Aquella mañana el aparcamiento estaba lleno y Ralph tuvo que aparcar en la calle. Cargó tres horas de monedas en el parquímetro y caminó bajo la lluvia hasta la entrada principal. El guardia de seguridad le echó un vistazo superficial, escribió algo en un archivo y volvió a su ordenador. Las nuevas normas obligaban a fichar las entradas y salidas de todo el mundo para poder llevar un registro de quién hacía las horas necesarias y quién no. Ralph odiaba la acumulación constante de nuevas normas. Cada día parecía haber algo nuevo. Se le hizo un nudo en el estómago al pensar en lo mucho que había cambiado su trabajo, en cómo seguía cambiando, pero no habló. No tenía sentido; nadie le escuchaba nunca. Arriba, la oficina estaba en silencio, los ordenadores aún no se habían encendido. Prefería