunos viejos calvos y ancianas cachondas. —retrocede aún más rápidamente al ver los ojos sonrientes pero al mismo tiempo ofendidos del magnate. —Entonces, señor Hans, ¿qué sugiere? —afloja su corbata y alborota su cabello repentinamente, sintiéndose emocionado y feliz, sí feliz. —Que deje de comportarse como si me fuera a sacar dinero como a esos ancianos gordos y feos, y tengamos un cita afuera y comamos perritos calientes con salsa de cilantro picante. —su cuerpo choca contra el ventanal tras él con suavidad, al tener al rubio cerca, robando el aire de sus pulmones. —Y… —se atraganta. —¿Y qué más, señor Hans? —acerca sus labios a los del contrario. Sus ojos brillantes se encuentran con sus ojos cafés, dulces, tiernos e iluminados por la emoción que comparten. —Y luego compremos postres y… —jadeando suavemente, siente sus piernas desfallecer. —¿Y entonces? —No lo sé. —dice sintiendo sus mejillas arder. —Yo sí sé. —toma sus labios suavemente, tan suave y dulcemente que resuenan en aquel lugar, húmedos y profundos. —Te sacaré gemidos mientras hacemos el amor y no dinero como a esos ancianos gordos y feos. —acaricia su mejilla con suavidad. —Mmm… —jadea con suavidad. Observa el ascensor abrirse y sintiendo al semidiós dentro de sí danzar maliciosamente, empuja al rubio y huye. —¡Atrápame si puedes Ansgar tonto Rockefeller! —Señor Hans, ¿pero qué…?—El mesero de anillo blanco retrocede espantado al ver que este cierra rápidamente el ascensor de un apretón de botón. —Lo lamento. —sonríe alborotado, dulcemente. —Es mejor que huya lejos entonces. —se cruza de brazos con elegancia. —Estos hombres son peligrosos, señor Hans, usted sabe a lo que me refiero. —ríe con suavidad y niega con su cabeza, pensativo. —También lo hice una vez, en la segunda cita con mi esposo. —¿Y qué pasó? —se atraganta. —Pues fue muy linda la velada, comimos tranquilos y… —Genial, menos mal. —respira aliviado. —Y no caminé por una semana. —El ascensor se abre dando paso a la calle. —Buena suerte, señor Hans. —empuja al chico de un manotazo y ríe al ver su rostro pálido. —Se lo dije, son peligrosos. —El ascensor se cierra dejando a Hans traumado. —Ay, no, ¿qué hice? —agarra sus cabellos y observa como aquel toro de ojos violetas baja sonriendo y humeando fuego por sus ojos. —No se alarmen, solo estamos jugando. —Su cara es de pocos amigos. —señala Jonatan al verlo bajar. —¿Seguro que no quiere que lo saquemos del país? —No. —ríe al unísono con el resto del equipo. —Solo no lo dejen tomar ningún auto, ¿de acuerdo? —A la orden señor. —Adiós. —se despide con dulzura y se echa a correr. —¡¿A dónde vas?! —grita el rubio inmediatamente sale del ascensor. —Ustedes, llévenme. —No, lo lamentamos, el señor Hans dijo que no. —¿Y él desde cuando es su jefe? —Desde que lo mira como lo mira. Échense a correr. —da un manotazo al aire con pereza y se recuerda en la puerta del auto. —Esto es una locura, ¿cómo es que estoy…? —suspira con frustración y empieza a correr tras el chico. —¿Habías visto esa cara tan brillante antes? —No la veo desde que tenía 16 años. —dice el anciano Noel con parsimonia. —Qué bueno. —Dios, ahora que lo pienso, ¿enviamos a nuestra gente? —No, qué va, es Ansgar Rockefeller, ¿lo recuerdas? —palmea su hombro. —Ah, es cierto. —Jonatan suspira con suavidad. —Bueno, vamos a echarnos unas carnitas bien ricas con limón y picante. —Sí, vamos. Por otro lado, Ansgar, ahora sintiéndose preocupado, corre con todo lo que puede mientras observa los negocios a su alrededor, “¿Dónde está ese mocoso?”, piensa, irritado. Al girar a su izquierda lo ve, y como si de un momento eterno y dulce, observa aquel joven, sintiendo su pecho estremecerse. Aquellos ojos sonrientes y regordetes, brillan causando que su corazón palpite con fuerza de manera repentina, que el aire en sus pulmones se sienta con fuerza en sus oídos, aislándose de su alrededor. El joven Hans comía perritos con salsa de cilantro picante mientras observaba los juegos artificiales y la brisa acaricia sus suaves cabellos. —¿Perritos con salsa de cilantro picante? —se cuestiona a sí mismo entre risas suaves. —¡Señor Hans! —grita con suavidad llamando la tensión del chico que voltea con suavidad y lo llama con su mano mientras mastica. —Este chico. —Tienes prohibido regañarme. —relame sus labios. —Toma un perrito con salsita. —Gracias. —frunce el señor mientras lo observa de lado. —¿Qué me podría causar este perrito? —Melancolía diarreica, es lo más grave. —alza sus hombros, sintiéndose relajado y sin miedo, Ansgar ya no le daba miedo. —Por Dios. —ríe a carcajadas sintiendo la brisa golpear su rostro. —Estás muy confianzudo conmigo últimamente. —Lo sé. —dice con suavidad. —¿Te incomoda? —lo mira inseguro. —No, no me incomoda, señor Hans, me gusta tanto como usted me gusta a mí. —dice con suavidad mirando aquellos ojos cafés. —No voy a comerme este perrito. —suspira. —¿Por qué? —sonrojado aparta su mirada. —Se te olvida que tengo gastritis. —Pero para tomar tragos de alcohol no tienes gastritis. —¿Me estás regañando? —lanza el perrito a la basura. —Sí, loco. —se echa a correr entre carcajadas y chillidos de felicidad. —¡No te dejes atrapar de mi Hans! —grita caminando tras el chico con parsimonia y una sonrisa que roba la atención de los presentes. —¿Qué miran? —pregunta con frialdad y voz neutra, apartando en segundos las miradas de las personas. —Esto es tan gracioso. —ríe nuevamente y acelera el paso. —Hoy será una noche muy larga. A medida que recorres los senderos serpenteantes, descubres un sinfín de atracciones y actividades emocionantes de las que se había despegado hace muchos años debido al dolor, la rabia y el deseo constante de mantener una imagen inquebrantable, impecable ante todos, inclusos si aquellos no son sus enemigos. Los juegos de luces en el parque Aberama Gold, le hicieron perder en la incidencia por segundos al observar las luces brillantes y alegres a su alrededor. Es entonces que se topa con aquellos ojos cafés que lo observan desde la fuente de agua en la zona central del lugar. Aquellos ojos cariñosos y dulces lo miran con amor, admiración ese no sé qué que le ha causado estragos desde el primer día en que los vio. —Señor Hans. —toma su mano al estar cerca del chico finalmente. —Vámonos a otro lugar. —Yo… no… —con voz temblorosa y mejillas sonrojadas le mira. —Hans. —se coloca en cuclillas para quedar a su altura y suspira. —No haremos nada que no quieras… pero debes saber que te deseo y en algún momento… —Quiero hacerlo… —aprieta su puño sintiéndose abochornado. —Pero… —¿Qué? —acaricia la mejilla del castaño con suavidad. —Tengo miedo. —Lo sé. —toma su mano y la acaricia con suavidad. —No te haré daño. —¿Lo prometes? —lo mira con suavidad. —Lo prometo, señor Hans. —sonríe, siempre tan altivo, perspicaz, pero ahora con un toque de dulzura. —¿Nos vamos? —Está bien. —suspira con suavidad al ver sus brillantes y tiernos ojos violetas.
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