CAPÍTULO IVTom Bertram pasaba últimamente tan poco tiempo en casa, que sólo pudieron echarle de menos nominalmente; y lady Bertram pronto se asombró de lo bien que iba todo aun sin el padre, de lo bien que le suplía Edmund manejando el trinchante en la mesa, hablando con el mayordomo, escribiendo al procurador, entendiéndose con los criados y, en fin, ahorrándole igualmente a ella toda posible fatiga o molestia en todas las cuestiones, menos en la de poner la dirección en las cartas que ella escribía.
Pronto llegó la noticia del feliz arribo de padre e hijo a la Antigua después de una excelente travesía, pero no sin que antes la señora Norris hubiese abundado en la exposición de sus espantosos temores e intentado que Edmund se hiciera partícipe de ellos siempre que podía sorprenderle a solas; y, como presumía de ser siempre ella la primera persona en enterarse de toda fatal catástrofe, ya había discurrido el modo de comunicarla a los demás, cuando, al recibir del propio sir Thomas la certeza de que ambos habían llegado a puerto sanos y salvos, se vio obligada a arrinconar por algún tiempo su excitación y sus conmovidas palabras de preparación.
Llegó y pasó el invierno sin que le fuera preciso recurrir a ellas; las noticias seguían siendo buenas y la señora Norris, preparando diversiones a sus sobrinas, ayudándolas en sus tocados, poniendo de manifiesto sus prendas y buscándoles los futuros maridos, tenía tanto que hacer, sin contar el gobierno de su propia casa, alguna que otra injerencia en los asuntos de la de su hermana y la fiscalización de los ruinosos despilfarros de la señora Grant, que poco tiempo le quedaba para dedicarlo siquiera a temer por los ausentes.
Las niñas Bertram habían quedado definitivamente clasificadas entre las bellezas de aquellos contornos; y como unían a su hermosura y brillantes conocimientos unos modales naturales y fáciles, cuidadosamente inculcados para el trato en general y entre la buena sociedad, gozaban del favor y la admiración de todos sus conocidos. Tenían una vanidad tan bien disciplinada que parecían estar completamente exentas de ella y no darse importancia alguna; mientras que las alabanzas por tal conducta, tan llevadas y traídas por su tía, servían para afirmarlas en la creencia de que no tenían un solo defecto. Lady Bertram nunca acompañaba a sus hijas fuera de casa. Era demasiado indolente, aun para regalarse con la satisfacción de una madre al presenciar sus éxitos y alegrías, si ello tenía que ser a costa del más pequeño sacrificio personal, y la carga recayó sobre su hermana, que no deseaba cosa mejor que ostentar tan honrosa representación y saboreaba con fruición la oportunidad que le brindaba de alternar con la sociedad sin tener más atributos para ello.
Fanny no participaba en las fiestas de la temporada, pero gustaba de ser manifiestamente útil como compañera de su tía cuando los demás se marchaban atendiendo a alguna invitación; y, como miss Lee ya no estaba en Mansfield, ella lo era todo para lady Bertram en las noches de baile o de reunión fuera de la casa. Ella le hablaba, la escuchaba, le leía; y la paz de esas veladas, la seguridad absoluta de que en aquellos tête––à––tête estaba a salvo de cualquier aspereza o desatención, resultaban algo en extremo grato para un espíritu que raras veces había conocido una pausa en sus alarmas y zozobras. En cuanto a las diversiones de sus primas, le gustaba escuchar un relato de sus incidencias y pormenores, especialmente de los bailes y de con quién había bailado Edmund; pero consideraba demasiado humilde su propia condición para imaginar que podría algún día ser admitida en alguno de ellos y, por lo tanto, escuchaba sin pensar que pudieran tener para ella otro interés más inmediato. En su conjunto, el invierno resultó bastante grato para ella, pues, aunque William no llegó a Inglaterra, la inagotable esperanza de verle llegar ya valía mucho.
En la siguiente primavera se vio privada de su valiosa amiga, la vieja jaca gris, y por algún tiempo estuvo en peligro de que la pérdida repercutiera en su salud tanto como en sus sentimientos; pues, no obstante la reconocida importancia que para ella tenía el montar a caballo, nada se dispuso para que pudiera seguir haciéndolo, «porque –– según consideraban sus tías–– podía utilizar cualquiera de los dos caballos de sus primas siempre que éstas no los necesitasen». Y, como las señoritas Bertram necesitaban regularmente sus caballos todos los días buenos para salir y no tenían la menor intención de llevar sus maneras corteses hasta el sacrificio de un verdadero placer, la ocasión, desde luego, nunca se presentaba. Ellas daban sus agradables paseos a caballo en las deliciosas mañanas de abril y mayo, mientras Fanny se pasaba todo el día sentada en casa, al lado de una tía, o bien daba paseos agotadores para sus fuerzas a instancias de la otra. Lady Bertram sustentaba el criterio de que el ejercicio era tan innecesario para los demás como desagradable era para ella; y tía Norris, que caminaba todos el día de un lado para otro, opinaba que todo el mundo debía hacer lo mismo. Edmund estaba ausente por entonces; en otro caso, el mal se hubiera remediado más pronto. A su regreso, una vez enterado de la situación de Fanny y notando sus malos efectos, pareció que para él no había sino una cosa que hacer; y con la resuelta declaración de que «Fanny necesita un caballo» se opuso a todo cuanto podía argüir la indolencia de su madre o la economía de su tía para quitarle importancia al asunto. La señora Norris no podía evitar el pensar que podría encontrarse algún viejo y pesado animal entre los muchos pertenecientes al parque, más que suficiente para el caso; o que podían pedirle uno prestado al administrador; o que acaso el doctor Grant podría dejarles de vez en cuando la jaca que enviaba para el correo. La señora Norris no podía menos que considerar absolutamente innecesario, y hasta impropio, que Fanny hubiese de tener siempre a su disposición un caballo propio de señora, al estilo de sus primas. Estaba segura de que sir Thomas nunca había tenido tal intención, y debía manifestar que hacer semejante compra en su ausencia, con el consiguiente aumento del mucho gasto que le reportaba la cuadra en un momento en que gran parte de sus rentas aparecían inestables, le parecía algo por demás injustificable. «Fanny necesita un caballo» era la única réplica de Edmund. La señora Norris no podía ser de la misma opinión. Lady Bertram, sí: estaba totalmente de acuerdo con su hijo en que era necesario y en que su padre lo consideraba así; pero no coincidía en lo de la urgencia. Ella sólo quería esperar la vuelta de sir Thomas, y entonces sir Thomas lo arreglaría todo personalmente. Se le esperaba para septiembre, ¿y qué mal podría hacer a nadie el esperar tan sólo hasta septiembre?
Aunque Edmund se disgustó mucho más con su tía que con su madre, por mostrar aquélla menos consideración a su sobrina, no tuvo más remedio que atender a sus razonamientos, hasta que al fin decidió adoptar una fórmula que evitaría el riesgo de que su padre pudiera creer que se había excedido y, al propio tiempo, procuraría inmediatamente a Fanny el medio de hacer ejercicio, cuya falta él no podía tolerar. Edmund disponía de tres caballos, pero ninguno de ellos era apropiado para una mujer. Dos eran caballos de caza; el tercero, un útil animal de aguante. Y éste, decidió cambiarlo por otro que pudiera montarlo su prima. Él sabía dónde encontrar uno que sirviera para el caso y, una vez resuelto a poner en práctica su idea, no tardó en dejarlo todo arreglado. La nueva yegua resultó un tesoro; con muy poco esfuerzo se consiguió convertirla en el ideal para el fin deseado, y Fanny entró entonces en casi plena posesión de ella. Aunque había supuesto que nada podría nunca acomodarle tanto como la vieja jaca gris, resultó que su placer con la yegua de Edmund sobrepasó en mucho todo goce anterior en aquel aspecto; satisfacción que en todo momento sentía acrecentada al considerar la fineza de la cual se derivaba el mismo placer, hasta tal punto que no le hubiera sido posible hallar palabras para expresarla. Veía en su primo un ejemplo de todo lo bueno y grande, considerándolo portador de unos valores que nadie más que ella podría apreciar jamás, y acreedor de una gratitud tan inmensa por parte de ella, que no podía haber sentimientos lo bastante fuertes para saldar tal deuda. Su sentir por él se componía de todo lo que pueda ser respeto, gratitud, confianza y ternura.
Como el caballo continuaba siendo, tanto de nombre como de hecho, propiedad de Edmund, la señora Norris pudo tolerar que Fanny lo usara; y de haber pensado lady Bertram alguna vez en sus objeciones, Edmund hubiera quedado excusado a sus ojos por no haber esperado a que sir Thomas regresase en septiembre, pues cuando septiembre llegó, sir Thomas seguía ausente y sin perspectiva inmediata de resolver sus negocios. Unas circunstancias desfavorables surgidas de pronto, justamente cuando empezaba a poner todos sus pensamientos en el regreso a Inglaterra, y la gran inseguridad que entonces lo envolvió todo, determináronle a enviar a su hijo a la metrópoli y a esperar él solo el arreglo definitivo. Tom llegó sin novedad, trayendo excelentes referencias de la salud que gozaba su padre, pero no muy convincentes para la señora Norris. Esto de que sir Thomas hiciera volver a su hijo le pareció hasta tal punto una medida de cuidado paternal, que habría tomado influido por el presagio de algún mal que, sin duda, le amenazaba, que no pudo evitar que se apoderasen de su espíritu los más negros presentimientos; y al llegar el otoño con sus largas veladas, se veía de tal modo perseguida por esas ideas en la soledad de su casita, que no encontró más solución que la de refugiarse todos los días en el comedor de Mansfield Park. Pero los compromisos que traía aparejados la temporada de invierno produjeron su efecto; y, a medida que iban en aumento, su mente hubo de ocuparse tan a gusto en velar por el futuro de su sobrina mayor, que sus nervios consiguieron aplacarse hasta el punto de resultar tolerables.
––Si el Destino impidiese que el pobre Thomas volviese jamás, sería un gran consuelo dejar bien casada a su querida María ––solía decirse a menudo.
Esto lo pensaba siempre que se hallaban en compañía de muchachos acaudalados y, especialmente, se le ocurrió al serles presentado un joven que acababa de heredar una de las propiedades más extensas, sita en uno de los lugares más hermosos de la comarca.
Mister Rushworth quedó, desde el primer instante, prendado de la belleza de miss Bertram; y, como se sentía inclinado al matrimonio, no puso obstáculos a su rápido enamoramiento. Era un joven insulso, sin más que sentido común; pero como ni en su figura ni en su porte había nada desagradable, la damisela quedó satisfecha de su conquista. Habiendo cumplido sus veintiún años, María Bertram empezaba a considerar el matrimonio como un deber; y, como casándose con míster Rushworth gozaría de una renta superior a la de su padre y tendría casa asegurada en la ciudad, lo que constituía entonces su objetivo primordial, se le hizo evidente, por la misma fuerza de su obligación moral, que debía casarse con míster Rushworth... si podía. La señora Norris puso todo su celo en impulsar el noviazgo mediante toda suerte de insinuaciones y estratagemas tendentes a encarecer, respectivamente, lo apetecible de las dos partes y, entre otros procedimientos, procurando intimar con la madre del gentleman, que a la sazón vivía con él, para lo cual llegó al extremo de forzar a lady Bertram a hacer un recorrido de diez millas con toda su desgana, a fin de hacerle una visita. No tardó mucho tiempo en establecerse una buena inteligencia entre la viuda Norris y aquella señora. Mistress Rushworth se manifestó muy deseosa de que su hijo se casara pronto y aseguró que, de todas las damiselas que había tenido ocasión de conocerlo, miss Bertram le parecía, por sus admirables prendas y virtudes, la más adecuada para hacerle feliz. La señora Norris admitió el cumplido, admirando el magnífico discernimiento de la persona que tan bien sabía apreciar el mérito. María era, desde luego, el orgullo y el encanto de todos... no tenía un solo defecto... era un ángel; y viéndose, naturalmente, tan rodeada de admiradores, se le haría muy dificil la elección; no obstante, por lo que ella, la señora Norris, podía atreverse a suponer, aunque hacía poco que habían trabado conocimiento, míster Rushworth parecía ser precisamente el joven más digno y capaz de lograrla.
Después de bailar juntos cierto número de veces, tanto él como ella justificaron estas opiniones y se entabló un compromiso, dando de ello la debida referencia al ausente sir Thomas, con gran satisfacción por parte de las familias respectivas y de los curiosos de la vecindad en general, que desde hacía bastantes semanas habían percibido la conveniencia de un casamiento entre mister Rushworth y miss Bertram.
Habían de transcurrir algunos meses antes de que llegara el consentimiento de sir Thomas, pero entretanto, como nadie dudaba que daría su más cordial aquiescencia al compromiso, la relación entre ambas familias se intensificó sin vacilación, y no hubo más intento para mantener la cosa en secreto que el de tía Norris, al hablar por doquier del asunto como de algo de lo cual no debía hablarse aún.
Edmund fue el único de la familia que vio un defecto en aquella cuestión, y ningún argumento de su tía pudo inducirle a considerar a míster Rushworth como un compañero deseable. Admitía que su hermana era quien mejor podía juzgar en lo relativo a su propia felicidad, pero no le gustaba que esta felicidad se cifrase en una gran renta; ni tampoco podía evitar el decirse a menudo a sí mismo, cuando se hallaba en compañía de míster Rushworth: «Si este hombre no tuviese doce mil libras al año, sería un sujeto bien estúpido».
Sir Thomas, no obstante, se sintió muy dichoso ante el proyecto de una alianza tan indiscutiblemente ventajosa, respecto de la cual sólo pudo tener referencias de lo positivamente bueno y agradable. El caso ya no pudo parecerle más ideal ––una familia del mismo condado y con los mismos intereses––, y no tardó en hacer llegar su decidido asentimiento. Puso la única condición de que la boda no se celebrase antes de su regreso, cuya fecha procuraba adelantar con todo el afán. Esto lo escribió en el mes de abril, manifestando que tenía fundadas esperanzas de dejar todos los asuntos resueltos a su entera satisfacción y abandonar la Antigua antes de terminar el verano.
Tal era el estado de las cosas en el mes de julio. Fanny acababa de cumplir dieciocho años, cuando vinieron a sumarse a la sociedad del pueblo el hermano y la hermana de la señora Grant, míster y miss Crawford, hijos del segundo matrimonio de su madre. Eran jóvenes y acaudalados. Él tenía unas magníficas posesiones en Norfolk, y ella veinte mil libras. De pequeños, su hermana siempre los había querido mucho; pero como poco después de casarse ella sobrevino la muerte de la madre, quien los dejó al cuidado de un tío paterno que la señora Grant no conocía siquiera, apenas había vuelto a verlos desde entonces. Los dos encontraron en la casa de su tío un hogar amable. El almirante y su esposa, la señora Crawford, aunque nunca habían conseguido ponerse de acuerdo en cuestión alguna, se unieron en el efecto a los pequeños huérfanos o, cuando menos, la discrepancia de sus sentimientos no alcanzó más allá de la elección de sus respectivos favoritos, a los que, cada uno por su lado, mostraban especial predilección. El almirante se encantaba con el muchacho, y su esposa chocheaba por la niña. Fue la muerte de la señora Crawford lo que obligó a su protegida, después de unos meses más de prueba en casa de su tío, a buscar otro hogar. El almirante Crawford era hombre de costumbres depravadas que prefirió, en vez de retener a su sobrina, traer a su querida bajo el mismo techo; y, ante esto, la señora Grant se vio obligada a llevarse a su hermana atendiendo su petición, medida tan bien acogida por una parte como oportuna pudo considerarse por la otra; ya que la señora Grant, agotados todos los recursos de distracción que puede hallar en el campo una dama sin descendencia (ya había más que llenado de bonitos muebles su sala favorita y reunido una escogida colección de plantas y aves de corral), estaba muy necesitada de que se produjera algún cambio en su casa. Por lo tanto, la llegada de una hermana a la que siempre había querido y a la, que esperaba poder ahora retener a su lado, en tanto fuese soltera, resultó en extremo agradable para ella: y su principal inquietud estaba en el temor de que Mansfield no pudiera satisfacer los hábitos de una joven tan hecha a la vida de Londres.
La propia miss Crawford no estaba totalmente exenta de tales aprensiones, aunque éstas se derivaban principalmente de sus dudas acerca del estilo de vida y tono social de su hermana; y tan sólo después de haber intentado en vano persuadir a su hermano de la conveniencia de instalarse con ella en su propia casa de campo, se arriesgó a convivir con el matrimonio Grant. Por todo cuanto se pareciese a un domicilio fijo o a una limitación de la vida de sociedad, Henry Crawford sentía, desgraciadamente, una gran aversión: no podía acomodarse a los deseos de su hermana en una cuestión de tal importancia. Pero la acompañó, muy amablemente, hasta Northamptonshire, y al propio tiempo se comprometió a recogerla de nuevo a la media hora de tener noticias de que ella se había cansado del lugar.
El contacto resultó muy satisfactorio para ambas partes. Miss Crawford encontró a una hermana desprovista de afectación o rudeza, un cuñado que tenía todo el aspecto de un gentleman, y una casa cómoda y bien provista de todo. Por su lado, la señora Grant vio en los seres que ahora esperaba tener ocasión de amar más que nunca, a un joven y a una muchacha de cautivadora presencia. Mary Crawford era notable por su belleza; Henry, aun sin ser guapo, tenía figura y prestancia; los dos eran de un talante animado y simpático, y la señora Grant consideró enseguida que poseían todas las buenas cualidades. Los dos la encantaron, pero Mary fue su preferida; y, como nunca había podido gloriarse de su propia belleza, le proporcionaba una inmensa satisfacción el poder enorgullecerse de la de su hermana. No había esperado su llegada para buscarle una pareja adecuada; se había fijado en Tom Bertram. El primogénito de un barón no podía ser demasiado para la gran dama que la señora Grant preveía en ella; y, como era mujer franca e impulsiva, no llevaba Mary tres horas en la casa cuando le contó lo que había planeado.
Miss Crawford se alegró de saber que tenían tan cerca a una familia de tal importancia, y no se disgustó en absoluto por eso de que su hermana se hubiese cuidado del asunto con anticipación, ni por la elección que había hecho. El matrimonio era su objetivo, con tal de poder casarse bien; y, habiendo visto a Tom en Londres, sabía que a su persona cabía poner tan pocas objeciones como a su posición social. Aunque hablase de ello como de una broma, no podía evitar, sin embargo, el pensar en serio sobre el asunto. El proyecto fue pronto comunicado a Henry.
––Y, además ––añadió la señora Grant––, he pensado en algo para completarlo. Me gustaría muchísimo colocaros a los dos en esta región; y por lo tanto, Henry, debes casarte con la menor de las Bertram, una muchacha gentil, hermosa, alegre y de todas prendas, que te hará feliz.
Henry se inclinó y le dio las gracias.
––Querida hermana ––dijo Mary––, si fueras capaz de convencerle en este terreno, seria para mí un nuevo motivo de satisfacción el verme unida a una persona tan inteligente, y sólo me cabría lamentar que no tuvieras media docena de hijas disponibles. Si eres capaz de conseguir que Henry se case, será que tienes la habilidad de una francesa. Todo lo que pueden hacer las habilidades inglesas se ha probado ya. Tengo tres amigas muy íntimas que han estado muriéndose por él, las tres por turno; y el trabajo que ellas, sus madres (personas de mucho talento), mi tía y yo misma nos hemos tomado en razonarle, engatusarle o embaucarle para que se casara, es inconcebible. Es el coquetón más terrible que quepa imaginar. Si a esas niñas Bertram no les gusta que les destrocen el corazón, que huyan de Henry.
––Querido hermano, no voy a creer eso de ti.
––No; estoy seguro de que eres demasiado buena. Sin duda no serás tan rigurosa como Mary. Te harás cargo de la indecisión de la juventud y la inexperiencia. Soy por temperamento, enemigo de arriesgar mi felicidad obrando con precipitación. Nadie puede tener del matrimonio un concepto más elevado que el que tengo yo. Considero la bendición de una esposa como un tanto acierto se describe en los discretos versos del poeta: «Del cielo el mejor y último don».
––Ahí tienes: ya ves cómo subraya cierta palabra. Y sólo tienes que fijarte en su sonrisa. Te aseguro que es detestable; las lecciones del almirante le han estropeado por completo.
––Hago muy poco caso ––dijo la señora Grant–– de lo que un joven diga respecto al matrimonio. Lo que manifiestan aversión por él, es que todavía no han tropezado con la persona que les conviene.
El doctor Grant se congratuló, riéndose, de que miss Crawford no sintiera tal aversión por el estado matrimonial.
––¡Ah, desde luego! No me avergüenza decirlo. Me gustaría que todo el mundo se casara, con tal de poder hacerlo dignamente. No me gusta que la gente se precipite a un fracaso; pero todos deberían contraer matrimonio en cuanto pudiera hacerlo en condiciones ventajosas.