La vieja casita estaba sola, vacía y fría. Ralph la rodeó, dando un rodeo, comprobando que no había nadie. No iba a volver a cometer los mismos errores. Ser sorprendido por aquel loco no era algo que quisiera repetir. Así que se tomó su tiempo, miró y esperó. Por fin, convencido de que no había nadie, Ralph se acercó a la puerta y aspiró el inconfundible olor a podrido. Rebuscó en su mochila, sacó la lámpara de camping y la encendió. La levantó. La luz emitía un haz débil y enfermizo que iluminaba el interior y le permitía ver el ciervo exactamente donde su atacante lo había arrojado, arrugado en un rincón. El olor era espantoso y tuvo que forzarse a adentrarse más en los confines de la habitación. Puso la lámpara sobre la mesa y miró a su alrededor. Era un desastre. Debería limpiar el l