—Me alegro al menos que alguien se haya beneficiado con la Guerra— comentó Lady Lambourn con amargura.
—Lo que es más, el Príncipe Hedwig, ¿lo recuerdas, queridita? estaba ausente del país al estallar la Guerra. Von Helm me dice que se encontraba viajando por el Oriente. Y tuvo que quedarse allá estos años. Sólo después de Waterloo pudo regresar a su país , que fue administrado por su madre, en su ausencia.
—Ella es inglesa— comentó Lady Lambourn—. ¿Cómo pudo Napoleón tolerar a una inglesa en el Trono de un país, por él conquistado?
—En apariencia, la Princesa lo conquistó. Las historias de la susceptibilidad de Napoleón ante la belleza femenina no son exageradas. Permitió que la Princesa se quedara en su sitio, designó algunos hombres de su confianza en puestos importantes de Gobierno, pero ellos también sucumbieron a sus encantos, y nuestra querida amiga obtuvo muchas concesiones para su país , que otros Principados menos afortunados no lograron.
—Me alegro que todo haya resultado tan bien para todos ellos— comentó Lady Lambourn—, y tú sabes cómo quiero yo a Elaine. Pero ahora explícame qué relación existe con nosotros.
—Existe una relación muy directa— afirmó sir Horace—, porque Von Helm ha venido a Inglaterra con una misión: encontrarme y preguntarme si mi hija… nuestra hija, querida mía… aceptaría la mano de Su Alteza, el Príncipe Hedwig de Meldenstein.
Hubo un momento de profundo silencio después de las palabras de sir Horace. Entonces, en una tenue vocecita tan débil que él apenas pudo oírla, Camelia preguntó:
—¿Me quieres decir, padre, que quiere casarse conmigo?
—Eso es lo que ha solicitado— contestó sir Horace—. No creo que necesite detallarles lo que esta oferta significa en un momento tan desesperado para todos nosotros, Meldenstein ha sido siempre mi segundo hogar. Fui allá cuando era muy joven, como Tercer Secretario en la Legación Británica… mi primer puesto diplomático. El Príncipe y su bella esposa, fueron muy bondadosos conmigo. Después me enviaron a Roma y a París, pero regresé a Meldenstein, como Embajador. Fue la época más feliz de mi vida.
—Pero yo nunca he visto al Príncipe— protestó Camelia.
—¿No vendrá él a Inglaterra?— preguntó Lady Lambourn. Sir Horace pareció inquietarse.
—Debes comprender, querida mía— contestó—, que no sería posible que Su Alteza saliera del país, en este momento en particular, cuando estuvo ausente durante toda la Guerra. Tiene muchas cosas que hacer; acercarse a su pueblo que le sigue siendo leal y lo adora, como siempre. Al mismo tiempo, Von Helm me explicó que sería imposible para él emprender otro viaje, cuando acaba de volver. Por eso fue el mismo Von Helm en persona, ¡el Primer Ministro!, quien se ha presentado. Puedes imaginar que es un honor que un hombre tan importante como él haya acudido a solicitar la mano de nuestra hija.
Camelia se puso de pie, dirigiéndose a la chimenea. Se quedó mirando hacia los leños, que no habían sido encendidos.
—¿Aceptaste, padre ? preguntó con suavidad.
De nuevo sir Horace pareció sentirse un poco incómodo.
—Desde luego, no acepté la sugerencia sin discutirla— contestó—. Pero el Primer Ministro tenía todo preparado, todas las respuestas listas. Traía con él todos los detalles del arreglo matrimonial. ¿Puedo decirles cuál es?
Camelia no contestó.
Volviéndose hacia su esposa, sir Horace continuó diciendo:
—Su Alteza está dispuesto a entregar a su esposa cien mil libras el día de su Matrimonio. Como comprende que los preparativos de su ajuar de novia, entrañarán gastos considerables, el Primer Ministro traía instrucciones de entregarme en el acto diez mil libras.
—¡Es una suma inmensa! ¡Oh, Horace!— exclamó Lady Lambourn con voz débil.
—Es la generosidad característica de Meldenstein— observó Sir Horace con entusiasmo, pero lo su mirada se detuvo en su hija , que se encontraba de pie, dándoles la espalda y aferrada con las dos manos a la repisa de mármol de la chimenea.
Se produjo un momentáneo silencio. Entonces Sir Horace continuó en un tono diferente:
—¿No estás contenta, Camelia?
—Él nunca me ha visto— respondió la joven—. ¿Cómo puede desear casarse conmigo?
—Para la Realeza, éstos son asuntos de conveniencia y acuerdos familiares— contestó sir Horace.
—Pero seguramente las… dos personas… afectadas… se conocen antes de… decidir algo, ¿no es verdad?
—No siempre— afirmó sir Horace— a pesar de ello muchos de esos matrimonios resultan exitosos y felices. El Príncipe Hedwig tiene una madre inglesa, tu madrina. Por lo que he oído, Su Alteza es un joven encantador.
—¿Qué edad tiene?— preguntó Camelia.
Hubo una leve pausa.
—Treinta y ocho o treinta y nueve años— afirmó sir Horace con visible esfuerzo.
—¿Por qué no se ha casado?— preguntó Camelia.
—Ya te lo expliqué— contestó su padre, con una nota de irritación en la voz—, estaba en el Oriente. No era lógico que se casara allá. ¿No crees? Ahora que ha vuelto, todos en Meldenstein esperan con ansiedad que se case.
—Entonces tuvieron que buscarle una novia— comentó Camelia en voz baja—. Cualquiera serviría, ¿por qué me escogieron a mí?
—Camelia, no me gusta tu tono de voz — replicó Sir Horace con voz aguda—. Ha sido un gran honor el que nos han concedido. ¡La familia que ha gobernado Meldenstein por casi mil años! Se ha transformado en una tradición, durante las últimas tres generaciones, que el Príncipe reinante, se case con una inglesa. Este hecho ha estrechado lazos de unión muy íntimos con ese país. Para ser sincero en ningún otro estado extranjero me gustaría que tú reinaras, excepto Meldenstein.
Camelia se volvió. Sus mejillas habían palidecido.
—Yo no quiero reinar en lugar alguno— declaró con pasión—. No estoy preparada para ese tipo de vida, como tú bien sabes, padre. ¿Qué sé yo de Cortes y cortesanas? Ustedes dos son diferentes. Tú siempre has desempeñado importantes puestos en la diplomacia y has frecuentado a Reyes, Reinas, Príncipes y Princesas. Pero yo soy diferente. He vivido con tranquilidad aquí, desde mi nacimiento, excepto por una corta visita hecha a Londres, donde me sentí perdida e insignificante. Nunca sería aceptada en círculos reales. Me sentiría fuera de lugar y ustedes se avergonzarían de mi ignorancia.
Sir Horace se puso de píe.
—Camelia, no debes decir tales cosas.
Cruzó la habitación para rodear con su brazo a su joven hija.
—Querida mía, eres tan hermosa, que a dondequiera que vayas, los hombres se inclinarán ante tu hermosura y las mujeres te aceptarán como la más bella de tu sexo. Serás feliz en Meldenstein, yo lo sé. Su Corte no está sometida al abrumador protocolo real como la de Austria o España, donde sólo tiene uno que respirar, para cometer un error. La gente de Meldenstein es sencilla y feliz, desde el Príncipe hasta el más humilde de sus súbditos.
—Pero, ¿cómo sabes que seré feliz con un hombre desconocido para mí, casi veinte años mayor que yo, un hombre que tal vez me deteste tanto como yo cuando nos conozcamos?— preguntó Camelia.
Sir Horace escudriñó a su hija. Entonces bajó el brazo y su expresión se endureció.
—Muy bien— dijo con voz áspera—. Veo que he cometido un error. Pensé que te alegraría cambiar nuestra situación, y que considerarías el ser la Princesa Reinante de un lugar como Meldenstein, uno de los países más pequeños, pero más bellos del mundo… como preferible a morir lentamente de hambre en esta ruinosa casa. Pero me he equivocado
Sir Horace cruzó la habitación y volvió de nuevo al lado de Camelia, para enfrentarse a ella.
—Me imaginé— continuó, que te alegraría pensar que tu madre asistiría a Bath, para aliviarse de los sufrimientos que ha esta do padeciendo con valerosa actitud en los últimos meses, también que te alegraría el poder reparar nuestro hogar, que la finca se renovase para el retorno de Gervase; pero veo que nada de eso es cierto.
Sir Horace se detuvo y su tono se hizo sarcástico:
—Lo único que te preocupa es el no conocer a este hombre, que está dispuesto a portarse de modo tan generoso contigo y tu familia. Le escribiré informándole que mi hija no lo considera un pretendiente adecuado para su mano, porque no es capaz de abandonar las obligaciones reales con su país en un momento delicado de su historia ni cruzar a toda prisa el Canal para arrodillarse a los pies de una jovencita exigente que, a pesar de sus indiscutibles atractivos, aún no ha recibido una sola oferta de matrimonio.
Sir Horace no elevaba el tono de su voz; pero su rostro estaba muy pálido y su respiración era agitada, como si hubiera estado corriendo. Fue con un supremo esfuerzo de voluntad y de autocontrol, que añadió sereno pero con voz helada:
—Ten la bondad, Camelia, de tocar la campanilla y de llamar al Lacayo, que ya no podré seguir empleando, para que me traiga papel y lápiz. Ahora mismo, escribiré la carta, expresando tus sentimientos a Su Alteza, el Príncipe Hedwig de Meldenstein
Sir Horace dejó de hablar, pero su voz aún parecía chasquear como un látigo el silencio de la habitación. Lady Lambourn lanzó un leve sollozo y ocultó el rostro entre las manos. Por un momento Camelia permaneció indecisa y entonces habló con voz ronca:
—Está bien, padre. Lo haré. Por supuesto que me casaré con el Príncipe. No tengo otra alternativa, ¿verdad?
—La elección es tuya, por supuesto, querida mía— respondió sir Horace.
Tomó la copa de coñac que el lacayo había dejado en la mesa lateral y bebió su contenido de un trago, como si necesitara el apoyo que pudiera brindarle.
—Tienes razón, padre— continuó Camelia—. Es un gran honor por el que debo sentirme muy agradecida. Al menos, la casa será reparada y habrá nuevos techos bajo los cuales podamos dormir sin mojarnos.
—¡Eres una chica sensata!— exclamó Sir Horace y el color volvió a su rostro—. Sabía que comprenderías las razones. De hecho, tenemos que darnos prisa. El Primer Ministro ha vuelto ya a Meldenstein. Su Alteza arreglará que vengan hasta aquí los correspondientes representantes el mes próximo, para escoltarnos a los tres hasta Meldenstein, donde se llevará a cabo la boda.
—¡El mes próximo!— exclamó Camelia—, pero es imposible para mí, estar lista tan pronto.
—El matrimonio se celebrará en junio— aclaró sir Horace—, es un mes muy hermoso allá, y todas las bodas reales del país han tenido lugar durante la segunda semana de ese mes. Es la época tradicional de la buena suerte.
—Así que el Primer Ministro ha salido ya del país, con tu aceptación— dijo Camelia—. Nunca pensaste, ni por un momento, que yo me negaría, ¿verdad, padre?
Pareció, por un segundo, que sir Horace iba a contestar con brusquedad. Pero su experiencia diplomática se impuso y dijo en un tono gentil:
—Mi niña queridísima, yo sé demasiado bien cómo te sientes, pero, ¿qué otra respuesta podía yo dar? Tú sabes por qué fui a Londres. ¿No te das cuenta de que estaba al borde de la desesperación por la posición en que nos encontrábamos? No tenía yo un penique, Camelia. ¿Te das cuenta de lo que significa no tener nada en el Banco, haber vendido todo lo que era vendible?
Sir Horace levantó la mano de su esposa .
—Mira los dedos de tu madre, sin un anillo— ordenó—. Mira la caja fuerte ya vacía de todos nuestros objetos de plata, fíjate en los espacios vacíos de la pared, que otrora lucieron nuestros cuadros…
—Entiendo papá… — como queriendo consolar.
—Los muebles del salón se vendieron, al igual que nuestros mejores caballos.
Extendió los brazos en un gesto dramático, como un actor bien entrenado.
—¿No crees que me siento avergonzado de que pase mes tras mes— continuó—, sin poder pagar siquiera a Agries y a Wheaton, despidiendo a los peones de la finca, a los jardineros, a los guardabosques? ¡El viejo Groves, que estuvo con nosotros cuarenta años, se retiró sin pensión!
Colocó las manos sobre los hombros de Camelia y dijo con suavidad:
—Nunca he sido millonario, Camelia, pero en el pasado he vivido como un caballero. Me siento humillado de tener los bolsillos vacíos, de saber que pocas personas, aparentemente ni siquiera tú, mi hija adorada, comprende las agonías que estoy sufriendo por la pobreza. Así que cuando se presentó una oportunidad de reparar todas las privaciones que he impuesto a quienes son mi responsabilidad, no imaginé que tú me harías arrepentir de ello.
La gentileza y la persuasión de la voz de su padre hicieron que los ojos de Camelia se llenaran de lágrimas.
—Lo siento, padre— murmuró—. Perdóname. Es sólo que por un momento me asustó pensar en lo que me esperaba. Me casaría con cualquiera, con el diablo mismo, para hacerlos felices, a mamá y a ti. Yo amo mi casa. Quiero que sea reparada, que esté en buenas condiciones cuando Gervase deje la Marina. Fue muy egoísta y muy perverso de mi parte hablar como lo hice. Lo siento, padre.
Se volvió hacia su padre, y mientras las lágrimas descendían por sus mejillas, él notó como lo hiciera su esposa, la delgadez y fragilidad de su hija. La tomó en sus brazos.
—Mi queridita niña— dijo y su voz se quebró—. Tú sabes que todo lo que quiero es tu felicidad. Y créeme que esto te hará feliz… te lo juro.
—Soy feliz, padre, lo soy—respondió Camelia, como si el repetir aquellas palabras pudiera convencerla por completo—. Es sólo la sorpresa de tu noticia. Ahora, todo está ya bien. Y, por favor, antes que hagamos algo, ¿les pagarás a Agnes y a Wheaton, y les darás mucho más de lo que esperan?
Sir Horace la estrechó contra su pecho.
—Lo haré al instante— prometió—. Y diré a Agnes que prepare la pierna de jamón para la cena. Te aseguro que nos sentiremos menos emocionales después de comer.
Besó la mejilla húmeda de Camelia, le dio un último abrazo fuerte y salió de la habitación. Ella quedó un rato absorta mirando por donde había salido su padre. Entonces, sin decir nada, ser arrodilló junto a la silla de su madre y apoyó su rubia cabeza contra el pecho de Lady Lambourn.
—Lo siento, madre. Debo haberte alterado.
—No, Queridita— contestó Lady Lambourn—, comprendo muy bien lo que estás sintiendo. Todas queremos conocer al hombre de nuestros sueños y enamorarnos de él.
Acarició el cabello suave de su hija.
—Tú no has entregado tu corazón a nadie todavía, ¿verdad, mi amor?
La voz de Lady Lambourn revelaba su preocupación. Hubo sólo un segundo de vacilación antes que Camelia contestara:
—No… no… por supuesto que no, madre.